El primer ministro chino, Li Keqiang, estuvo en Reino Unido en viaje oficial la semana pasada. Y más allá de los acuerdos económicos anunciados, la visita dejó una prueba incontestable del poderío diplomático chino actual. Según relataron los medios británicos, el primer ministro exigió ser recibido en audiencia por Isabel II, la reina de Inglaterra, bajo la amenaza de cancelar la visita si el gobierno británico se oponía.
Aunque la reina sólo recibe a personalidades del más alto rango y, desde un punto de vista protocolario, el primer ministro chino no era acreedor a semejante honor, el número dos del gobierno chino fue finalmente recibido en el palacio de Windsor el 17 de junio. Li Keqiang tenía al fin su deseada foto.
La instantánea que, en medio de la importancia que británicos y chinos dan a las cuestiones formales, expone tanto la influencia no exenta de prepotencia por parte de China, como la mansedumbre fronteriza con la pleitesía que exhibe el gobierno británico con el gigante asiático. Detrás del giro de 180 grados de Londres está, cómo no, el maldito dinero. Esto es, la convicción de que China es un socio fundamental para su economía y que, por lo tanto, es necesario estar a partir un piñón con el régimen comunista para no comprometer las oportunidades futuras.
Para sellar su amistad, Londres ha traicionado algunos de los valores que los anglosajones tan orgullosamente dicen defender. Todo se remonta a un encuentro que el primer ministro británico, David Cameron, tuvo en 2012 con el Dalai Lama. Se citaron en la catedral londinense de St. Paul, y no en el número 10 de Downing Street, la residencia oficial del primer ministro, creyendo que con ello atenuaría las críticas de Pekín. Nada más lejos de la realidad: a Londres le cayó la del pulpo.
Y, al igual que le sucedió a Noruega tras la concesión del Premio Nobel de la Paz al disidente Liu Xiaobo, China cortó además fulminantemente las relaciones institucionales. Cameron se apresuró entonces a decir que no volvería a reunirse con el líder espiritual tibetano y, en los últimos 12 meses, ha tenido además constantes gestos de acercamiento con China. Ello pese a que en su visita oficial al país asiático del pasado mes de diciembre, fue tratado –según no pocos medios y observadores británicos– de forma casi humillante.
“El Reino Unido es sólo un viejo país europeo apto únicamente para viajar y estudiar. Ya no es una potencia a los ojos de los chinos”, publicó el Global Times, diario oficial chino. Tampoco faltaron las referencias a la vergonzante huella histórica de Reino Unido en China. Pero, pese al rifirrafe, Pekín no congeló el comercio bilateral. De hecho, en 2012 aumentó un 7% con respecto al año anterior. Lo que demuestra, mayormente, que China puede poner el grito en el cielo por algo, pero ello no implica que vaya a cortar de raíz las relaciones económicas bilaterales.
También en el caso de Noruega el comercio entre ambos países aumentó un 19% en los dos años posteriores a la crisis por el Nobel. Por tanto, quizá los líderes europeos, con el británico a la cabeza, deberían reflexionar acerca de qué sacan realmente a cambio cuando dejan que un régimen dictatorial les marque la agenda política.
Este clima de recién estrenada camaradería habría sido clave para que China se decidiera a invertir a lo grande en las islas británicas. Además de la red ferroviaria de alta velocidad, las centrales nucleares de nueva generación y las inversiones inmobiliarias en Londres, para el gobierno de Cameron el gran objetivo es que la City de Londres sea elegida centro financiero offshore del yuan en Europa. Según los expertos, si la divisa china continúa su proceso de internacionalización y acaba convirtiéndose en moneda global, con una importancia similar a la que hoy tiene el dólar, el impulso económico que supondría para la capital británica sería formidable.
Quizá la solución para que Pekín deje de influenciar la agenda política de los países (democráticos) europeos, es que la Unión Europea consensue una posición común con respecto a las recepciones con el Dalai Lama y otros asuntos sensibles para China. Sería una forma de blindar individualmente a cada país además de que mandaría un mensaje inequívoco a Pekín. Porque China puede ‘castigar’ a un país, pero no puede permitirse un enfrentamiento con toda la UE, su principal socio comercial.
Pero con las apremiantes necesidades económicas actuales, una Alemania que exporta la mitad de las mercancías comunitarias que importa China y, en general, un clima en Bruselas en el que cada cual hace la guerra por su cuenta, las posibilidades de que eso fructifique son mínimas. En ese contexto, Pekín se mueve, con su táctica de ‘divide y vencerás’, como pez en el agua.