Niño trabajador en Haití. Foto: Alberto Pla. Fotogalería "El futuro en sus manos", El País.
Vecinos
Haití y República Dominicana dividen una misma isla del Caribe separada por 360 kilómetros de frontera y muchas décadas de odio.
Los grupos dominantes de ambos países han alimentado y fortalecido un desencuentro del que siempre han sacado ventajas económicas y políticas. Las tensiones, conflictos y enfrentamientos históricos entre estos dos pequeños países constituye la trágica evidencia de la ineptitud de sus élites para avanzar de manera conjunta en políticas de desarrollo que amplíen los niveles de bienestar y justicia social que sus frágiles y casi siempre inestables democracias nunca han garantizado a las grandes mayorías de un lado o del otro de la frontera. Estados Unidos, que invadió ocasionalmente ambos países, siempre se ha beneficiado de esta enemistad. Además, la permanente ruptura del diálogo y de los acuerdos entre ambos países, revela un faceta inocultable de la incapacidad que las naciones latinoamericanas han tenido para consolidar procesos de integración y cooperación regionales que superen los conflictos endémicos que se han repetido sin solución de continuidad a lo largo de los últimos dos siglos.
Dos países que comparten un mismo territorio, dos pueblos con un mismo origen, pero separados por el abismo que produce la explotación humana, las mezquindades y arbitrariedades políticas, la violencia y los atropellos a los derechos humanos, las injusticias y la negación de oportunidades a los más pobres que, en esta isla del Caribe, son casi todos. Haití y República Dominicana han vivido separadas por la prepotencia de sus clases dominantes y sus largas dictaduras, por la connivencia de los Estados Unidos, así como por la poca capacidad de América Latina para establecer políticas de integración regional que sean más sólidas que las meras declaraciones de buena voluntad.