Ha tardado tres semanas, pero finalmente ha quedado oficialmente acreditado que el informe policial sobre las supuestas cuentas bancarias en Suiza de Artur Mas y otros dirigentes de CiU, publicado por el diario El Mundo, es falso. El comisario jefe de la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal de la Policía, a la que se atribuía el documento, asegura en un informe elevado al juez que ni la unidad ni ninguno de sus miembros han elaborado informe alguno. Aclarado este punto, se abre ahora una interesante cuestión: ¿Quién se lo ha inventado?
El caso tiene mucha más trascendencia de lo que se quiere reconocer porque es un ejemplo claro de hasta dónde puede llegar el “todo vale” en periodismo y en política. Recordemos los hechos: el 16 de noviembre, en plena campaña electoral, el diario El Mundo publicó un supuesto informe policial que echaba fango sobre el candidato a la presidencia de la Generalitat, Artur Mas, y otros dirigentes de CiU, a quienes se atribuía el cobro de comisiones ilegales y el desvío de importantes sumas de dinero a cuentas bancarias radicadas en Suiza. La información alteró por completo la campaña electoral, pues el PP no dudó en aprovecharla para atacar a Mas, pese a que en ningún momento pudo acreditar la autenticidad del informe. Nunca se sabrá si este oscuro episodio tuvo o no incidencia en los resultados electorales, pero lo que sí va quedando ya claro es que todo el asunto se basa en una gran manipulación informativa.
Muchos querrían ahora echar arena sobre lo que finalmente ha quedado como el verdadero escándalo, el periodístico. Lo ocurrido tiene mucho que ver con lo que estos días se discute a propósito de las conclusiones de la comisión Leveson en Reino Unido: cómo puede la sociedad defenderse de unos medios que sistemáticamente se saltan los semáforos en rojo.
La comisión Leveson fue creada para analizar el comportamiento de los medios tras conocerse que, para obtener sus exclusivas, el diario sensacionalista News of the World había recurrido a procedimientos ilegítimos que incluían escuchas ilegales, pagos a cambio de información y una connivencia con la policía que dejaba en situación de indefensión a las víctimas. Las conclusiones del informe han provocado una intensa polémica sobre la necesidad o no de regular por ley, visto el fracaso de los mecanismos de autorregulación, los límites que la prensa no debe traspasar. La comisión propone una regulación legal pero el presidente del Gobierno británico, David Cameron, ha dado un corto plazo a los editores de prensa para que hagan una propuesta de autorregulación creíble, de lo contrario, regulará por ley mecanismos de control de la prensa.
Tanto los editores como los periodistas han sido siempre reticentes a una regulación legal. Consideran que cualquier mecanismo de control que se cree será susceptible de ser utilizado contra la libertad de expresión y el derecho a la información por parte de los poderes públicos, y eso puede provocar un daño mayor del que trata de evitar. El argumento es sólido, pero una cosa es crear mecanismos que puedan actuar como una mordaza para la prensa incómoda, y otra muy distinta permitir que determinada prensa irresponsable, amparándose en una pretendida libertad de informar, pueda manipular y falsear la realidad con total impunidad. Entre uno y otro extremo debe poder caber algún compromiso basado en la honestidad periodística.
En el caso del falso informe policial se observan dos niveles de responsabilidad: la de quienes, sin atender los mínimos requisitos de exigencia profesional, publican el informe, y la de quienes, desde la cúpula del PP y obviando los problemas de verificación que presenta el documento, se lanzan a obtener rédito electoral del mismo.
Vayamos a la parte que aquí nos interesa, la periodística. Con frecuencia llegan a las redacciones informes o escritos sobre supuestos escándalos que nunca se publican porque, cuando se verifican los datos, se comprueba que son falsos. El informe reproducido por El Mundo no tenía firma, ni sello, ni destinatario y el logotipo policial podía se fruto de un trabajo de "composición". Tal como estaba presentado, podía ser perfectamente una invención. Y sin embargo, se publicó dando por segura su autenticidad. Y en un intento de ponerse la venda antes de producirse la herida, el propio diario delató lo endeble de su posición al insistir en la propia información y en cuantos foros fue requerido, que se trataba de un “borrador” de informe policial.
Ese fue el primer semáforo que se saltó en rojo. Suponiendo que alguien de la citada unidad policial hubiera filtrado unos documentos, la condición de “borrador” debería haber llevado a rechazar de plano su publicación. Si esa conducta es exigible en cualquier caso, más todavía en unas acusaciones tan graves y con tanta repercusión política. Se supone que un borrador es un trabajo incompleto y lo que allí figura está aún pendiente de verificación, por eso no ha pasado a la categoría de informe definitivo. Insistir en que se trata de un borrador equivale a confesar que la información contenida no ha sido verificada. La conducta responsable hubiera sido, en cualquier caso, esperar a conocer el informe definitivo.
Este hecho tiene mayor importancia de lo que parece. Durante mucho tiempo, la prensa rigurosa consideró necesario que un juez admitiera a trámite una querella antes de publicar el caso. Se consideraba que la apreciación de "indicios racionales" por parte de un juez era un dique de contención adecuado para evitar la pena de banquillo y las consecuencias que podrían derivarse de una denuncia falsa. Pero ese dique de contención hace tiempo que cayó abatido por los francotiradores de un periodismo de dosier disfrazado de periodismo de investigación. Si se considera lícito publicar borradores de informes, ¿por qué no borradores de borradores? El mismo criterio serviría para publicar cualquier acusación, bajo el pretexto de que es algo que la policía debe investigar. En este caso, el diario creyó salvar su credibilidad “advirtiendo” de que se trataba de un “borrador” pero, al hacerlo constar, lo que hacía en realidad era proclamar su falta de responsabilidad.
El segundo semáforo en rojo fue publicar un informe sin poder acreditar ni su origen ni su autoría. ¿Qué valor informativo tiene algo de lo que nadie se responsabiliza? Se supone que, cuando decide publicarlo, el medio avala la autenticidad de la fuente. El informe, se dijo, había sido elaborado por la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal de la Policía, pero cuando el juez llamó al comisario jefe de esa unidad para que le explicara lo que hubiera, este aseguró no tener constancia de que tal informe existiera. El periódico estaba en un brete, pero algunos poderes del Estado salieron en su ayuda. Cuando el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña emitió un comunicado informando sobre la declaración del jefe policial ante el juez, la Dirección General de Policía que dirige Ignacio Cosidó emitió un contra-informe de redactado de forma calculadamente ambigua cuya única finalidad era dar pábulo a la existencia del informe.
Asombrosa fue también la actuación del Sindicato Unificado de Policía, que convocó a la prensa para entregarle los supuestos documentos policiales y apuntalar una teoría de la conspiración según la cual, ni los jueces, ni los fiscales, ni los responsables policiales de diferentes cuerpos habrían querido investigar las graves acusaciones contra Mas y los dirigenes nacionalistas. Deliberadamente se ignoraba que única parte judicialmente sustantiva del presunto informe, la posible financiación irregular de Convergència a través de donaciones al Palau de la Música, ya figuraba en el sumario del caso Palau y el juez había impuesto una fianza 2,3 millones de euros al partido como responsable “a título lucrativo” de la percepción de las comisiones ilegales que se investigan.
Finalmente, fue el sindicato policial quien remitió al juez del caso Palau los papeles de la discordia. A esas alturas, el grado de confusión creado en torno al informe era capaz de marear al observador más perspicaz. El efecto perseguido se había logrado con creces, la campaña electoral catalana se había enfangado hasta la rodilla y lo que quedaba era organizar la bruma que cubriera la retirada. Finalmente, el jefe de la Unidad de Delincuencia Económica y Fiscal ha zanjado oficialmente el asunto a requerimiento del juez al certificar que el documento publicado por El Mundo no había sido redactado por la unidad de dirige ni por “ninguno de los funcionarios que la integran”.
¿Quién lo ha redactado entonces? ¿Nadie tiene que dar una explicación sobre lo que se ha publicado? Lo que ha puesto de manifiesto la historia del falso informe es un modo de operar. Una conducta que ya habíamos observado en otras ocasiones, consistente en crear una falsa realidad a base de manipulaciones periodísticas destinadas a lograr determinados fines políticos. Eso no es periodismo. Es otra cosa. Lo cual nos lleva de nuevo al debate sobre el informe Leveson. Lo ocurrido entraría dentro de las prácticas que la citada comisión considera reprobables.
Si la prensa no es capaz de articular mecanismos de autorregulación verdaderamente eficaces, no debemos extrañarnos de que la sociedad acabe exigiendo una regulación legal que impida este tipo de abusos.