Uno de los misterios más intrigantes de la evolución que está tomando el proceso de toma de decisiones en esta sociedad marcada por la comunicación instantánea es el desprecio que los agentes políticos muestran con frecuencia por los datos empíricos. Podría decirse que la sociedad política desprecia, y lo hace cada vez con mayor descaro, lo que la sociedad científica considera de mayor valor: el dato objetivo, el método. Ambos son esenciales a la hora de abordar y plantear los problemas y poder llegar a una conclusión lógica basada en comprobaciones empíricas. La sociedad política española muestra cada vez más, y a veces con una osadía pasmosa, su desprecio por el valor del dato, de los hechos comprobados. No importa lo que ha ocurrido. Lo que importa es cómo lo contamos. Nos adentramos cada vez más en una cultura política en la que cuenta más el relato construido que la realidad misma.
En esta cultura, cuando un dato empírico pugna por abrirse camino y convertirse en evidencia incontestable, resulta muy fácil para los intereses amenazados o interpelados organizar la forma de neutralizarlo. Una de las maneras de hacerlo es cuestionar el dato mismo. Otra, tratar de desviar la atención hacia aspectos colaterales.
Ambas estrategias han sido utilizadas a propósito de la huelga general del miércoles 14 de noviembre y de las manifestaciones convocadas para protestar por los recortes sociales. No es la primera vez que eso ocurre, pero sí una de las más evidentes. La estrategia de negar los hechos y falsear la realidad se ha centrado de nuevo en el cuestionamiento de las cifras. La sociedad española parece ya resignada a que los organizadores de las manifestaciones mientan por elevación y los interpelados mientan también, pero en sentido contrario.
Últimamente, sin embargo, la guerra de cifras está alcanzado niveles de distorsión que resultan esperpénticos. La autoridad gubernativa calculó que la manifestación de Alicante había reunido a 35.000 personas, exactamente la misma cifra de asistentes que la Delegación del Gobierno atribuyó a la manifestación de Madrid. Es evidente que algo no cuadra. Lo mismo ocurrió con la manifestación de Barcelona. La Delegación del Gobierno en Cataluña cifró en 50.000 los asistentes, 15.000 menos de los que dijo que se habían congregado en la concentración del Día de la Hispanidad, cuando esta apenas pudo ocupar medio aforo de la plaza de Cataluña y la manifestación de la huelga llenó por completo el Paseo de Gracia y parte de sus aledaños.
Nos se puede desafiar de este modo la lógica. Es un insulto a la inteligencia colectiva. No en una sociedad repleta de cámaras que toman imágenes panorámicas, como la que se ve arriba del entorno de la plaza de Colón de Madrid. Y sin embargo, lo hacen, con el mayor descaro y sin coste político alguno. Y muchas veces logran el efecto perseguido: si no consiguen neutralizar la evidencia, al menos siembran confusión.
Cualquiera que comparara las portadas de los diarios del día siguiente al de la jornada de huelga podía observar todo el abanico posible de interpretaciones de lo que había ocurrido. ¿Dónde estaba la verdad? ¿Cuál de ellas se acercaba más a la realidad? Ante versiones tan antagónicas, el lector tenía dos opciones, creer a pies juntillas lo que dijera el medio de su preferencia, o no creer ninguno, porque de la comparación no podía extraer conclusión alguna. Las distancias eran insalvables: del paro "Muy general" que figuraba a toda página en la portada de El Periódico, o el "Clam general" que también destacaba El Punt Avui, al "Fracasados sin futuro" que llenaba la portada de La Razón o el muy explícito "De fracaso en fracaso" de El Mundo. En un terreno intermedio se situaba La Vanguardia, con el titular "Huelga limitada", mientras EL PAÍS opaba por un titular descriptivo: "Cientos de miles de personas exigen en la calle a Rajoy que rectifique".
La estrategia de la distorsión no tendría ningún efecto sin el concurso de medios de comunicación que, por razones ideológicas o partidistas, secundan este planteamiento. Cuando desprecia los datos y se permite ignorar los hechos comprobables, el periodismo se hace acreedor de la misma desconfianza que está minando la credibilidad de la política.