Cosas que importan

Cosas que importan

No tan deprisa. Las cosas importantes no están solo en los grandes titulares de portada. A veces se esconden en pequeños repliegues de la realidad. En este espacio habrá mucho de búsqueda, de exploración, de reflexión sobre las cosas, pequeñas y grandes, que nos pasan. Y sobre algo que condiciona, cada vez más, la percepción que tenemos de lo que ocurre, la comunicación.

Sobre el autor

Milagros Pérez Oliva. Me incorporé a la redacción de EL PAÍS en 1982 y como ya hace bastante tiempo de eso, he tenido la oportunidad de hacer de todo: redactora de guardia, reportera todoterreno, periodista especializada en salud y biomedicina, jefe de sección, redactora jefe, editorialista. Durante tres años he sido también Defensora del Lector y desde esa responsabilidad he podido reflexionar sobre la ética y la práctica del oficio. Me encanta escribir entrevistas, reportajes, columnas, informes y ahora también este blog. Gracias por leerme.

¿Hay que ir siempre tan deprisa?

Por: | 16 de julio de 2012

Ser los primeros, ir más rápido, Just in time... la cultura de la urgencia lo impregna todo. CNN y Fox News se equivocan en directo.

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La rapidez se ha incrustado en nuestra cultura y cada vez nos tiene más acelerados. ¿Es necesario ir siempre tan rápido? En absoluto, pero lo hacemos, incluso cuando no es necesario. La velocidad no solo se ha convertido en el principal elemento de competencia en gran parte de la organización productiva, sino que está colonizando también las relaciones personales.

El Just in time se ha impuesto como un modo de organizar la producción más eficiente. Significa trabajar sobre pedido, es decir, producir únicamente aquello que se necesita, en la cantidad justa y el momento preciso. Este sistema, conocido también como método Toyota, procede de Japón y evita gastar recursos en almacenamiento y distribución, además de posibles pérdidas por obsolescencia. Pero requiere tener una organización muy ágil, muy rápida, capaz de responder con celeridad a las demandas de los clientes. Y muy flexible, lo cual exige poder tomar mano de obra o prescindir de ella en función de la demanda. Este método se vendió en las escuelas de negocios como una fórmula para aumentar la satisfacción del cliente y mejorar la competitividad, pero en la práctica lo que consigue es aumentar la cuenta del resultado a costa de la seguridad y el confort de quienes trabajan en esa organización.

Una organización acelerada, volcada en el instante, ¿no es también una organización más estresada? Seguro que sí. El sociólogo francés Daniel Cohen ya explicó en su libro “Nuestros tiempos  modernos” (Tusquets, 2001) cómo el estrés se ha convertido en la enfermedad laboral de nuestro tiempo, como la silicosis, causada por la entrada de polvo en los pulmones, lo fue de la industrialización. Y además de patológica, ¿no puede resulta a la larga también menos creativa y por lo tanto menos competitiva? Algunos especialistas así lo creen. “Trabajar lento nos hace más productivos”, era el título de un artículo publicado hace unos días por la revista Time. Estar permanentemente volcados en el instante, sin tiempo para respirar, impide pensar en el largo plazo. Nos convierte en piezas de un mecano articulado que funciona muy bien, pero sin capacidad para crear, para innovar. Hay que tener una cierta calma para poder trabajar con cierta perspectiva. Como todo, la cuestión está en la dosis de cada elemento.

Una de las organizaciones que más sufre la tiranía de urgencia es precisamente la periodística. La rapidez ha sido siempre un elemento central de la competencia entre medios. Ser el primero en dar una noticia ha sido y sigue siendo la principal ambición de un buen periódico. Cuando Paul Reuter fundó la agencia Reuters, no dudó en recurrir a las palomas mensajeras para llevar información de Aquisgrán a Bruselas, porque iban más rápidas que el tren, y solo prescindió de ellas en 1851 cuando pudo sustituirlas por una línea de telégrafo. Ahora, las tecnologías de la comunicación permiten transmitir cualquier acontecimiento en director y han exacerbado la importancia de la velocidad en la competencia entre los medios.

8271829 ¿Tan importante es ser los primeros en dar una noticia que de todos modos todo el mundo conocerá en unos minutos?, se pregunta Anne Sullivan a propósito del fiasco en el que cayeron la cadena de televisión CNN y Fox News el pasado 28 de junio al informar sobre la sentencia del Tribunal Supremo de Estados Unidos sobre la reforma sanitaria de Obama. Los editores creen que sí, pero algunos analistas de la comunicación se atreven a cuestionarlo.

¿Quién le obligaba a la CNN a transmitir en directo el cotenido de la sentencia…sin haberla leído antes detenidamente? Nadie. Y sin embargo lo hizo y eso dio lugar a uno de los errores más sonados de la historia de esta cadena, pues durante unos largos minutos estuvo transmitiendo que el alto tribunal había anulado la ley, cuando era lo contrario, la había ratificado. El contagio de la CNN y el propio deseo indujeron en mismo error en Fox News, que incluso llegó a decir en directo que la sentencia era un golpe mortal para Obama.

A la ansiedad de ser los primeros se unió en este caso el efecto potenciador de ese motor de aceleración que se llama Twitter. La propia cadena tuiteó el error. Solo fueron unos minutos, pero la falsa noticia tuvo tiempo de recorrer un largo trecho y contaminar además a otros medios antes de ser corregida. Esta red social se ha convertido en el símbolo de la aceleración de los tiempos que vivimos. A la capacidad de transmitir de forma rápida y progresión exponencial una especie de concentrado de actualidad versátil y siempre cambiante, se une la simplificación de los mensajes. Twitter consagra la cultura de la compresión máxima: todo en 140 caracteres, es decir, un titular y a lo sumo, un enlace.  Y se está convirtiendo en un gran potenciador de la ansiedad. A diferencia de quienes cultivan el más reposado Facebook, los adictos a Twitter, que los hay, sufren mucho: ¿Me habré perdido algo en estas dos horas que no he estado conectado?

La cultura de la rapidez tiende a impregnarlo todo. Y puede convertirse en una tiranía. Por ejemplo, nadie esperaba antes de Internet que se le contestara una carta en menos de dos días. A vuelta de correo, era ya una respuesta inmediata, pero el correo tardaba su tiempo. Ahora, muchos consideran una descortesía que no se responda a su correo inmediatamente. Y no digamos ya si el mensaje llega por WhatsApp. Pero eso no siempre es posible. Precisamente por la facilidad que hoy tenemos para enviar y recibir mensajes, el volumen que adquiere la correspondencia puede llegar a ser en algunos casos inmanejable. Es muy frecuente que alguien se sorprenda, o incluso se moleste, si no recibe una respuesta inmediata. Pero esperar una respuesta inmediata independientemente de la urgencia del asunto implica creer que uno es tan importante que el otro ha de dejar cualquier cosa que esté haciendo para atenderle. O que cualquier asunto propio ha de pasar por delante del de los demás. Y tampoco es eso.

Como siempre, habrá que encontrar un punto de equilibrio.

Ilustración de Marcos Bolfagón

 

El miedo a la crisis y la ley de la selva

Por: | 06 de julio de 2012

La crisis tenía que durar dos años y ya estamos en el quinto sin que se vislumbre la salida. Al contrario. Los tipos de interés alcanzan mínimos históricos, pero de poco va a servir: ni los bancos prestan dinero ni los ciudadanos se atreven a endeudarse.  Como muestra el último barómetro del CIS, el país se encuentra sumido en un clima de pesimismo. Los ciudadanos están asustados.  Tienen miedo a perder todavía más de lo que han perdido y ese miedo contribuye, paradójicamente, a crear las condiciones para que sigan perdiendo.

 
De entrada hay que decir que el miedo ha jugado un papel determinante en la supervivencia de la especie. Cuando aquella rama que parece inerte se convierte de repente en una amenazadora serpiente, el miedo muestra su razón de ser: hacernos reaccionar. Es un resorte que activa nuestro sistema defensivo y hace emerger las fuerzas físicas y mentales que necesitamos para escapar.  O para encararnos a lo que nos amenaza si la huida ya no es posible. Sin miedo, difícilmente la humanidad hubiera  llegado hasta aquí.
Pero el miedo no actúa siempre de la misma manera. Puede inducir una reacción defensiva, pero también puede inhibir cualquier respuesta. Si la amenaza es muy intensa y repentina puede tener efectos paralizante, pero también puede tenerlos un estado de amenaza permanente. Como dijo el sociólogo británico Frank Furedi bastante antes de que estallara la crisis, el miedo ubicuo, persistente,  genera fatalidad y resignación. La tímida respuesta ciudadana al progresivo desmantelamiento del Estado de bienestar tiene que ver sin duda con esa “moral de baja expectativa” de la que habla Furedi, que inhibe el tono vital y ahoga cualquier capacidad de respuesta.


8466260En realidad, el asedio al Estado de bienestar comenzó hace ya tiempo, pero la crisis está creando ahora el clima propicio para que triunfe. Quienes deberían defenderlo, porque son sus principales beneficiarios, se encuentran en posición de debilidad, noqueados por el miedo.  La crisis resulta especialmente paralizante cuando no hay expectativa de mejora ni confianza en quienes han de gestionarla. Y en España andamos muy mal de ambas. Según el barómetro de junio del CIS, el 88,6% de los españoles considera que la situación económica es mala o muy mala y el 72,7% cree que dentro de un año será aún peor.
Pero,  como dijo Wittgenstein, no hay que confundir el miedo con sus causas. Lo que nos da miedo es la inseguridad, la incertidumbre.  Vivíamos en un mundo feliz, donde era posible gastarse en un día lo que se iba a ganar en los siguientes 40 años, y ahora resulta que no tenemos asegurado nada. Ni para nosotros ni para nuestros hijos. Que lo podemos perder todo en un golpe de viento adverso.

La incertidumbre sobre el futuro genera angustia y ese estado de ánimo alimenta las conductas elusivas: no protestar, no hacerse notar, no defender los derechos adquiridos, no entrar en colisión con quien puede decidir tu futuro.  El miedo paraliza más a quienes tienen más razones para temer, los más golpeados por al crisis. “La pobreza, antigua o nueva, genera desesperación y sumisión, absorbe toda la energía en la lucha por la supervivencia y sitúa la voluntad a merced de promesas vacías y engaños insidiosos”, escribió Paolo Flores d’Arcais. Para superar el miedo, hay que identificar la causa. ¿Y cuál es la causa? Podría resumirse en una idea simple: que volvemos a la ley de la selva, es decir, la ley del más fuerte, esa ley por la que se establece que no hacen falta leyes, ni normas protectoras, ni regulaciones de ningún tipo. Un mundo despiadado y amenazador como el que retrata  de forma tan magistral El Roto en las páginas de este diario.

 
Tenemos, pues, razones para tener miedo. Y vienen de lejos, porque hace ya tiempo que se intenta acabar con las protecciones sociales. Mientras Francis Fukuyama teorizaba en los años ochenta el fin de  la historia porque ya no había alternativa al capitalismo, el neoliberalismo emprendía una ofensiva para reducir y si era posible eliminar el papel protector del Estado y sus regulaciones. Esa ofensiva iba acompaña de una ideología que promovía el individualismo consumista y ensalzaba las reglas de la competencia por encima de la cooperación y la solidaridad. Competían los individuos, competían las empresas, las ciudades y los Estados. Todo estaba justificado con tal de ser competitivos. Ya en 2007 Zygmunt Bauman nos advertía de que “como si se tratara de capital líquido listo para la inversión, el capital del miedo puede transformarse en cualquier tipo de rentabilidad, ya sea económica o política”. Como en la bolsa, ha llegado la hora de realizar.


8498970El Estado de bienestar promueve la igualdad de oportunidades y nos protege frente a las contingencias de la vida. Ninguna inseguridad resulta peor que aquella que nos deja al albur del azar: la enfermedad, por ejemplo. O la pobreza sobrevenida. Incluso en la muy próspera Alemania, que parece a resguardo de la crisis y que en parte se beneficia de ella, se ha inventado una nueva forma de precariedad llamada “minijob” que ha dado lugar a una nueva clase de pobres, relativos, pero pobres al fin. Como recordaba hace unos días en este mismo diario el sociólogo alemán Ulrich Beck,  “bajo la superficie de la milagrosa maquinaria alemana se oculta esta expansión de la economía política de la inseguridad”.

 
Una encuesta realizada hace cuatro años por Censis en diez grandes metrópolis del mundo reveló que los neoyorquinos, que sufrieron en sus carnes los atentados del 11S, le tenían tanto miedo al terrorismo como a perder la posición social. Un miedo muy parecido se observa en la sociedad española. Es el temor a quedar a la intemperie, a ser devorado por cualquiera de esas nuevas fieras que ahora se llaman despido, ejecución hipotecaria, participación preferente, volatilización de los ahorros, precariedad laboral, obsolescencia profesional y un largo etcétera. Ni el ejecutivo mejor pagado está ya a salvo en esta selva. El miedo paraliza, pero no es al temor al que hay que culpar y combatir, sino a sus causas.

Rajoy y sus 'spin doctors'

Por: | 03 de julio de 2012

  Rajoy, en una rueda de prensa en Bruselas

Las batallas de poder se dirimen a veces en unas pocas palabras. Lo hemos visto en el forcejeo semántico que estos días mantienen Mariano Rajoy y los líderes de la Unión Europea (UE) para describir lo que ocurre. Primero la batalla se centró en la naturaleza del rescate y ahora en las contrapartidas. La elección de las palabras no es inocente pues, como ironizaba la revista Time en el titular de su crónica sobre “Como España aceptó ser rescatada”, no es lo mismo decir tomate que decir rescate.

Después de haber pretendido presentar el rescate financiero como una victoria y de haber fracasado en ese intento nada menos que en las portadas de los principales diarios del mundo, la imagen del presidente español quedó seriamente dañada. En un primer momento, el error del presidente y su entorno se atribuyó a una pérdida del sentido de la realidad; a que, sobrepasado por la dimensión del desafío, trataba de negar la evidencia de la misma manera que su antecesor, José Luis Rodríguez Zapatero, trató en 2008 de negar que la crisis hubiera alcanzado a España.

El hecho de que el presidente ni siquiera compareciera ante los medios en un momento tan delicado para el país abona esta idea. Pero lo que dijo cuando lo hizo y la forma en que gestionó la crisis en los días siguientes indican que no estamos ante un error de percepción de la realidad, sino ante un error de cálculo sobre su propia capacidad para condicionar la percepción de los demás. Sobre su capacidad para imponer una determinada visión de lo que ocurre. Algo muy parecido, salvando las distancias, a lo que sucedió en 2004 con la gestión del atentado terrorista del 11M.

La pretensión de modular un estado de opinión favorable parte del convencimiento de que, a base de construir y repetir un relato, es posible llegar a imponer una determinada percepción de la realidad. Forma parte de las estrategias de mercadotecnia política y a eso se dedican los llamados spin doctors, una mezcla de asesores de imagen y expertos en propagada política que con frecuencia recurren al lenguaje y las tácticas orwellianas para presentar las cosas de la forma más conveniente para sus intereses. Para ello utilizan eufemismos, manipulan el significado de las palabras y no dudan en recurrir a las medias verdades o las casi mentiras para lograr sus propósitos distorsionadores. También puede incluir tácticas encubridoras, como decir lo contrario de lo que se hace, o elusivas, como culpar a otros de los errores propios.

Este tipo de estrategia entraña, sin embargo, un alto riesgo. La distorsión es como el veneno. A partir de cierta dosis, mata. El del 11M fue un engaño tan evidente que tuvo un efecto fulminante y contribuyó a que el PP perdiera las elecciones del domingo siguiente. La pretensión de que el atentado era obra de ETA contaba, en principio, con un elemento favorable: era verosímil. Pero intentar imponer esa tesis a toda costa cuando ya todos los indicios señalaban al terrorismo islamista, convirtió esa osadía en puro cianuro.

En la actual crisis del rescate financiero, el engaño resulta menos sangrante, pero el error de percepción es de la misma naturaleza. El rescate ponía en evidencia el que había sido el discurso central del PP de los últimos años. Rajoy iba a sacar a España de la crisis. El PP había convencido a sus electores de que el problema era la forma en que Zapatero gestionaba la crisis. Por el mero hecho de cambiar el Gobierno, decía, la situación iba a cambiar. Seis meses después todos los indicadores habían ido a peor y España se encontraba al borde del precipicio. Su sistema financiero iba a ser intervenido. Para poder mantener el discurso, había que distorsionar la realidad. La consigna fue evitar a toda costa la palabra rescate, minimizar la importancia de la ayuda financiera y presentar como decisiones soberanas o victorias lo que en realidad eran imposiciones.

PeticionImagenCAK56X6HEn este caso, no ha sido tanto la osadía como un exceso de confianza lo que ha conducido a la desmesura. Esa confianza, tenía sin embargo, una cierta base. Al fin y al cabo, negar la evidencia y recurrir a eufemismos encubridores era algo que el PP venía practicando con éxito desde que llegó al Gobierno. Llamar la rescate ayuda financiera no era algo muy distinto de llamar reformas a los recortes, decir que se va a facilitar la contratación cuando lo que se facilita es el despido, o que se adoptan incentivos fiscales para recaudar más cuando lo que se está haciendo es perdonar impuestos a los defraudadores. La lista de ejemplos es larga e incluye perlas como la aportada por el ministro Alberto Ruiz Gallardón al afirmar que Carlos Dívar iba a “salir reforzado” de la acusación de malversación, que ilustra muy bien el tipo de distorsión del estamos hablando.

¿Por qué en el caso del rescate no ha funcionado? Por su dimensión internacional. Cuando la batalla se centra en asuntos domésticos, la reacción a la manipulación queda diluida en una guerra de versiones. El objetivo es siempre imponer el propio discurso y, si no es posible, por lo menos neutralizar la crítica o la disidencia por la vía de reducirla a “la otra versión” de los hechos. Para ello es muy importante disponer de múltiples altavoces. En esto el PP cuenta con una posición muy favorable porque el ecosistema mediático está articulado en España de forma muy desequilibrada. El bloque ideológico que va del centro a la derecha extrema tiene un gran número de cabeceras y emisoras. El que va del centro a la izquierda, muy pocas. Esto tiene mayor importancia de lo que parece. Aunque muchos de los medios sean deficitarios y tengan audiencias reducidas, contribuyen a dar la impresión de que el relato es ampliamente compartido.

Así pues, mientras el asunto en cuestión se circunscriba al ámbito doméstico, las posibilidades de éxito son altas. Pero cuando, como ocurrió con el atentado del 11M y ahora con el rescate financiero, lo que está en juego trasciende las fronteras nacionales, el control del relato es mucho más difícil. Y el riesgo de fracaso mucho mayor. Eso es lo que los spin doctors de Rajoy no calibraron bien. 

La prensa internacional no dudó en calificar el rescate de rescate y los gestos destinados a ocultar la realidad y presentarlo como una victoria sin contrapartidas fueron interpretados como signos de prepotencia y de falta de rigor. “Rajoy exhibe el rescate como una victoria”, tituló, escandalizado, el Financial Times en portada. Rajoy trata ahora de recuperar imagen y lo ha conseguido en parte colocándose en la estela de los presidentes francés e italiano, pero los errores cometidos en la gestión inicial del rescate le pasarán factura. De momento le ha quebrado el discurso y ha desenmascarado la estrategia orweliana que utiliza: llegó al Gobierno prometiendo contar siempre la verdad y llamar a las cosas por su nombre y lleva seis meses haciendo justo todo lo contrario. Pero esta vez no ha colado y además el truco ha quedado expuesto a la vista de todos con luces de neón.

El País

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