Cosas que importan

Cosas que importan

No tan deprisa. Las cosas importantes no están solo en los grandes titulares de portada. A veces se esconden en pequeños repliegues de la realidad. En este espacio habrá mucho de búsqueda, de exploración, de reflexión sobre las cosas, pequeñas y grandes, que nos pasan. Y sobre algo que condiciona, cada vez más, la percepción que tenemos de lo que ocurre, la comunicación.

Sobre el autor

Milagros Pérez Oliva. Me incorporé a la redacción de EL PAÍS en 1982 y como ya hace bastante tiempo de eso, he tenido la oportunidad de hacer de todo: redactora de guardia, reportera todoterreno, periodista especializada en salud y biomedicina, jefe de sección, redactora jefe, editorialista. Durante tres años he sido también Defensora del Lector y desde esa responsabilidad he podido reflexionar sobre la ética y la práctica del oficio. Me encanta escribir entrevistas, reportajes, columnas, informes y ahora también este blog. Gracias por leerme.

Miedo al absurdo

Por: | 26 de marzo de 2015

Miedo 3
La nuestra es una generación afortunada. Me refiero a la española que ahora tiene menos de setenta años. Y también a la europea de menos de sesenta. A diferencia de nuestros padres o abuelos, nosotros no hemos tenido que lidiar con la monstruosidad de una guerra, no hemos tenido que experimentar el terror de encontrarnos en primera línea de fuego ni de esperar con el estómago encogido el azaroso zarpazo de un bombardeo. Ni siquiera tenemos, como en otras regiones del mundo, la amenaza de grandes catástrofes naturales. Hasta la geografía nos obsequia con un trato benigno. De modo que nuestras vidas discurren en general con la apacible perspectiva de que todo discurra según nuestras previsiones. Lo cual no quiere decir que no tengamos contratiempos. Los tenemos. De hecho, vivimos la paradoja de que vivir plena e intensamente las posibilidades que nos ofrece el tiempo que nos ha tocado en suerte, comporta asumir cada vez mayores cotas de riesgo. De modo que gran parte de nuestro esfuerzo está destinado precisamente a tratar de controlar esos riesgos. Queremos vivir con riesgo, pero exigimos la máxima seguridad.

La movilidad es un buen ejemplo. Nuestro modelo social implica ampliar constantemente la capacidad para desplazarnos. Más incluso de lo estrictamente necesario. Viajamos por trabajo, por placer, por ocio. Y, puesto que podemos, recorremos 300 kilómetros en coche o 3.000 en avión para poder pasar un fin de semana en una ciudad desconocida. Pero moverse como lo hacemos implica correr unos riesgos que hay que tratar de controlar. Conforme hemos aumentado la distancia y la velocidad a la que podemos desplazarnos, hemos ido incorporando nuevas exigencias de seguridad, tanto en los vehículos como en las vías. Esa es la dinámica que rige en todos los ámbitos: optimizar al máximo las posibilidades y reducir al mínimo los posibles riesgos. Precisamente porque es la más arriesgada, la movilidad aérea es también la más segura: 2,3 accidentes por cada millón de vuelos.

Aceptamos, en general, la posibilidad de un accidente porque es el precio que hemos de pagar por el beneficio del viaje. Lo mismo ocurre con otros aspectos de la vida. Pero tenemos una relación muy ambivalente con el riesgo. En general, nuestra cultura muestra una gran intolerancia frente a los riesgos que dependen de otros y en cambio, una gran tolerancia con los que hemos asumido libremente. No toleramos un efecto adverso inesperado en un medicamento, un error médico o un fallo de seguridad en un servicio público, pero al mismo tiempo ponemos nuestra vida en peligro fumando, bebiendo, conduciendo a 160 kilómetros por hora o practicando deportes de aventura extrema.

Estamos preparados para asumir los riesgos derivados de nuestras elecciones y en menor medida, los que dependen de factores ajenos en la medida que nos reporten beneficios. Para lo que no estamos preparados en absoluto es para el riesgo absurdo, el que no tiene explicación posible, aquel que depende de otros y además es caprichoso. Cuando algo falla, emprendemos el ritual de la revisión y la mejora. Cada accidente se convierte en una oportunidad para incrementar la seguridad. Lo que, en algunos casos, puede tener también efectos ambivalentes: el mecanismo habilitado tras el atentado de las Torres Gemelas de Nueva York para que los pilotos pudieran bloquear la entrada a la cabina frente a posibles intentos de secuestro es lo que ha permitido ahora al copiloto de Germanwing impedir la entrada del comandante y estrellar el avión.

Si el accidente se hubiera debido a un fallo humano o técnico, siempre hubiéremos tenido el consuelo de tener una causa racional susceptible de mejora y control. Pero una causa como la que ha derribado el avión de Germanwing nos deja desnudos ante la fatalidad más absurda. Allí donde precisamente todo está más controlado, allí donde se dan los mayores estándares de seguridad, es donde el absurdo, lo impredecible, es capaz de hacer estallar la fortaleza que creíamos mejor protegida. De repente nos encontramos con que el azar se cuela de nuevo por las rendijas de nuestro miedo. Ya sabemos que no existe el riesgo cero. Pero este riesgo es el que más miedo nos da, el que más nos perturba, porque es el que menos podemos controlar.

 

Imagen: Varios estudiantes encienden velas y dejan flores en memoria de los fallecidos en el accidente aéreo de los Alpes franceses frente al colegio Joseph- König de Halter am See. EFE/Rolf Vennenbernd

 

 

Romper el monopolio masculino

Por: | 12 de marzo de 2015

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Llega de nuevo el 8 de marzo, día Internacional de la Mujer, y de nuevo las estadísticas nos sitúan ante una realidad que no ofrece la más mínima posibilidad de complacencia. La brecha salarial entre hombres y mujeres no solo continúa siendo alta en toda la Unión Europea, sino que en algunos países como España, incluso se ha incrementado en los últimos años. Como ocurre con la desigualdad social, los costes de la crisis también se reparten de forma desigual entre los dos sexos.

Y no es por falta de normativa. Una directiva comunitaria obliga a la igualdad salarial desde 2006 y todos los países tienen normas que prohíben la discriminación salarial. Pero hecha la ley, hecha la trampa. Conforme avanzamos por la senda de la desregulación y el salario se descompone en partes fijas y variables, en complementos, bonos, incentivos y pagos en especie, se multiplican las ocasiones de discriminación. Por esa creciente variabilidad se cuela la más vieja de las leyes de la selva, la del dominio del fuerte sobre el débil.

Las mujeres cobran en España, según el último informe de Eurostat, un 19,3% menos que los hombres por el mismo trabajo, frente al 16,6% de la zona euro. Pero si se tiene en cuenta el conjunto de la vida laboral, la brecha es aún mayor pues, en igualdad de capacitación, ellas ocupan con frecuencia puestos inferiores y permanecen en general más tiempo en la misma categoría. Dicho de otro modo, ellos se promocionan antes y escalan mucho más. Y cuando se jubilan, ellas se van a casa con una pensión un 40% inferior a la de los hombres.

Sociedad del conocimiento

Pese a vivir en la llamada sociedad del conocimiento, en la que se supone que ya no cuenta tanto la fuerza física, la testosterona o la habilidad para guerrear, el predominio masculino sigue fuertemente anclado en todos los procesos, y muy especialmente en las posiciones de decisión.

Pero la brecha salarial es crecientemente injusta en la medida en que las mujeres cobran menos a pesar de llegar al mercado laboral cada vez mejor preparadas y estar incluso, en muchas profesiones, más cualificadas que los hombres. En estos momentos, el 60% de los licenciados en la Unión Europea son mujeres. Y hay ámbitos tan importantes e intensivos en fuerza de trabajo como la sanidad, la enseñanza o la justicia — profesiones que exigen además una larga preparación— en los que no solo las mujeres son mayoría sino que pueden acreditar en conjunto mejores calificaciones académicas que los hombres. Y sin embargo, apenas se ven mujeres en puestos de dirección.

Más de treinta años después de que el feminismo lograra imponer leyes de igualdad, la situación no mejora para las mujeres en la medida que cabía esperar. Y en algunos casos, incluso se retrocede. En muchos ámbitos, están más preparadas y peor pagadas que los hombres, cuando tendrían que cobrar más. ¿Qué más tienen que hacer las mujeres para que definitivamente puedan ocupar el puesto que les corresponde y ser retribuidas de acuerdo a su valía y sus méritos?

Del discurso a la realidad

La política oficial ha asumido el discurso de la igualdad, pero ahora vemos que ese discurso es tan falso como cínico. La vieja política ha demostrado tener una gran capacidad de engaño. Ha logrado hacer creer que asume el imperativo de la igualdad, pero no hace lo necesario para alcanzarla. Habrá que ver si quienes invocan la necesidad de una nueva política son capaces de cambiar también estas premisas. Las políticas basadas en la voluntariedad y la recomendación ya se ha visto lo que dan de sí. Si la voluntariedad no funciona, habrá que probar con la obligación.

En estos momentos se discute en Europa sobre la forma de aumentar la presencia de mujeres en los consejos de administración y puestos directivos de las empresas. Las grandes corporaciones que cotizan en bolsa apenas tienen un 18,6% de directivas. En España, aún menos: el 15,1%. Solo los países que aplican políticas de igualdad desde hace tiempo y con probada convicción, como Finlandia o Noruega, han logrado alcanzar porcentajes del 30% y el 40% respectivamente. Y esa convicción incluye una política de cuotas obligatorias.

La presidenta de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), Elvira Rodríguez, ha dicho que la presencia de las mujeres en los consejos de administración de las empresas ha de ser por carrera y no por ser mujer. ¡Por supuesto! Que no se preocupe la señora Rodríguez por esta cuestión: en un sistema de cuotas obligatorias, la carrera por méritos está asegurada, puesto que hay mujeres de sobra con preparación suficiente para asumir el reto. De hecho, si fuera solo por carrera y cualificación, las mujeres ya serían mayoría en muchos ámbitos. Por ejemplo en los órganos de gobierno de las universidades, de los hospitales, en las altas estructuras de la administración pública, en las cúpulas de los centros de investigación y hasta en las salas de los Tribunales Superiores de Justicia. Pero ella sabe que si no es así, no es por carrera, sino porque son mujeres. De modo que, desmontada la falacia de la falta de preparación, ha llegado la hora de darle la vuelta a la tortilla y acabar de una vez con el monopolio que los hombres ejercen sobre los puestos de decisión, muchos de ellos no porque estén más preparados, sino porque son hombres.

El País

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