Y de repente la ciudad olímpica, una de las perlas mediterráneas del turismo de cruceros, la capital de ese trozo de España que ha saltado a la prensa internacional por la reivindicación pacífica de su derecho a independizarse, vuelve a ser noticia, pero esta vez con perturbadoras imágenes de fuego y furia. Durante cinco días, a ambos lados de la plaza de Sant Jaume cunde el pánico. Y no solo porque la imagen de Cataluña puede verse enturbiada y alterado el mismo proceso soberanista, sino porque en el retrovisor de la memoria aparecen de repente los coches quemados de la banlieu de París, los escaparates rotos de Tottemham y del centro de Londres, las humaredas de Estambul y las barricadas de Gamonal. El alcalde Xavier Trias lo tuvo pronto claro: hay que aplicar un cortafuego. Y en este caso, el cortafuego fue ceder en todo.
De momento ha funcionado. Pero ¿qué tienen en común todos esos conflictos? Mucho. Son estallidos contagiosos de malestar, que derivan hacia formas violentas y que rápidamente se extienden alimentados por un descontento general cuyo poder inflamable los poderes institucionales no saben calibrar bien. Todos ellos han prendido por una chispa inesperada y todos han tenido una misma evolución: igual que se encienden, se apagan. Han durado relativamente poco tiempo y una vez que los equipos de limpieza han recogido los cristales rotos, todo parece volver a su cauce. Y sin embargo, en el aire ha quedado la certeza de que el agua puede volver a salirse de madre en cualquier momento.
La percepción de que la violencia puede estallar provoca efectos muy distintos según la posición ideológica. En las fuerzas conservadoras, un deseo compulsivo de extremar el control de la calle, imponiendo un modelo de seguridad en el que el orden público pasa por encima de todo, incluidas las libertades. Y en las fuerzas tradicionales de izquierda, una gran confusión sobre cómo actuar y cómo canalizar la rabia contenida.
Sin abonar ni justificar la violencia, las fuerzas progresistas tratan de analizar sus causas. Comprenden, por ejemplo, que esos jóvenes de las barriadas periféricas de París, tercera generación de inmigrantes, sientan rabia y se rebelen. Sus abuelos fueron explotados, pero vivían infinitamente mejor que antes de emigrar y eso les compensaba. Los padres eran ya franceses, y se esforzaron mucho, pero nunca salieron del gueto. Y ellos, sin ningún vínculo ya con el país de origen que pueda poner en valor lo mucho que ha ganado su familia, sienten que en el fondo no son “del todo” franceses, que nunca han tenido las mismas oportunidades, y no quieren seguir viviendo, como sus padres, de los subsidios públicos.
Comprenden también que, entre los malestares que se han expresado en el conflicto de Can Vies, está el de una generación de jóvenes que percibe que poco a poco las seguridades colectivas que construyeron sus padres y sus abuelos, el modelo social europeo, está siendo destruido y el que le sustituye les deja sin trabajo y a la intemperie. Y que la ciudad inclusiva de la que algún día se habló está transformándose en una metrópoli crecientemente polarizada.
Cuidado con las ilusiones rotas. Lo dijo el miércoles en Barcelona el arzobispo surafricano Desmond Tutu en un acto organizado por ECAS (Entidades Catalanas de Acción Social): “Todo el mundo sabe que la razón por la cual tenemos tanta violencia es, en gran parte, la desigualdad. Cuando la gente se siente desesperada y percibe que no tiene futuro, actúa desesperadamente. El germen de la violencia está ahí”. Lo ve en las grandes desigualdades de una Suràfrica que ha sabido vencer, gracias a gente como Mandela o él mismo, el terrible apartheid, pero no la gran brecha social, un abismo. “Cuando ves aquellas enormes barriadas pobres y ves a la gente que no tiene para alimentar bien a sus hijos, que baja por la mañana y se pelea por un puesto en un autobús atiborrado para ir al centro a servir a los ricos, y luego vuelve por la noche con el mismo autobús a la miseria en la que vive, te preguntas cómo es que todavía no han estallado. Hemos luchado mucho por la reconciliación, pero si no se acorta rápidamente la enorme distancia entre ricos y pobres, tendremos que decir adiós a la reconciliación”, advirtió.
La brecha también crece en las sociedades avanzadas. Como recordó en el mismo acto el sociólogo Sebastià Sarasa, las grandes metrópolis industriales han tenido que reconvertirse y buscar nuevas actividades que den suficientes ingresos fiscales. Las administraciones locales han tenido que recurrir a los mercados y competir en una subasta a la baja para ofrecer un “entorno amigable” a los capitales internacionales. El coste está siendo una polarización social creciente entre unas élites cada vez mejor retribuidas, instaladas en esos entornos confortables, y amplias capas populares con bajos salarios, precariedad y alto riesgo de exclusión, ubicadas en periferias o centros urbanos cada vez más degradados.
Todo eso está detrás de los estallidos sociales. Cualquier chispa puede encenderlos.
Hay 4 Comentarios
sin entrar, de momento en el fondo de la cuestión lo que yo creo que hay por aquí es mucha hipocresía, parece que todos, sin más se ponen de parte de los pobres en estos casos y por qué? ¿por envidia a los ricos? pero debemos de darnos cuenta de que los problemas de los pobres se reducirían drásticamente si los ricos fueran mucho mas ricos para crear muchos más puestos de trabajo, cierto que eso no reduciría sin más las distancias sociales, pero ¿y qué? ¿de que se trata entonces, de que disminuyan las necesidades materiales de los pobres o de que éstos se sientan menos desiguales, pero la felicidad no la tienen en principio ni los ricos ni los pobres, sino solo los que saben vivir con lo que tienen, siempre hubo pobres muy felices, y ricos que fueron auténticos desgraciados, dignos de la mayor compasión. Así que empecemos por respetarnos todos, seamos ricos o seamos pobres, y reforcemos así las instituciones políticas para que arreglen mejor el problema, porque si no, mal podemos vernos todo, porque revestidos de esa pobreza infame anda escondido y jaleante nuestro enemigo común, el enemigo del orden la paz y la convivencia.
Publicado por: norberto alvarez | 13/06/2014 17:56:20
En efecto, como dijo hace muchos años Mao Tse Tung, "Una chispa puede encender la pradera"
Publicado por: Leopoldo Zorrilla Ornelas | 12/06/2014 18:15:49
¿Quienes defienden la Constitución de 1978, se preocupan también de su cumplimiento?
Nuevo artículo en Vergüenza de país: La Contrarreforma o la defensa de la Constitución http://yestheycan.blogspot.com.es/2014/06/el-respeto-la-constitucion-espanola-o.html
Publicado por: Vergüenza.P. | 12/06/2014 12:17:37
Y los responsables políticos lo entienden ? O viven en otro mundo donde las desigualdades les son indiferentes ?
Basta ver la interpretación mes a mes de las cifras de parados para darse cuenta que solo citan las cifras sin entrar en los datos que señalan las bajadas en las coberturas, que cada vez más gente se queda con el culo al aire. Pero les importa ?
Publicado por: pepsan | 12/06/2014 11:20:20