Tanto escándalo con los escraches, y ya se ha visto el poder de coacción que tiene este denostado procedimiento de protesta. Nulo. La Plataforma de Afectados por la Hipoteca los había convocado para presionar a los diputados del PP para que adoptaran las propuestas contenidas en la iniciativa legislativa popular que había presentado en el Congreso de los Diputados con el aval de casi un millón y medio de firmas. El movimiento había cosechado un primer éxito al torcer la pretensión inicial del PP de no tomar siquiera en consideración el proyecto legislativo. La rectificación hizo albergar esperanzas de que, con la ayuda de la oposición parlamentaria y la presión ciudadana, las propuestas de la plataforma pudieran tener recorrido legislativo. Ya se ha visto que no. El PP ha aplicado el rodillo de su mayoría absoluta no solo para evitar que la iniciativa legislativa popular llegara a votarse, sino para que el proyecto de ley refundido, en cuyo contenido no se reconocen ni la plataforma ni los partidos de la oposición, pueda salir adelante sin tener siquiera que ser debatido en el pleno del Parlamento.
A este proceder, en puridad, no se le puede llamar coacción, porque es legal, pero es una afrenta para los ciudadanos que apoyaron la iniciativa y supone el desprecio prepotente de este procedimiento de participación ciudadana en las tareas legislativas. Semejante burla no deja de ahondar la crisis de intermediación en la que ha caído la política representativa.
Toda la polémica creada en torno a los escraches ha sido utilizada además para distraer la atención de lo fundamental: el colosal conflicto de intereses que se dirime en esta ley. Lo que se decide es quién y en qué medida ha de pagar esta parte del desaguisado de la burbuja inmobiliaria. Si los costes derivados de la crisis financiera se han de repartir de forma más equitativa entre el deudor y el acreedor, o ha de recaer fundamentalmente como hasta ahora sobre el desahuciado.
Cada parte ha sacado sus mejores armas. Y ya se ha visto que eran muy desiguales. Simplificando: lobbys contra escraches. Pese al escándalo que ha rodeado el “acoso” público a los políticos en la puerta de sus casas, los escraches han demostrado infinitamente menos poder de persuasión e intimidación que el que ha logrado ejercer, con la discreción de las serpientes, el sistema bancario. La “presión de los pobres” como se ha bautizado a estos escraches, es alborotadora y molesta. El lobby de mantel en cambio es discreto y no solo es mucho más agradable para sus señorías, sino también mucho más efectivo. Y sobre todo, no perturba la paz de las calles, no rompe las reglas del juego.
Ocurre sin embargo que estas reglas son cada vez más discutidas. Cada vez hay más gente dispuesta a saltar por encima de ellas, dada la nula efectividad de los canales previstos para defender sus legítimos intereses. Se podrán discutir las formas y los límites que han de tener los escraches, pero no cabe duda de que son una respuesta defensiva frente a la insensibilidad de los gobernantes. Y si han causado tanta incomodidad es por lo que rtienen de transgresión de unas reglas percibidas como tramposas por quienes no tienen otro modo de presión que llevar a la calle su desesperanza.
Se puede acosar y oprimir por decreto, llevar a las personas a la miseria sin que hayan tenido nada que ver con la crisis financiera que les ha sentenciado, se puede indultar con descaro a los poderosos y hasta cambiar toda una legislación para beneficiar a una sola persona si es un banquero, pero no se puede “señalar” a quienes cometen tales atropellos. Y por supuesto, no se puede someter a escarnio público a quienes, con el poder que les ha concedido la ciudadanía, lo permiten.
Resulta sorprendente la vehemencia que han puesto en la defensa de la esfera privada de los políticos unos cargos electos que comparten escaño y hasta consejo de ministros con quienes no solo no hacen esos distingos a la hora de relacionarse con el poder económico, sino que en su vida privada aceptan confetis y prebendas a través de los vasos comunicantes que han establecido entre sus cargos públicos y sus cuentas corrientes.
Los escraches han puesto en evidencia las enormes carencias de un sistema de representación política que no contempla la rendición de cuentas más allá de las elecciones que se celebran cada cuatro años. Un sistema que permite que los cargos electos puedan transgredir el contrato que establecieron con el ciudadano a través del programa electoral cada vez que le convenga sin tener que dar explicaciones a nadie más que a quien les ha colocado en las listas.
Los escraches son perturbadores, ciertamente, pero ni son "nazismo puro" como sostiene Dolores de Cospedal, ni la expresión de un "anarquismo disolvente" como dice Felipe González. Quienes los califican con tanta severidad deberían preguntarse por qué estas protestas han tenido y siguen teniendo tanto apoyo ciudadano. Hasta un 89% de quienes respondieron hace un mes a la encuesta de Metroscopia para EL PAÍS expresaron su apoyo a ellas. Y a pesar de la feroz campaña de criminalización lanzada por el PP contra la Plataforma de Afectados por la Hipoteca y su líder, Ada Colau, el poyo seguía siendo hace unos días del 78%.
La Plataforma de Afectados por la Hipoteca valora suspender de momento la campaña de los escraches. Pero la crisis se ha cerrado en falso. Puede que de momento este modo cínico de ejercer el poder se haya salvado, pero también puede ocurrir que el deteriorado sistema de representación que lo ampara no sobreviva mucho tiempo para contarlo. Y hasta es deseable que esto suceda.
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