Un tweet de Antonio Caño me condujo a un artículo publicado en el dominical del The New York Times en el que Erin Callan, que había sido directora financiera del banco de inversiones Lehman Brothers, exponía sus amargas reflexiones sobre su vida de alta ejecutiva. El título me enganchó inmediatamente pues planteaba una cuestión que, tras cinco años de inmisericorde crisis económica, ha pasado a formar parte del paisaje cotidiano. "Is there life after work?" "¿Hay vida después del trabajo?"
Erin Callan explicaba en ese artículo que cuando trabajaba para Lehman Brothers, su vida entera giraba en torno al trabajo y era tan entusiasta y tenía tanta energía que cuando alguien le preguntó a su marido qué hacía el fin de semana, imaginando que habría estado escalando o algo por el estilo, él contestó la verdad: dormir. Dormir para recargar baterías y afrontar con energía la muy estresante, competitiva y absorbente vida entre las cristaleras de Leman Brothers, repletas de "amos del universo" dispuestos a todo para aumentar la cuantía de sus "bonus".
Mientras leía su testimonio venían a mi cabeza las terribles primeras escenas de la película Margin Call, en las que puede verse cómo un equipo de "ejecutores" llega de repente a la sede del banco y va llamando, por sorpresa y sin previo aviso, uno a uno, a los que ese día tendrán que pasar por el pelotón de ejecución de un despido fulminante. La notificación es irreversible y conforme las palabras que lo materializan salen de boca de los tecnocráticos verdugos, se van cortando materialmente los hilos del cordón umbilical que hasta ese momento les unía a la empresa: la cuenta del teléfono móvil, el acceso al servidor, la tarjeta corporativa....
Erin Callan no explica si a ella también la despidieron de esa gélida manera, ni si le dieron el ignominioso panfleto psicológico destinado a hacerle ver, por si en ese momento de shock le faltaba clarividencia, que el despido no era un asunto "personal" y que lo mejor que podía hacer era tomárselo como una "oportunidad". La oportunidad de un "nuevo comienzo", como se decía ambién en los muy profesionales y expeditivos despidos que habíamos visto en la película Up in the air.
Lo que sí explica Erin Callan es que se sintió devastada. Hasta ese preciso momento, su vida había girado por entero en torno a su carrera profesional y, aunque tenía familia y amigos, apenas era consciente "del resto de su vida". Ahí estaba el problema. Después de 20 años de entrega absoluta, de no vivir su vida, había sido declarada redundante, prescindible, en algún remoto despacho. En el aturdimiento que siguió a la brusca ruptura de esquemas, tenía dificultades incluso para saber siquiera quién era. Porque ella, hasta ese momento, solo era "lo que hacía".
Le costó sobreponerse. Ahora, Erin Callan parece haber encontrado el sentido del "conjunto" de su vida, pero se da cuenta de que muchos de los deseos del tiempo perdido son ya irrecuperables. Y otros tal vez no, pero en todo caso serán difíciles de alcanzar. Por ejemplo, la oportunidad, a sus 47 años, de ser madre. Su testimonio ha avivado un debate que antes habían planteado otras altas ejecutivas, como Sheryl Sandberg, diectora de operaciones de Facebook, o Marissa Mayer, CEO de Yahoo, sobre el desequilibrio entre la vida y la profesión.
Pero creo que, para llegar a sus últimas consecuencias, a Erin Callan le falta dar un paso más en su reflexión. Porque no es solo una cuestón personal. Le falta preguntarse por qué ella y tantos otros se han visto abocados a esa situación. Si, pese a que seguramente en todo momento se sintió libre de tomar las decisiones que tomó y de hacer las renuncias que hizo, era realmente tan libre como creía.
Ciertamente nadie le impedia vivir de otro modo. De hecho, mucha gente decide dar un vuelco a su vida de ejecutivo estresado y abandona en mitad de la carrera. Pero el ejercicio de esa libertad exige una decisión muy radical: renunciar a todo. Estar o no estar en el sistema. Esa es la cuestión. Porque en el modelo profesional que rige, dominado por una competitividad extrema, no se puede estar medias. Quien no esté dispuesto a entregarse en cuerpo y alma, difícilmente sobrevivirá.
Steve Jobs, el creador de Apple, en un discurso dirigido a directivos de las grandes corporaciones les aconsejaba regalar a sus subordinados ordenadores y móviles de última generación, sin reparar en gastos, porque eso redundaría en beneficio de la empresa. De lo que se trataba era de facilitar que todos sus cuadros pudieran trabajar "en todo momento". “A veces una idea genial surge estando en la bañera”, argumentaba. Las empresas no solo exigen una dedicación total a sus cuadros
directivos. Quieren también una identificación total.
Pero las condiciones de este tipo de relación vienen determinadas, en último término, por un modelo productivo general que tiende a dividir la vida en tres tercios, desconexos y hasta antagónicos. El primer tercio, que ya casi llega hasta los treinta, es de preparación. De acumulación de conocimiento, habilidades y destrezas profesionales orientadas a la fase productiva. En este tiempo, en general dependiente, son la familia y el Estado quienes asumen el coste.
El segundo tercio es el de realización. Comienza al entrar, de forma más o menos estable, en el mercado laboral. Cuando eso ocurre, hay por delante, si hay suerte, treinta años de profesión. Al principio parecen muchos, pero pasan rápido. Enseguida se percibe que hay que ir deprisa y a por todas, porque el tiempo vuela y no se puede perder ninguna oportunidad. Hay que darlo todo en esa etapa que es también de acumulación, pero en este caso de bienes materiales.
La competencia es feroz y si se quiere progresar y llegar profesionalmente vivo a los 60, no se puede descuidar ni un segundo porque, como dice Zygmunt Bauman, en estos tiempos líquidos, “el progreso se ha convertido en algo así como un persistente juego de las sillas en el que un momento de distracción puede comportar una derrota irreversible, una exclusión inapelable”. La amenaza de perder la silla está siempre ahí, omnipresente, de manera que “en lugar de grandes expectativas y dulces sueños, el progreso evoca un insomnio lleno de pesadillas en las que uno sueña que se queda rezagado, pierde el tren o se cae por la ventanilla de un vehículo que va a toda velocidad, y que no deja de acelerar”, dice Bauman. La entrega, pues, ha de ser total, y más ahora, sabiendo que a los 55, el profesional más brillante puede ser declarado prescindible.
Al tercer tercio de la vida pocos entran de forma plácida. Muchos son arrojados a ella abruptamente: o los han despedido o se han ido a pique con la propia empresa. Con suerte, quedan por delante otros treinta años. Pero la jubilación anticipada no supone solo la muerte profesional. En muchos casos puede significar también la muerte civil. Y en aquellos que durante el tercio productivo han confundido el ser con el hacer, tal vez un pasaje a la depresión. Treinta años improductivos, cualquiera que sea la experiencia y la sabiduría acumulada, de caída forzosa de los ingresos y sin otro horizonte que esperar el declive final.
La vida en tres tercios. Este es el modelo y no resulta fácil escapar de él. El primero de preparación y espera para llegar al segundo, tan absorbido por el trabajo que se dejará de lado “el resto de la vida” para poder alcanzar en buenas condiciones el tercero, al que de todos modos se llegará exhausto. En esta cultura mercantilista en que todo tiene un precio, ¿qué valor contable le damos a la vida que hemos dejado de vivir? ¿Qué sentido económico tiene explotar hasta hasta anularla la vida de una persona, y tirar después por la borda sus altas capacidades sin la menor consideración?
¿No sería mejor un poco más de armonía vital, unas transiciones más suaves en las diferentes etapas y un mejor balance entre vida y profesión? Para eso haría falta cambiar muchas cosas.