Nunca antes el frágil Estado de Bienestar que habíamos construido en España había sufrido una deslegitimación tan insistente como ahora. La crisis ha sido la excusa, pero el desmantelamiento de lo público forma parte de una agenda política previa, la del neoliberalismo, que tuvo en los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher a sus mejores valedores. Cuando en Inglaterra están ya de vuelta porque han podido comprobar el desastre que ha supuesto la privatización del transporte público o la sanidad, aquí estamos en el camino de ida.
La ofensiva se concreta en una oleada legislativa que debilita las instituciones de defensa colectiva, como la legislación laboral, o de protección frente a la adversidad, como el sistema de pensiones o la sanidad pública. Esas reformas, que en realidad son retrocesos, se justifican en base a dos premisas: que el actual modelo es insostenibles y que resta competitividad a la economía.
En realidad, tales premisas no han sido sometidas a un verdadero debate político porque lo que se pretendía no era discutir cómo preservar el Estado de bienestar, sino justificar la necesidad de recortarlo. Hay que reconocer que esta estrategia ha tenido éxito, y no solo porque el miedo esparcido por la crisis ha disminuido la capacidad de reacción, sino porque ha encontrado el campo ideológico bien abonado. Este tipo de batallas no se ganan o se pierden cuando se vota en el Parlamento la reforma laboral o de la de las pensiones, sino mucho antes. Tal vez décadas antes, cuando se fijan los marcos conceptuales en los que más tarde quedará encorsetado el debate. Y en España, esos marcos se establecieron hace ya tiempo, de la mano de unas ideas liberalizadoras que, a modo de silenciosos caballos de Troya, penetraron en el discurso político sin encontrar apenas resistencia.