Los vagones del metro o del tren siempre han sido lugares propicios al ensimismamiento. Pero ahora, parecen convoyes llenos de de gente hipnotizada. La mayor parte de los pasajeros están absortos ante una pantalla luminosa, ya sea el teléfono, la tableta o el e-book. La diferencia respecto de hace apenas unos años no es solo que se haya sustituido el papel por un soporte digital. Lo que ha cambiado es que, a través de esos artilugios, podemos estar permanentemente conectados. La conexión se ha convertido en una necesidad perentoria, hasta el extremo de que si olvidamos el teléfono móvil, tenemos una sensación, no importa dónde estemos, de aislamiento e incomunicación. Nos sentimos inquietos y extrañamente vulnerables.
Las nuevas tecnologías han cambiado nuestras vidas tanto como están cambiando el entorno económico y cultural. Se ha dicho muchas veces que información es poder. Nunca ha sido tan evidente como ahora. La revolución de las tecnologías de la comunicación ha creado un sistema que garantiza la difusión instantánea de ingentes cantidades de información a un coste muy reducido en comparación con el modelo anterior. Se produce tal cantidad de información que resulta imposible asimilar ni siquiera una pequeña parte de lo que se nos ofrece y puede llegar a interesarnos.
Tener toda esa información al alcance de un click nos da la falsa impresión de que estamos muy bien informados. Pero información no significa conocimiento. Es una condición necesaria pero no suficiente. De hecho, para alcanzar un buen conocimiento a partir de las muchas posibilidades que nos ofrece la Red hay que tener un alto nivel de conocimientos previos. Para saber qué sitios son fiables y qué noticias merecen crédito, e interpretarlas correctamente de acuerdo con el contexto, hay que tener elementos previos de valoración que solo se adquieren con educación.
Una de las paradojas de nuestro tiempo es que nunca habíamos tenido tanta información a nuestro alcance, y sin embargo, nunca había sido tan complicado llegar a hacerse una idea de lo que realmente ocurre. Porque el mundo es complejo. Y porque el exceso de información lo complica aun más. Forma parte de la experiencia cotidiana de mucha gente sentirse angustiado y sobrepasado por acontecimientos que condicionan nuestra vida de un modo a veces radical e imprevisto, y que sin embargo no acabamos de comprender y mucho menos controlar.
La crisis económica es un buen ejemplo. Se han publicado millones de artículos sobre el tema, la información está ahí, disponible para cualquiera. Y sin embargo, mucha gente no tiene una idea clara ni de sus causas ni del alcance de sus efectos. El mundo se parece cada vez más a una selva en la que no sabemos cómo movernos. Sabemos lo que nos pasa, pero muy poco de por qué nos pasa, y menos aún como evitar que nos pase.
La cuestión adquiere especial trascendencia en este momento de transición de un modelo de sociedad, el industrial, a otro que aun no está del todo definido, pero cuyo elemento diferencial es el incremento de las desigualdades. Los mecanismos de inclusión y exclusión social siempre han tenido que ver con el acceso a la información y el dominio de las tecnologías. En la sociedad que emerge de la tercera revolución industrial, las diferencias sociales no se medirán tanto en términos de capacidad económica como de acceso al conocimiento. En términos de conexión o desconexión.
Si quedamos desconectados —por una crisis personal, un trastorno mental, una incapacidad transitoria— o se rompe alguno de los vínculos que nos anclan en la vida social —los estudios, el trabajo, la vivienda— el camino a la exclusión puede ser muy corto, como hemos visto en esta crisis. Gente que hace muy poco se consideraba culta y acomodada, está en ahora paro tiene que recurrir al banco de alimentos. Nadie parece a salvo de un cambio de suerte.
En este contexto de incertidumbre, la educación emerge, más que nunca, como un elemento crucial. Pero no una educación acotada al primer tercio de la vida y entendida como un sistema de acumulación de conocimientos para un futuro productivo, sino una educación permanente y a lo largo de toda la vida, que nos permita adaptarnos a un mundo cada vez más complejo y acelerado. Se trata de aprender a aprender. Y de aprender a utilizar lo que hemos aprendido.
La necesidad está ya ahí pero carecemos de estructuras públicas que garanticen este modelo de educación a lo largo de la vida. De modo que su satisfacción queda en manos del mercado y ya sabemos que el binomio conocimiento/mercado tiende al elitismo, a la segregación social. El que puede pagarse el reciclaje, prospera. El que no, retrocede. Necesitamos estructuras que faciliten el acceso público al conocimiento a lo largo de la vida. Pero no a un conocimiento cualquiera, sino a un conocimiento relacional, basado en la realidad cambiante, que nos permita captar el contexto e interactuar con él. El conocimiento necesario para seguir conectados y ejercer una ciudadanía crítica, responsable y comprometida.
Esta reflexión surge al hilo de una iniciativa que me ha parecido muy interesante porque camina en esa dirección: la creación de la Fundación Biblioteca Social, promovida por Adela Alòs, cuyo objetivo es “contribuir a compensar los desequilibrios sociales apoyando proyectos de las bibliotecas públicas dirigidos a los sectores más vulnerables de la sociedad”. De nuevo la ciudadanía, poniendo su granito de arena.
Ilustraciones: Biblioteca municipal Jaume Fuster (arriba) y biblioteca Compte Urgell, ambas en Barcelona. Massimiliano Minocri/ Marcel.lí Sàenz.