Tener una Sanidad Pública de calidad, de acceso universal y gratuito, constituye un tesoro social de tal magnitud que pocos se atreven a atacarlo de frente. Saber que, te ocurra lo que te ocurra en esa lotería que es la salud, estarás cubierto por un sistema capaz de ofrecerte las mejores terapias disponibles al margen de cuál sea tu posición social es una fuente de tranquilidad que no siempre apreciamos suficientemente. Como la salud misma, puede que solo seamos capaces de valorar lo que tenemos cuando lo perdamos. Y lo podemos perder si no lo defendemos. Pero hay que acertar también en la forma de defenderlo.
En las últimas semanas hemos visto cómo las costuras del sistema parece que se estén descosiendo. Pacientes en Urgencias de Bellvitge o de Vall d’Hebrón esperando durante días una cama en la que poder ingresar; familiares y personal sanitario pertrechados en las unidades para que no se cierren camas en verano; médicos estresados por la sobrecarga asistencial y mucho malestar. Cuatro años de recortes hacen su mella.
Escuchando el jueves pasado las explicaciones que el consejero Boi Ruiz daba en Els Matins de TV-3, cualquiera pensaría que es el primero y el mejor de los defensores del sistema público. Todo lo que hace su departamento, incluido el cierre de más de 3.000 camas en verano, es en aras de una mayor eficiencia, que a su vez ha de garantizar la sostenibilidad del sistema. Todo está justificado. Todo tiene su explicación. Pero a poco que se afine el oído, el discurso tiene un doble fondo.
Lo tiene, por ejemplo, cuando se afirma que el cierre de camas y quirófanos no aumenta las listas de espera porque la actividad programada se sustituye por cirugía ambulatoria. Este tipo de cirugía es un gran avance que ahorra costes al sistema y molestias al paciente, pero no todo puede operarse en régimen ambulatorio. La cirugía compleja requiere quirófano e ingreso. La suspensión de operaciones programadas incrementa el tiempo de espera, lo que aumenta la probabilidad de que el estado del paciente se agrave y acabe en Urgencias. Operar de urgencia implica a su vez suspender intervenciones programadas, y así es como se hace una bola cada vez mayor. El colapso de pacientes en Urgencias de Bellvitge o de Vall d’Hebrón no son, pues, como se dijo, hechos puntuales. La realidad es tozuda: días después de esa explicación, 33 pacientes seguían esperando cama en Bellvitge.
Mientras el consejero aparece como paladín del sistema público, las imágenes de pacientes hacinados en los pasillos y los datos sobre el aumento de las listas de espera alimentan la idea de que la sanidad pública se deteriora gravemente y ello puede llevar a mucha gente a la conclusión de que tal vez sea mejor suscribir un seguro privado. Solo hay que ver los anuncios que hacen las compañías de seguros privados en televisión para darse cuenta de que ese es precisamente el target al que se dirigen.
Y mientras eso ocurre, asistimos en paralelo a otra curiosa forma de defender lo público: dar entrada a la iniciativa privada con el falaz argumento de que es más eficiente y permite ahorrar costes. EL discurso oficial juega con la ambigüedad a la hora de definir qué es gestión privada. Casi siempre se pone como ejemplo la cesión de servicios a asociaciones de médicos. Pero una cosa es la gestión privada de base asociativa, que puede ser positiva en la medida que implica más a los profesionales, y otra muy distinta la que se entrega a sociedades anónimas movidas por el voraz ánimo de lucro de los fondos especulativos que integran su capital. El argumento de la mayor eficiencia en boca de quien tiene la responsabilidad de gestionar la red pública tiene su gracia. Porque, o es una impostura, o es una declaración de incompetencia. El consejero tendría que explicar por qué sus gestores —cuyos salarios son los únicos que ha preservado de los recortes— no habrían de ser capaces de gestionar con la misma eficiencia que se le presupone en la iniciativa privada.
El resultado subliminal de este tipo de argumentos es el descrédito de lo público. Este es el juego. Así las cosas, convendría una reflexión sobre cómo incide en esta estrategia la lógica expresión de malestar por parte de los profesionales del sector público. Es evidente que si, pese a los recortes, la valoración de los ciudadanos sigue siendo alta es gracias a la entrega de muchos de sus profesionales, que suplen con esfuerzo y dedicación la sobrecarga y la falta de medios. Tampoco cabe dudar de que, cuando protestan, lo hacen en defensa de ese tesoro que es poder tener un sistema público que además de calidad ofrece equidad. Pero habría que ir con cuidado de que la forma de expresar el malestar no acabe contribuyendo a la estrategia de descrédito de lo público. Si los profesionales bombardean constantemente a los pacientes con sus quejas, dependiendo de cómo lo hagan, pueden acabar contribuyendo a la idea de que el sistema no funciona y mejor será ir pensando en un seguro privado.
Imágenes: Manifestación en defensa de la sanidad pública frente al hospital de Bellvitge. /ALBERT GARCÍA
Enfermos en los pasillos del Servicio de Urgencias de Bellvitge.