Comenzaba la noche en una de las tantas favelas de Río de Janeiro. La luna iluminaba la risa de Natán, mientras conversaba y jugaba con sus amigos en la puerta de una panadería. Al lado del grupo de niños, Kaká, un joven de 17 años, hacía rodar ostensivamente una pistola entre sus dedos. Natán, inquieto, le preguntó: “¿es de verdad?”. Kaká, sin dudar un instante, respondió: “¿quieres ver?”. Y le disparó un tiro en el rostro, destrozándole la vida. Tenía 12 años y quería ser fotógrafo.
Algunos días atrás, en otra favela, la policía mató a William, un estudiante de 16 años que volvía a su casa después de un baile. William se asustó porque, en la oscuridad de la noche, vio armas y no supo qué estaba pasando. Según algunos vecinos, la policía lo baleó en las piernas y, ya herido, lo remató con una bala en el pecho. Entró a la morgue identificado como traficante de drogas. Su padre lo llora desconsoladamente y pide, al menos, que no digan que su hijo ha sido un bandido, que su William, su querido y amado William era un chico bueno y estudioso.
Natán y William tenían en común que eran pobres, jóvenes y negros. Tuvieron en común, que perdieron la vida absurdamente, como otros miles iguales a ellos, que habitan los barrios populares o las periferias de las grandes ciudades brasileñas, víctimas de una violencia sin otro sentido que desgarrar sueños, que aniquilar el futuro. Los dos fueron enterrados el 21 de marzo, día que la ONU ha dedicado a celebrar la lucha contra la discriminación racial.
Kaká...