Jordi Évole se había ganado un merecido prestigio gracias a un programa que combinaba osadía, inteligencia y seriedad. Salvados había conseguido niveles muy altos de credibilidad con un tipo de periodismo inquisitivo, que no se contenta con la primera respuesta ni con la versión oficial de los hechos. Cierto que en el formato incluía en ocasiones ligeras concesiones a la “puesta en escena”, pero nunca habían llegado a comprometer el prestigio del programa pues servían a la eficacia narrativa sin distorsionar el contenido. Con el falso reportaje sobre el 23F, Jordi Évole ha traspasado una línea, ha dado un triple salto mortal del que es posible que no salga indemne.
Siempre quedará la duda de si la razón última del experimento era poner en cuestión la opacidad sobre lo ocurrido el 23F o más bien ganar audiencia a costa de uno de unos hechos que ha marcado la historia reciente de este país y sobre el que más se ha escrito y publicado. Con Operación Palace Évole logró encaramarse hasta el 23,9% de share, con 6,2 millones de espectadores en el momento de máxima audiencia. Todo un éxito. Pero el procedimiento seguido para lograrlo no es neutro. Tiene su iatrogenia. El propósito podía ser legítimo y hasta loable: mostrar hasta qué punto los medios son capaces de manipular, de mentir, de distorsionar la realidad. Generar un debate en la profesión y entre los espectadores sobre esta cuestión puede ser interesante y hasta necesario, pero me temo que no todo vale para generar polémica, igual que no todo vale para ganar audiencia. En periodismo, la forma, los medios, sí que importan. Se puede experimentar con los formatos, con los estilos, con la manera de narrar las noticias, siempre que no se ponga en cuestión lo más importante: la veracidad del contenido y la credibilidad del medio.
El procedimiento es lo que empaña el resultado. Y puede volverse contra sus creadores, no solo contra Évole, sino también contra quienes han participado en la pantomima. Porque lo que se puso en juego para lograr el propósito declarado era nada menos que la autoridad de las fuentes y la credulidad de los espectadores. Si políticos y periodistas pueden ser tan eficaces mintiendo, ¿cómo sabremos cuándo dicen la verdad? El resultado es una pérdida de confianza en todos los medios y todas las fuentes.
Solo la presencia de esas fuentes solvenes podía hacer verosímil una teoría tan descabellada como la de que, para anticiparse al golpe de Estado que se estaba preparando, el Gobierno de Suárez, con la complicidad de políticos y periodistas, había pergeñado una representación teatral “preventiva”, dirigida por el cineasta José Luís Garci, a la que se habría prestado incluso el Rey. Únicamente el coronel Tejero habría creído que se trataba de un golpe de Estado real. De no llegar arropada con el formato del periodismo de calidad, semejante versión hubiera conducido directamente a la hilaridad. Y sin embargo, muchas personas creyeron lo que estaban viendo y su única duda fue, durante buena parte del programa, como atestigua Twitter, cómo era posible que eso se hubiera podido mantener oculto durante tanto tiempo.
Si se quería suscitar un debate sobre la necesidad de permitir el acceso a documentos sobre el 23F que todavía están clasificados, podían haberse utilizado muchos otros procedimientos. No hay que matar para demostrar que la muerte es terrible. Y si de lo que se trataba era de hacer un experimento televisivo sobre el dilema de si es posible "conocer una verdad a través de una mentira" o, lo que es lo mismo, hasta qué punto se puede mentir para sostener una verdad, algo recurrente en el debate periodístico, debían saber que el procedimiento para hacerlo no suele ser neutral.
Como experimento televisimo para generar debate podía ser interesante, pero tampoco era innovador. Y eso es lo que contribuye a la sospecha de que lo que se pretendía en realidad era dar la campanada para ganar audiencia. Se han recordado los dos antecedentes más conocidos. El primero fue la adaptación radiofónica que hizo Orson Welle en 1938 de “La guerra de los mundos” en la cadena norteamericana CBS. El relato de cómo las naves marcianas estaban invadiendo el país era tan realista y verosimil, que muchos oyentes entraron en pánico. El segundo fue un documental titulado “Operación Luna”, emitido por el canal francés Arte el día de los Inocentes de 2004. En forma de documental, se sostenía, con testimonios trucados, que la misión Apolo XI que llevó a dos astronautas a la luna en 1968, había sido un montaje del Gobierno de Richard Nixon. Los paralelismos entre “Operación Luna” y “Operación Palace” son evidentes. Ambos adoptan el formato de documental, ambos se sostienen con falsos testimonios y ambos utilizan el mismo argumento: decir que un acontemiento muy importante, ampliamente difundido por los medios y seguido en directo por miles de ciudadanos, era un montaje, una pantomima. La única diferencia relevante es que en el caso de Arte, las declaraciones de los testimonios habían sido trucadas, mientras que en Operación Palace, los testimonios se han prestado a colaborar como actores en la falsa representación.
Pero el antecedente más próximo al de “Operación Palace” es el programa “Camaleón”, emitido por TVE en Cataluña en 1991. El propósito era exactamente el mismo: demostrar hasta qué punto los medios pueden engañar a la audiencia. Y también los medios utilizados fueron parecidos. El programa se iniciaba de tal modo que simulaba una interrupción de la programación ordinaria para conectar con la corresponsalía en Moscú. En esa conexión, el presentador habitual de los informativos explicaba que, según la agencia Reuters, se había producido un golpe de Estado en Rusia, que se veían tanques por las calles de Moscú y que corría el rumor de que Gorvachov había sido asesinado. Conexiones con otras corresponsalías, entre ellas de la Washington, con una crónica de Núria Ribó, daban cuenta de las reacciones en el resto del mundo.
El hecho de que el formato fuera el habitual en las conexiones de los informativos, y los protagonistas, los propios presentadores y corresponsales, es lo que daba verosimilitud a la falsa noticia. Hasta el punto de que otros medios la reprodujeron sin contrastarla y Felipe González fue sacado urgentemente de una reunión. Esa fue la razón por la que el experimento se saldó con el cese del jefe de programacion. La emisión provocó un amplio debate, del que quedó clara el menos una cosa: la precipitación con la que los periodistas se conducen en muchas ocasiones, y cómo la extrema competencia lleva a algunos medios a difundir una noticia espectacular sin contrastarla. ¿Qué aportaba de nuevo el experimento de Évole a este debate?
Para que la farsa pudiera ser creída, para que el experimento pudiera ser eficaz, necesitaba utilizar elementos que le dieran credibilidad. De lo contrario, nunca hubieran podido penetrar en la credulidad de la audiencia. Sin el formato de documental y sin la colaboración de conocidos políticos y periodistas, pocos hubieran caído en la trampa del falso documental sobre el 23F. Pero ahí está, precisamente, el punto débil del experimento. Que para poder demostrar la tesis, necesita engañar a los espectadores con los instrumentos que habitualmente utiliza para ganar su confianza. Es como si un médico deliberadamente prescribiera un tratamiento nocivo a sus pacientes para decirles que estén alerta, porque se puede equivocar. Mentir de esta forma supone dar un golpe bajo a la credulidad de los espectadores. En la polémica posterior al progama, algunos incluso les han culpado de no ser tan listos como para darse cuenta del engaño. Pero ellos pueden sentirse, con razón, heridos por haber confiando una vez más en aquellos en quienes cada semana solían confiar, y ser tratados por ello de tontos.
Al final, a lo que el experimento contribuye es a la teoría de que nada es fiable. De que todo puede ser falso. Incluso aquello que en principio goza de la máxima presunción de veracidad. Es cierto que los medios tienen el poder de la manipulación. Y que lo utilizan. Que pueden distorsionar imágenes, ocultar hechos, cambiar la apariencia de las cosas. Pero precisamente porque pueden hacerlo, la única manera que tienen de seguir cumpliendo su función de intermediación y mantener la confianza de los ciudadanos es preservar a toda costa, como un capital intocable, la credibilidad. Ser dignos de la credulidad de la gente.
Ya en su faceta de Follonero en el programa de Andreu Buenafuente Jordi Évole nos caía muy bien. Tenía la virtud de darle la vuelta a las cosas, de incordiar, de poner el dedo en el ojo. Era una pieza fundamental de aquel espectáculo televisivo que tenía el sano atrevimiento de no considerar intocable ningún tema. Y que no engañaba a nadie, pues en ningún momento se presentaba como algo distinto de un programa de entretenimiento que utiliza la realidad como elemento esencial de su contenido. Más tarde, como incisivo periodista del programa Salvados, Évole logró también grandes cotas de popularidad y prestigio. Le admiramos y le apreciamos por ello. Pero ha de elegir. Los dos papeles a la vez no pueden ser. O hace espectáculo, o hace periodismo.