A los periodistas nos va a pasar como a esos payeses y campesinos que han visto cómo el mundo daba la vuelta y lo que hasta entonces había sido tan importante, la tierra, su trabajo, y finalmente el producto que lograban cosechar, perdía prácticamente todo su valor. Una aproximación ecológica a la crisis del periodismo permite observar que hay muchas más similitudes de las que parece entre el productor de noticias y el productor de tomates. Y de seguir las cosas por el rumbo emprendido, es posible que algún día, cuando ya el proceso sea irreversible, la ciudadanía añore el buen periodismo como ahora añora la variedad y el sabor de los tomates de su infancia.
Todo empieza con la globalización de los mercados. Este es el signo central de los tiempos que vivimos, y es consecuencia directa de la revolución tecnológica que ha permitido una movilidad y una rapidez en la comunicación sin precedentes. Esa revolución permite transportar en muy poco tiempo y a largas distancias productos perecederos que antes debían consumirse en las proximidades del lugar donde se cultivaban. La consecuencia es que, aunque no tenemos ninguna necesidad de comer uvas en abril y cerezas en diciembre, lo hacemos porque podemos permitirnos el gusto y el coste del queroseno que los pone a nuestro alcance. Pero en el camino, los payeses han perdido el dominio del producto y ya no compiten solo con los que de la región de al lado, ni siquiera con los del país vecino, sino con todos, incluidos los de las antípodas. Al final del proceso, el payés pierde y el producto se resiente. Ya casi no quedan productores independientes de tomates y solo unas pocas variedades llegan al mercado: las que crecen más rápido, resisten mejor las plagas o aguantan más tiempo fuera de la mata, aunque no tengan ningún sabor.
En el caso del periodismo, la revolución tecnológica ha permitido ampliar las audiencias como nunca antes habían soñado los periodistas. Los lectores de un diario ya no se cuentan por cientos de miles, sino por millones y el mercado de un diario no se limita a lo que alcanza su red de distribución en el territorio, sino a lo que abarca la lengua en la que está escrita la noticia. Internet permite comunicar cualquier contenido, tanto de texto como audiovisual, en cualquier momento y de forma instantánea, y ser consumido en cualquier parte del mundo a cualquier hora. La revolución tecnológica ha permitido romper la antigua dependencia respecto del espacio y del tiempo y eso está propiciando un colosal y acelerado cambio de hábitos en el consumo de los contenidos periodísticos. Ya no es preciso estar sentado frente al televisor en el momento que comienza Salvados, por ejemplo, porque puede verse en cualquier otro momento on line. Tampoco hace falta ya comprar el periódico en el quiosco, porque el lector puede acceder a todo lo que contiene y mucho más, incluidas las imágenes y la banda sonora original de lo que ocurre, a través del ordenador, de la tableta o del móvil, desde cualquier lugar en el momento que más le convenga.
El segundo movimiento de este proceso está aún en curso. Es un cambio en la asignación de valor. En el caso de los payeses, la ampliación del mercado produce un desplazamiento hacia el distribuidor del valor que antes se concentraba en el productor. Como lo importante es la capacidad de distribuir en el menor tiempo la mayor cantidad al mayor mercado posible, es el distribuidor el que pasa a tener el control del proceso, y es el que, al poder determinar el precio, acaba teniendo también el control del producto. Lo hemos visto en los tomates. La concentración de la producción en los invernaderos de Almería se llevó por delante a miles de pequeños productores esparcidos por todo el territorio español. Luego, los grandes distribuidores se hicieron con el control de los invernaderos y al final, todo el proceso lleva camino de terminar en las mismas manos: el invernadero que los produce, el camión que los transporta y, ya veremos si con el tiempo, también la gran superficie comercial a través de la cual llegan al consumidor.
Algo parecido está ocurriendo con el periodismo. La asignación de valor se está desplazando de la producción de contenidos a la distribución. Se ha hablado mucho del daño que les está haciendo a los periódicos la cultura de la gratuidad que ha propiciado Internet. Pero en realidad no hay tal gratuidad. Se puede acceder a un periódico como EL PAÍS, es cierto, de forma gratuita, pero para ello antes se ha tenido que pagar ya una considerable cantidad de dinero. De entrada, la parte alícuota de lo que cuesta el ordenador o la tableta, que hay que cambiar cada dos o tres años porque ese es el tiempo de la obsolescencia informática. Y también lo que cuesta cada mes el ADSL o la fibra óptica que permite acceder a Internet. En los 1,30 euros que el lector paga en el quiosco por un diario se incluyen los contenidos, por supuesto, pero también lo que cuesta el papel y llevar el diario hasta ese lugar. El lector de la edición digital no paga por los contenidos, ciertamente, pero antes ha tenido que pagar. ¿A quién? Al transportista. El problema es que quien produce la noticia no recibe nada del dinero que el lector ha pagado por llegar hasta el contenido que le interesa, y en cambio ha de correr con el coste de producirlo. El valor se ha desplazado del artículo al vehículo.
Se da además la circunstancia agravante de que la otra gran fuente de ingresos de los medios de comunicación, la publicidad, se está desplazando también del productor al distribuidor. En este caso, a los navegadores que, como Google, controlan el tráfico. Una proporción muy alta de los ingresos por publicidad que antes tenían los periódicos, se queda ahora en la red.
¿Quedarán productores de noticias independienes? ¿Ocurrirá como en el caso de los tomates, que el distribuidor acabe tomando el control de todo el proceso y al pobre payés de las noticias ya ni siquiera le salga a cuenta recolectar el fruto de su trabajo?
Eso es lo que está por verse en en los próximos años.