Dilma Rousseff juzgada por un tribunal militar a fines de los años 60. Tenía 21 años. Los militares cubren sus rostros. No por vergüenza, sino por cobardía.
Parecía un show de talentos en el que cada participante enviaba saludos a quienes lo estaban mirando, saludaba a una hija que cumplía años ese mismo día, a un abuelo cariñoso ya fallecido, a un esposa amada o a un grupo de fieles amigos del barrio. “A mi tía Xexê, que me cuidó de pequeño”, sostuvo uno, casi al borde de las lágrimas. Parecía, más bien, una ceremonia evangélica, en la que cada fiel se encomendaba a Dios, rogándole inspiración y protección. Parecía, en verdad, una macabra ceremonia de linchamiento público, un rito medieval y mediático, un reality show inquisidor, con actores mediocres ejecutando su patético papel, uno tras otro, envueltos en banderas, portando pancartas y con sus trajes adornados con cintas de colores, fantoches de una comparsa desafinada, moviéndose en procesión hacia el altar del escarnio, desde el que desplegaban sus discursos de odio, sus ofensas y amenazas.
Así sorprendió al mundo el Congreso brasileño, la noche en que debía consagrarse al ejercicio de su responsabilidad más compleja: votar el proceso de destitución de la presidenta de la república. Miles de espectadores del trágico espectáculo se habrán preguntado, dentro y fuera de Brasil, cómo podía ser posible que de esas personas dependiera nada menos que la promulgación de las leyes de una de las diez naciones más poderosas del planeta.