La primera vez que puse el pie en Hong Kong fue en 2003, apenas seis años después de que China recuperara la soberanía sobre la ex colonia británica. Por entonces, en las calles se oían, sobre todo, dos lenguas: cantonés e inglés. Ahora, en la ciudad donde hoy resido, el mandarín ha irrumpido en los últimos años con fuerza, consecuencia de un proceso de reunificación que -al menos jurídica y políticamente- concluirá en 2047, fecha en la que vencen los 50 años de autonomía bajo el lema un país, dos sistemas que pactaron en su día Deng Xiaoping y Margaret Thatcher.
Los casi 15 años transcurridos desde que volviera a ondear la bandera roja en la ex colonia no han supuesto el Apocalipsis que muchos preveían. Hong Kong sigue siendo una vibrante plaza financiera y comercial, un crisol de culturas y un lugar jurídicamente seguro. Sin embargo, el proceso de integración se intuye ya hoy imparable: en la docilidad con Pekín del Ejecutivo hongkonés, en la cercenada pluralidad y libertad en los medios de comunicación, en las promesas incumplidas de sufragio universal o en una creciente presencia de chinos provenientes de la llamada China comunista, que explica la propagación del mandarín.
Sin embargo, dicha integración entre dos comunidades -la china y la hongkonesa- que son étnicamente iguales no será fácil. Ello es así porque, en cierto modo, sus mundos están en las antípodas filosóficas. No podemos olvidar que gran parte de la población actual de Hong Kong huyó –décadas atrás- de la represión y pobreza de la China de Mao. Y que la mayoría de ellos se criaron en unos valores democráticos sobre los que no están dispuestos a transigir. A ello hay que añadir una actitud negativa hacia el sistema político de Pekín y, también, hacia ciertos hábitos culturales de sus primos continentales, vistos con irritación en la isla.
Hace días una trifulca grabada en un vagón del metro de Hong Kong certificó la creciente tensión entre unos y otros. Un pasajero hongkonés, que recibió el apoyo solidario de otra viajera, se enzarzó en una discusión subida de tono con una mujer de China continental, a propósito de los ‘noodles’ (fideos chinos) que engullía su hijo mientras el personal iba a trabajar. El metro de Hong Kong, como el de Singapur, es tan clínico que podría practicarse ahí una operación a corazón abierto. No está ahí permitido comer ni beber, y se habla por teléfono móvil con discreción, por aquello de la buena educación colectiva. Nadie discute los usos y costumbres. De ahí la trifulca.
El caso corrió como la pólvora y no sólo incendió Internet. Kong Qingdong, un académico de la Universidad de Pekín, cuyo linaje –asegura- le entronca con el mismísimo Confucio, saltó a la yugular de los hongkoneses: “perros del imperialismo” occidental, les llamó. También bastardos y ladrones. Semanas antes, se habían desatado otras polémicas. Desde manifestaciones para protestar por la inminente autorización a que los vehículos de Cantón puedan cruzar a Hong Kong, lo que según los isleños provocará atascos y contaminación y amenazará la seguridad del tráfico, hasta una publicidad insertada en un periódico hongkonés que se refería a los chinos del continente como “langostas”, en alusión a ser una plaga.
Con todo, quizá el asunto que más alarma provoca entre los residentes de la ex colonia es la llegada masiva de mujeres chinas para dar a luz en Hong Kong, para con ello beneficiarse del sistema sanitario local, conseguir la residencia o la nacionalidad, o saltarse la política de un solo hijo, entre otras razones. El año pasado en torno a 40.000 mujeres chinas dieron a luz en Hong Kong, lo que supone casi la mitad de los nacimientos anuales, lo que ha puesto en pie de guerra a la población local. Pese a que Hong Kong se ha enriquecido gracias a su vecindad con China –así ha sido históricamente, así sigue siendo en la actualidad-, únicamente el 17 por ciento de los hongkoneses se sienten chinos, según un reciente estudio de una universidad local.
Publicidad en un periódico de Hong Kong en el que se acusa a los chinos de ser una plaga.
Viene esto a colación de lo siguiente: si este rechazo acontece en un lugar –Hong Kong- donde conocen a los chinos tan bien, imagínense a lo que se enfrentan éstos cuando deciden emigrar a lugares inhóspitos por medio mundo. A lugares donde son completos desconocidos, donde su cultura es casi antagónica, donde desbancan a sus competidores locales y son vistos como una amenaza. Pudimos comprobarlo a lo largo y ancho de nuestra investigación por 25 países: la comunidad china, que ante todo es sacrificada, silenciosa y mejor pagadora, sufre sin embargo el rechazo, la inseguridad y la xenofobia. Una indudable injusticia, sobre todo cuando la sufre ese ejército de pequeños emprendedores o emigrantes que prosperan compitiendo en buena lid.
Ahora bien, otras veces la animadversión se explica por la indiferencia y el desprecio que la China oficial (empresas estatales y la diplomacia) demuestra por las poblaciones locales. Por ejemplo, al imponer sus bajos estándares laborales, sociales o medioambientales, o cuando administran su poder de forma innecesariamente despótica. Cuando optan por implicarse de forma opaca únicamente con las élites y no con la población local, o cuando se enrocan en una situación de conflicto a largo plazo sin apenas inmutarse. Entonces estallan los problemas y el resentimiento.
En este sentido, resulta inaudita la escasa habilidad del país asiático para gestionar su imagen. Ciertamente, Pekín ganaría muchos adeptos si prestara un poco más de atención a las relaciones públicas, si apostara por la intangibilidad del poder blando, si no desaprovechara -incomprensiblemente- la oportunidad de explicar urbi et orbi todo lo bueno que está haciendo en el mundo en desarrollo.
Ese ejercicio de transparencia, que se intuye de obligada observancia para un país que aspira a ser una potencia del siglo XXI, chocaría de plano sin embargo con la propia naturaleza del régimen. Pero si China quiere ser aceptada, el músculo no basta; también hay que tener corazón.