La decisión del Gobierno español, a través del grupo parlamentario del PP en el Congreso, de dinamitar la causa abierta en la Audiencia Nacional contra cinco líderes chinos por genocidio en el Tíbet, demuestra fundamentalmente tres cosas. La primera, la pusilanimidad de la que hace gala España cada vez que hay un obstáculo en su relación bilateral con China.
Nuestro país ya sacó pecho cuando Fernández Ordóñez se convirtió en el primer ministro de asuntos exteriores de la Unión Europea en pisar Pekín después de la masacre de Tiananmen. También fuimos de los primeros en no sólo querer levantar el embargo de armas a China –en vigor precisamente desde 1989– sino también en hacerlo público nada menos que durante nuestra presidencia de la Unión, con la consiguiente cólera de nuestros socios comunitarios.
Eran los años en los que a los altos funcionarios españoles en China, o cualquier político de cualquier partido de visita en Pekín, se les llenaba la boca de orgullo al insistir en que el Gobierno chino nos consideraba “el mejor amigo de China dentro de la UE”. Un gran elogio viniendo de la mayor dictadura del planeta. Y lo que es peor: subyacía el falso espejismo de que ese servilismo nos iba a dar réditos comerciales.
Ahora tenemos un nuevo episodio: el intento del Gobierno de Mariano Rajoy de desactivar a toda costa el caso abierto en la Audiencia. Y para ello pretenden hacerlo por un procedimiento de urgencia que liquide el caso cuanto antes y evite que se ejecute la orden de busca y captura de cinco líderes de la cúpula china, incluidos Jiang Zemin y Li Peng.
Jiang Zemin y Li Peng.
Ello nos lleva a la segunda cuestión, que no es otra que la injerencia de China en los asuntos internos de España. Y es que la maniobra del Gobierno coincide con la visita al Congreso español realizada por una delegación parlamentaria de la región autónoma del Tíbet, compuesta –no se confundan– por una mayoría de chinos Han afines al Partido Comunista chino y no por tibetanos. A ello hay que sumar las presiones del Gobierno chino al Ejecutivo español, tanto en Madrid como en Pekín.
No es la primera vez que ocurre. Semanas después de estallar la Operación Emperador a finales de 2012, que desmanteló una trama que logró evadir entre 800 y 1.200 millones de euros de dinero negro en tan sólo cuatro años, llegó a España una delegación parlamentaria de la provincia de Zhejiang, de donde es originario Gao Ping, el cerebro de la mencionada trama. ¿A qué vino esa delegación?
Durante la investigación de nuestro último libro, “El Imperio Invisible”, que documenta la criminalidad económica que hay detrás del éxito empresarial chino en España, tratamos de saber qué hubo detrás de esa visita y de las presiones de la embajada china en España, sobre todo teniendo en cuenta que el caso estaba judicializado. Y lo que averiguamos es que por la parte china hubo, al menos, amenazas veladas, y por la española, deferencias excesivas y una carta del ex embajador español en Pekín instando al Gobierno a hacer una declaración institucional para evitar las represalias chinas.
Lo que lleva al Gobierno español a blandear y, por ejemplo, a ponerse de perfil con el caso del Tíbet, es la percepción de que el coloso asiático es importante dado su peso económico para nuestra recuperación económica. Y en honor a la verdad, y he aquí la tercera conclusión, hay que decir que España no es el único país occidental que adopta una postura utilitarista con respecto a China. Ocurre con países de tanto peso económico como Canadá, cuyo gobierno ha pasado de ser uno de los más críticos por la situación de los derechos humanos en China y las circunstancias en el Tíbet, a estar a partir un piñón con el régimen comunista para poder venderle su petróleo y recibir sus inversiones.
La propia Unión Europea ha capitulado también con el asunto de los derechos humanos, que están ya fuera de agenda en la relación bilateral y nos centramos ahora únicamente en lo comercial, donde también nos va mal. En el caso del Reino Unido, más de lo mismo, porque convertir a Londres en el centro financiero offshore para el renminbi exige, desde luego, el pago de un precio político. Y así sucesivamente, hay ejemplos por todo el planeta, con la notable excepción de Noruega.
China, por tanto, hace su voluntad a golpe de talonario. Pero lo paradójico es que, en el caso de España, ese servilismo no nos sirve absolutamente para nada, porque mientras los chinos están invirtiendo en toda Europa, las inversiones chinas en España, aparte de excepciones como Huawei, brillan claramente por su ausencia.
Thubtne Wangchen, ciudadano español.
En todo caso, al margen de debates acerca de la conveniencia de la llamada justicia universal, lo tremendo de la actuación del Gobierno en el caso del genocidio tibetano en la Audiencia no es tanto que la recorten, como ya pactaron PP y PSOE en 2009, sino el procedimiento utilizado: de urgencia y por la puerta de atrás, no sea que se alargue más de la cuenta y se enfaden los chinos.
Y en esa táctica, dicho sea de paso, tienen también una indudable responsabilidad los jueces de la Audiencia, que se pasan mutuamente la patata caliente paralizando con ello la causa e impidiendo que se ejecute la orden de busca y captura.
Lo grave de todo esto es que el procedimiento demuestra lo obvio: que han cedido cobardemente a las presiones de Pekín. Ante lo cual procede hacerle al Gobierno una doble pregunta: ¿acaso el querellante Thubten Wangchen, un tibetano nacionalizado español, no tiene derecho a la tutela judicial efectiva? Mayormente, ¿de parte de quién está el Gobierno español, del pueblo español a quien se supone que representa o del mayor régimen totalitario del planeta?