Cosas que importan

Cosas que importan

No tan deprisa. Las cosas importantes no están solo en los grandes titulares de portada. A veces se esconden en pequeños repliegues de la realidad. En este espacio habrá mucho de búsqueda, de exploración, de reflexión sobre las cosas, pequeñas y grandes, que nos pasan. Y sobre algo que condiciona, cada vez más, la percepción que tenemos de lo que ocurre, la comunicación.

Sobre el autor

Milagros Pérez Oliva. Me incorporé a la redacción de EL PAÍS en 1982 y como ya hace bastante tiempo de eso, he tenido la oportunidad de hacer de todo: redactora de guardia, reportera todoterreno, periodista especializada en salud y biomedicina, jefe de sección, redactora jefe, editorialista. Durante tres años he sido también Defensora del Lector y desde esa responsabilidad he podido reflexionar sobre la ética y la práctica del oficio. Me encanta escribir entrevistas, reportajes, columnas, informes y ahora también este blog. Gracias por leerme.

(Des)conectados

Por: | 26 de junio de 2014

Biblioteca fuster
Los vagones del metro o del tren siempre han sido lugares propicios al ensimismamiento. Pero ahora, parecen convoyes llenos de de gente hipnotizada. La mayor parte de los pasajeros están absortos ante una pantalla luminosa, ya sea el teléfono, la tableta o el e-book. La diferencia respecto de hace apenas unos años no es solo que se haya sustituido el papel por un soporte digital. Lo que ha cambiado es que, a través de esos artilugios, podemos estar permanentemente conectados. La conexión se ha convertido en una necesidad perentoria, hasta el extremo de que si olvidamos el teléfono móvil, tenemos una sensación, no importa dónde estemos, de aislamiento e incomunicación. Nos sentimos inquietos y extrañamente vulnerables.

Las nuevas tecnologías han cambiado nuestras vidas tanto como están cambiando el entorno económico y cultural. Se ha dicho muchas veces que información es poder. Nunca ha sido tan evidente como ahora. La revolución de las tecnologías de la comunicación ha creado un sistema que garantiza la difusión instantánea de ingentes cantidades de información a un coste muy reducido en comparación con el modelo anterior. Se produce tal cantidad de información que resulta imposible asimilar ni siquiera una pequeña parte de lo que se nos ofrece y puede llegar a interesarnos.

Tener toda esa información al alcance de un click nos da la falsa impresión de que estamos muy bien informados. Pero información no significa conocimiento. Es una condición necesaria pero no suficiente. De hecho, para alcanzar un buen conocimiento a partir de las muchas posibilidades que nos ofrece la Red hay que tener un alto nivel de conocimientos previos. Para saber qué sitios son fiables y qué noticias merecen crédito, e interpretarlas correctamente de acuerdo con el contexto, hay que tener elementos previos de valoración que solo se adquieren con educación.

Una de las paradojas de nuestro tiempo es que nunca habíamos tenido tanta información a nuestro alcance, y sin embargo, nunca había sido tan complicado llegar a hacerse una idea de lo que realmente ocurre. Porque el mundo es complejo. Y porque el exceso de información lo complica aun más. Forma parte de la experiencia cotidiana de mucha gente sentirse angustiado y sobrepasado por acontecimientos que condicionan nuestra vida de un modo a veces radical e imprevisto, y que sin embargo no acabamos de comprender y mucho menos controlar.

Biblio arquitecLa crisis económica es un buen ejemplo. Se han publicado millones de artículos sobre el tema, la información está ahí, disponible para cualquiera. Y sin embargo, mucha gente no tiene una idea clara ni de sus causas ni del alcance de sus efectos. El mundo se parece cada vez más a una selva en la que no sabemos cómo movernos. Sabemos lo que nos pasa, pero muy poco de por qué nos pasa, y menos aún como evitar que nos pase.

La cuestión adquiere especial trascendencia en este momento de transición de un modelo de sociedad, el industrial, a otro que aun no está del todo definido, pero cuyo elemento diferencial es el incremento de las desigualdades. Los mecanismos de inclusión y exclusión social siempre han tenido que ver con el acceso a la información y el dominio de las tecnologías. En la sociedad que emerge de la tercera revolución industrial, las diferencias sociales no se medirán tanto en términos de capacidad económica como de acceso al conocimiento. En términos de conexión o desconexión.

Si quedamos desconectados —por una crisis personal, un trastorno mental, una incapacidad transitoria— o se rompe alguno de los vínculos que nos anclan en la vida social —los estudios, el trabajo, la vivienda— el camino a la exclusión puede ser muy corto, como hemos visto en esta crisis. Gente que hace muy poco se consideraba culta y acomodada, está en ahora paro tiene que recurrir al banco de alimentos. Nadie parece a salvo de un cambio de suerte.

En este contexto de incertidumbre, la educación emerge, más que nunca, como un elemento crucial. Pero no una educación acotada al primer tercio de la vida y entendida como un sistema de acumulación de conocimientos para un futuro productivo, sino una educación permanente y a lo largo de toda la vida, que nos permita adaptarnos a un mundo cada vez más complejo y acelerado. Se trata de aprender a aprender. Y de aprender a utilizar lo que hemos aprendido.

La necesidad está ya ahí pero carecemos de estructuras públicas que garanticen este modelo de educación a lo largo de la vida. De modo que su satisfacción queda en manos del mercado y ya sabemos que el binomio conocimiento/mercado tiende al elitismo, a la segregación social. El que puede pagarse el reciclaje, prospera. El que no, retrocede. Necesitamos estructuras que faciliten el acceso público al conocimiento a lo largo de la vida. Pero no a un conocimiento cualquiera, sino a un conocimiento relacional, basado en la realidad cambiante, que nos permita captar el contexto e interactuar con él. El conocimiento necesario para seguir conectados y ejercer una ciudadanía crítica, responsable y comprometida.

Esta reflexión surge al hilo de una iniciativa que me ha parecido muy interesante porque camina en esa dirección: la creación de la Fundación Biblioteca Social, promovida por Adela Alòs, cuyo objetivo es “contribuir a compensar los desequilibrios sociales apoyando proyectos de las bibliotecas públicas dirigidos a los sectores más vulnerables de la sociedad”. De nuevo la ciudadanía, poniendo su granito de arena.

 

Ilustraciones: Biblioteca municipal Jaume Fuster (arriba) y biblioteca Compte Urgell, ambas en Barcelona. Massimiliano Minocri/ Marcel.lí Sàenz.

Estallidos

Por: | 12 de junio de 2014

Y de repente la ciudad olímpica, una de las perlas mediterráneas del turismo de cruceros, la capital de ese trozo de España que ha saltado a la prensa internacional por la reivindicación pacífica de su derecho a independizarse, vuelve a ser noticia, pero esta vez con perturbadoras imágenes de fuego y furia. Durante cinco días, a ambos lados de la plaza de Sant Jaume cunde el pánico. Y no solo porque la imagen de Cataluña puede verse enturbiada y alterado el mismo proceso soberanista, sino porque en el retrovisor de la memoria aparecen de repente los coches quemados de la banlieu de París, los escaparates rotos de Tottemham y del centro de Londres, las humaredas de Estambul y las barricadas de Gamonal. El alcalde Xavier Trias lo tuvo pronto claro: hay que aplicar un cortafuego. Y en este caso, el cortafuego fue ceder en todo.

PeticionImagenCA0G52XFDe momento ha funcionado. Pero ¿qué tienen en común todos esos conflictos? Mucho. Son estallidos contagiosos de malestar, que derivan hacia formas violentas y que rápidamente se extienden alimentados por un descontento general cuyo poder inflamable los poderes institucionales no saben calibrar bien. Todos ellos han prendido por una chispa inesperada y todos han tenido una misma evolución: igual que se encienden, se apagan. Han durado relativamente poco tiempo y una vez que los equipos de limpieza han recogido los cristales rotos, todo parece volver a su cauce. Y sin embargo, en el aire ha quedado la certeza de que el agua puede volver a salirse de madre en cualquier momento.

La percepción de que la violencia puede estallar provoca efectos muy distintos según la posición ideológica. En las fuerzas conservadoras, un deseo compulsivo de extremar el control de la calle, imponiendo un modelo de seguridad en el que el orden público pasa por encima de todo, incluidas las libertades. Y en las fuerzas tradicionales de izquierda, una gran confusión sobre cómo actuar y cómo canalizar la rabia contenida.

Sin abonar ni justificar la violencia, las fuerzas progresistas tratan de analizar sus causas. Comprenden, por ejemplo, que esos jóvenes de las barriadas periféricas de París, tercera generación de inmigrantes, sientan rabia y se rebelen. Sus abuelos fueron explotados, pero vivían infinitamente mejor que antes de emigrar y eso les compensaba. Los padres eran ya franceses, y se esforzaron mucho, pero nunca salieron del gueto. Y ellos, sin ningún vínculo ya con el país de origen que pueda poner en valor lo mucho que ha ganado su familia, sienten que en el fondo no son “del todo” franceses, que nunca han tenido las mismas oportunidades, y no quieren seguir viviendo, como sus padres, de los subsidios públicos.

PeticionImagenCACQA6N5Comprenden también que, entre los malestares que se han expresado en el conflicto de Can Vies, está el de una generación de jóvenes que percibe que poco a poco las seguridades colectivas que construyeron sus padres y sus abuelos, el modelo social europeo, está siendo destruido y el que le sustituye les deja sin trabajo y a la intemperie. Y que la ciudad inclusiva de la que algún día se habló está transformándose en una metrópoli crecientemente polarizada.

Cuidado con las ilusiones rotas. Lo dijo el miércoles en Barcelona el arzobispo surafricano Desmond Tutu en un acto organizado por ECAS (Entidades Catalanas de Acción Social): “Todo el mundo sabe que la razón por la cual tenemos tanta violencia es, en gran parte, la desigualdad. Cuando la gente se siente desesperada y percibe que no tiene futuro, actúa desesperadamente. El germen de la violencia está ahí”. Lo ve en las grandes desigualdades de una Suràfrica que ha sabido vencer, gracias a gente como Mandela o él mismo, el terrible apartheid, pero no la gran brecha social, un abismo. “Cuando ves aquellas enormes barriadas pobres y ves a la gente que no tiene para alimentar bien a sus hijos, que baja por la mañana y se pelea por un puesto en un autobús atiborrado para ir al centro a servir a los ricos, y luego vuelve por la noche con el mismo autobús a la miseria en la que vive, te preguntas cómo es que todavía no han estallado. Hemos luchado mucho por la reconciliación, pero si no se acorta rápidamente la enorme distancia entre ricos y pobres, tendremos que decir adiós a la reconciliación”, advirtió.

La brecha también crece en las sociedades avanzadas. Como recordó en el mismo acto el sociólogo Sebastià Sarasa, las grandes metrópolis industriales han tenido que reconvertirse y buscar nuevas actividades que den suficientes ingresos fiscales. Las administraciones locales han tenido que recurrir a los mercados y competir en una subasta a la baja para ofrecer un “entorno amigable” a los capitales internacionales. El coste está siendo una polarización social creciente entre unas élites cada vez mejor retribuidas, instaladas en esos entornos confortables, y amplias capas populares con bajos salarios, precariedad y alto riesgo de exclusión, ubicadas en periferias o centros urbanos cada vez más degradados.

Todo eso está detrás de los estallidos sociales. Cualquier chispa puede encenderlos.

 
 

El País

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