El prestigioso Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo (SIPRI, en sus siglas en inglés) publicaba ayer un informe acerca de la progresión de la venta de armas en el mundo. En lo que atañe a China, lo interesante es el cambio de rol del gigante asiático.
El país ha dejado de ser el mayor importador de armas (casi todas rusas, a causa del embargo de la UE y Estados Unidos por la matanza de Tiananmen en 1989) para pasar a ser un importante exportador; el sexto mayor del mundo, para ser concretos.
Quizá lo más interesante son los datos que aporta el SIPRI acerca de la importación de armas por parte de Asia (con India, Corea del Sur y China como líderes), una tendencia que se ha disparado en los últimos años, hasta sumar el 44 por ciento del total de armas que se importan en el mundo.
¿A qué se debe ese rearme? Algunos autores atribuyen esa carrera armamentística asiática a la emergencia de China en la región y a la necesidad de algunos países de hacer frente al crecimiento de dos dígitos del presupuesto militar chino en los últimos años. En 2012 el gasto militar chino alcanzará los 105.000 millones de dólares (+11.2 %).
Pero, ¿por qué se señala a China, cuando Estados Unidos sigue siendo la potencia militar hegemónica, con más de 700.000 millones de dólares al año?
En una reciente entrevista, el viceministro de Defensa de Taiwán, David Lin, nos lo explicó de la siguiente forma:
“China no tiene un rival militar regional, ni siquiera Japón y Corea del Sur. Sin embargo, China ha continuado su expansión militar durante décadas. En consecuencia, es difícil entender semejante mentalidad. Es por eso que China es todavía percibida como una amenaza potencial para la estabilidad regional. Estados Unidos está presente militarmente en la región, pero nadie lo percibe como una amenaza, porque no tiene ambiciones territoriales. Aunque en las declaraciones públicas todo el mundo se congratula de la emergencia de China, en privado, muchos países de Asia expresan la preocupación que suscita la expansión militar de China”.
Otros países como Filipinas y Vietnam (nada sospechoso de ser pro-estadounidense) piensan de la misma forma respecto al gigante. Critican que Pekín hable de “ascensión pacífica”, pero en realidad el país multiplique su gasto en defensa, desarrolle capacidades ofensivas (caza de quinta generación J-20 y sobre todo el portaviones que pondrá en marcha este año) y ejerza de potencia hegemónica en las disputas territoriales que mantiene abiertas en el Mar de la China Meridional y el Mar del Este de China, negándose al diálogo multilateral y utilizando sus capacidades navales para repeler actividades como la pesca o la prospección de recursos.
La desconfianza, aunque de otro tipo, se ha instalado incluso en Moscú, donde las últimas semanas se debate si el país debe venderle o no a China un paquete de 48 cazas de última generación SU-35 por unos 4.000 millones de dólares. El debate no está, como en Asia, sobre si el jugoso contrato puede poner en riesgo la seguridad en la región, sino más bien si ello amenaza con minar la superioridad del armamento ruso respecto al chino. Sobre todo porque China rechaza firmar una cláusula que le impida jurídicamente copiar los aviones rusos para venderlos posteriormente a terceros países (lo que ya ha hecho con el Su-27, el Su-30 y el MiG-29).
Una vez más, la cuestión no es si China tiene derecho o no a hacer lo que hace el resto. Sino más bien si China, en su deseo de disponer de los privilegios de potencia, acepta también asumir los compromisos. En definitiva, si China está dispuesta a jugar siguiendo las reglas o seguirá saltándoselas, por ejemplo, cuando permite que transite material (¿nuclear?) de Corea del Norte a Irán o cuando tolera que sus empresas estatales vendan armamento a un Sudán sobre el que pesa sanciones de la ONU.