En octubre de 1937, el dictador dominicano Rafael Trujillo condujo uno de los hechos más brutales y desconocidos de la historia del Caribe: la Masacre del Perejil.
Dispuesto a solucionar lo que consideraba ser el “problema haitiano”, Trujillo mandó asesinar a más de 30.000 hombres, mujeres, niños y niñas haitianos que vivían en República Dominicana ejerciendo, casi todos ellos, trabajos rurales en condiciones de esclavitud. Se suponía que la “invasión” haitiana constituía una grave amenaza política, económica y cultural a la sociedad dominicana. Y Trujillo estaba dispuesto a ponerle fin. En pocos días, miles de haitianos y haitianas fueron masacrados por las fuerzas militares y policiales dominicanas con hachas, pistolas, cuchillos y palos. Tuvieron el auxilio de los alcaldes locales, en las zonas de frontera, y de no pocos civiles. Sus cuerpos fueron arrojados a un pequeño río maldecido por tragedias y desencuentros. Se trata del Río Dajabón, cuyos 55 kilómetros separan la frontera haitiana y dominicana desde 1776. Un río miserable y nauseabundo, por la historia y la sangre que ha teñido su cada vez más insignificante caudal.
Lo llaman, el Río Masacre.
Río Masacre, frontera entre Haití y República Dominicana (Agencia EFE)