En ocasiones, la diplomacia española se esfuerza por ideologizar la relación con China, pero esa no es la vía para triunfar comercialmente en el gigante.
Es apasionante leer en On China de Henry Kissinger la importancia del ritual para la diplomacia de la China del siglo XVIII. La corte imperial del Hijo del Cielo era un lugar elitista y minucioso en las formas cuando las primeras delegaciones británicas llegaron a Cantón para exigir que el país abriera las puertas al comercio internacional. Nada comparado con la vulgaridad que impuso siglo y medio después el maoísmo.
Rememora Kissinger el choque cultural acaecido cuando los mandarines quisieron imponer a los “bárbaros” británicos el kowtow como condición sine qua non para tener audiencia con el emperador. Los orgullosos anglosajones se negaban a conceder al Hijo del Cielo una reverencia mayor que a su rey, conscientes de que el gesto es el primer paso para dejarse dominar (algo que recuerda Chris Patten en sus memorias como último gobernador británico de Hong Kong). Los británicos del XVIII querían igualdad entre Estados. Los chinos, escandalizados, se negaban de plano: ¿cómo iba a ser el Imperio del Centro igual a otra nación? Zhongguo había sólo uno, y el resto eran Estados tributarios, sin importar el valor de sus artilugios de vapor o sus supuestos logros científicos. Por eso exigían a Lord George Macartney y a sus sucesores que se plegaran hasta acariciar el suelo con la cabeza cuando el emperador hacía acto de presencia.
Los británicos han mantenido la dignidad en sus relaciones con China desde entonces. Eso no les impidió cometer tropelías, como las Guerras del Opio, o mostrarse deferentes en cuestiones como la devolución de Hong Kong en 1997, una concesión de la que extrajeron petróleo: trato preferencial para sus compañías y la aceptación de “un país, dos sistemas” por parte de Pekín. Está claro que siempre defienden sus intereses, y esa premisa destila algo de hipocresía cuando hablamos de relaciones entre naciones. Pero no es nada comparable a lo de nuestra diplomacia.
Durante mis cinco años y medio en Pekín he conocido a dos embajadores españoles, y les he escuchado declaraciones que, por el bien de España, espero que no trasciendan a los líderes chinos. Recuerdo decir al anterior representante -ahora en Camboya- que Zapatero no podía reunirse con el Dalai Lama porque “eso sería como si Hu Jintao recibe a miembros de ETA en Pekín”. El actual, más ducho en este arte de mediar entre países, no llega ya tan lejos en lo verbal, consciente quizá de que su expediente está cubierto tras decir en junio de 1989, cuando los tanques arrasaban Tiananmen, que se respiraba en la capital china la misma paz que en su natal Seu d’Urgell. La frase ha quedado para la historia en sus propias memorias chinas (La segunda revolución china, Destino, 2007), en las que flirtea con una teoría negacionista de la magnitud de la matanza.
El primer ministro británico, David Cameron, se reunió ayer con el Dalai Lama en Londres, y Pekín ha vuelto a poner el grito en el cielo. Londres aclaró desde el principio que se trató de una reunión “privada”, pero, pese a la crisis europea y los bolsillos hondos de Pekín, la cita deja claro que no habrá kowtow. Lo mismo hacen Francia, Alemania y Turquía, cuya talla en el mundo acaso sea similar a la nuestra, pero su dignidad en las relaciones con China es mucho mayor. Ankara no titubea en defender públicamente los derechos de los uigures, pese a ser otro de los temas tabúes para Pekín. Y todos siguen haciendo negocios, vendiendo trenes y centrales nucleares por valor de miles de millones de dólares, mientras a nosotros nos costó sangre, sudor y lágrimas que nos dejaran importar algo tan emblemático para España como el jamón. Y eso que prometimos apoyar el levantamiento del embargo de armas durante nuestro mandato en la UE.
Nuestra diplomacia debería aprender de la experiencia de otros países. No podemos ser pusilánimes y rebajarnos por voluntad propia. Hay que desideologizar las relaciones con China, porque esa estrategia no funciona. El gigante tiene, como todos, intereses. Nada más. Por eso no invertirá en nuestra deuda si somos insolventes y seguirá copiando la tecnología de nuestras empresas si no actuamos. ¿Por qué seguimos gritando a los cuatro vientos que somos “el mejor amigo de China en la UE”? ¿Por qué no ponemos el listón más alto? Postrarnos nos hace débiles de entrada. Y además atenta contra los valores de nuestra sociedad, donde la libertad –señor embajador- es un activo irrenunciable.