A Suzy Castor, con infinito amor...
Buscando agua en Canaán, Haití. Foto: P. Gentili
Maldito sea Canaán. Siervo de siervos será a sus hermanos, dijo Noé.
(Génesis 9:20-27)
Amanece en Canaán, el mayor campamento de refugiados de Puerto Príncipe. Allí se estableció Sophie, junto a su familia, meses después del terremoto en el que murieron más de 200 o 300 mil personas. Nadie lo sabe. Tenía en aquel momento 6 años. Ahora tiene 10. Desde entonces, ese emplazamiento no ha parado de crecer. Y lo seguirá haciendo. Se expande hacia Jerusalén, otro inmenso territorio de casas precarias, apenas construidas o casi destruidas, difícil es saberlo. Algunas de ladrillos, otras de madera, chapas, cartón y lonas en las que se lee la inscripción USAID.
No se sabe cuánta gente vive en Canaán, pero viven miles, más de 100 mil, o 150 mil personas, gran parte de ellas pequeñas, niñas y niños, como Sophie, de ojos inmensos y una risa que, cuando aparece, ilumina el cielo polvoriento de ese pedazo de isla que alguna vez inventó promesas de libertad.
Amanece en Canaán y Sophie debe buscar agua antes de ir a la escuela. No tienen agua las casas de Canaán, ni luz, ni desagües. Todos saben que si la tierra vuelve a temblar, Canaán se derrumbará, como una frágil escenografía preparada para un nuevo desastre que algunos llamarán “natural”.
Sophie busca agua. Son los niños y las niñas quienes deben hacerlo, bombeando uno de los pocos pozos que hay en ese campamento de refugiados que nació provisorio y será permanente, como la miseria que les ha sido impuesta a casi todos los haitianos, especialmente a los más pequeños, a los que no pueden defenderse, a los más frágiles, a los que deberán acostumbrarse a escuchar las promesas de felicidad que les regalan sus indolentes y casi siempre corruptos gobernantes, las agencias de ayuda internacional o las iglesias evangélicas que se multiplican en Canaán como el cólera, la diarrea y los puestos de lotería.
Amanece en Canaán, mientras Sophie bombea agua y sueña lo que sueñan las niñas en Haití, a cuatro años del terremoto que mató 200 o 300 mil personas. Nadie lo sabe.
Amanece en Canaán y una bandera haitiana flamea, resistiendo al viento que se empecina en deshilacharla, como a la tenacidad y a la paciencia de los que habitan ese pedazo de isla que alguna vez se atrevió a derrumbar la esclavitud y parece seguir pagando por ello.
Canaán, la tierra prometida. Canaán, el nieto maldito de Noé, el siervo infinito.
Bandera flameando en Canaán, Haití. Foto: P. Gentili
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