Comprender la guerra, sus causas de horror y de odio, sus consecuencias de muerte y dolor, es una tarea que simplemente escapa a los límites de la razón. A la guerra no se la comprende, se la sufre, se la encarna, se la desprecia, se la odia. Más aún cuando se trata de la peor de todas las guerras, de una guerra entre hermanos, que ha costado más de 7 millones de víctimas durante 52 larguísimos años.
¿Qué podrá escribirse o interpretarse sobre el trágico desenlace del plebiscito del pasado 2 de octubre que no sea una obviedad y, al mismo tiempo, un indescifrable acertijo? ¿Quién podrá explicar por qué un puñado de colombianos le ha dicho que no a la paz? ¿Por qué han elegido seguir el camino de la muerte en un país que ha vivido casi siempre rodeado de violencia, de injusticia e ignominia, tratando de hurgar en los pliegues de la memoria las razones de esa incansable pulsión de muerte y destrucción que la ha constituido como nación?
Tratar de comprender una guerra entre hermanos es insoportable, inimaginable, infinitamente doloroso y cruel. Nada de lo que digamos será relevante. Pero todo lo que digamos será necesario para tratar, al menos, de conjeturar cómo seguir a partir de aquí. No se trata sólo de saber dónde llegará Colombia, sino desde donde partirá ahora, después de esta nueva derrota. Colombia, ese país que obstinadamente pretende ejercer su derecho soberano a vivir en paz, como si renacer fuera su destino, como si saber regresar del infierno fuera su más heroica virtud.
Sí a la paz en Colombia. Foto: Luis Acosta (AFP)