Cosas que importan

Cosas que importan

No tan deprisa. Las cosas importantes no están solo en los grandes titulares de portada. A veces se esconden en pequeños repliegues de la realidad. En este espacio habrá mucho de búsqueda, de exploración, de reflexión sobre las cosas, pequeñas y grandes, que nos pasan. Y sobre algo que condiciona, cada vez más, la percepción que tenemos de lo que ocurre, la comunicación.

Sobre el autor

Milagros Pérez Oliva. Me incorporé a la redacción de EL PAÍS en 1982 y como ya hace bastante tiempo de eso, he tenido la oportunidad de hacer de todo: redactora de guardia, reportera todoterreno, periodista especializada en salud y biomedicina, jefe de sección, redactora jefe, editorialista. Durante tres años he sido también Defensora del Lector y desde esa responsabilidad he podido reflexionar sobre la ética y la práctica del oficio. Me encanta escribir entrevistas, reportajes, columnas, informes y ahora también este blog. Gracias por leerme.

Segregados en el aula

Por: | 14 de marzo de 2016

En el debate educativo ha ocupado siempre un gran espacio la preocupación por el efecto que sobre los alumnos más brillantes tiene el hecho de que en clase haya estudiantes más rezagados. Con la extensión de la escolarización obligatoria hasta los 16 años, ese debate se ha intensificado ante la presencia de de alumnos que no solo no muestran ningún interés por los estudios sino que ni siquiera quieren estar en el aula. Esta nueva realidad, derivada de la reforma educativa, ha resultado especialmente enojosa para muchos profesores de secundaria que estaban acostumbrados a un alumnado más homogéneo, dada la criba social que se producía a los 14 años entre quienes continuaban en Bachiller y los que no. En cualquier caso, es un problema pedagógico nada fácil de abordar. Pasados unos años de desconcierto y descontento docente, se ha encontrado una solución en la posibilidad de hacer grupos de nivel, en los que se agrupa a los alumnos de cada curso en función de sus resultados.

Siempre he albergado dudas sobre los efectos de este modelo. Pensaba cómo hubiera influido en mi autoestima figurar en el grupo C y si eso me hubiera ayudado a remontar o a caer. Pero algunos docentes me decían que si bien no era la solución ideal, era al menos una solución. Pues bien, en un debate sobre fracaso escolar que tuve el honor de moderar en el Palau Macaya, dentro del ciclo Debates de RecerCaixa, pude comprobar que la cuestión no está, ni mucho menos, tan clara como parece.

1245699599_850215_0000000000_sumario_normalEmpecemos por el contexto. Es cierto que hemos dado un gran salto. Hemos pasado de una media de escolarización de la población adulta de 4,6 años en 1960 a 9,6 en 2010. Pero aún tenemos una tasa de fracaso escolar del 21,9% entre 18 y 24 años, la más alta de UE y casi el doble de la media comunitaria, que es del 11,1%. Hay que preguntarse pues qué pasa dentro y fuera del aula para que este indicador siga siendo tan negativo.

Obviamente influyen en primer lugar los factores sociales. Y entre ellos, uno de los más determinantes es el nivel de estudios de los padres, según ha podido comprobar el profesor Xavier Raurich en su investigación sobre Desigualdad, movilidad social, esfuerzo y educación. El hecho de que en España el 57% de la población de 16 a 65 años no tenga más estudios que los obligatorios —en Alemania es el 16%— tiene mucho que ver. En las familias en las que al menos uno de los padres tiene estudios postobligatorios, la tasa de abandono escolar es del 15%. En las que ninguno de dos los tiene —suelen ser también las familias con menos renta— la tasa sube al 45%.

Esta es la realidad de partida, en la que se puede y debe intervenir, según enfatizó Miquel Angel Essomba, comisionado de Educación del Ayuntamiento de Barcelona, con ayuda social. Y sobre esa realidad incidirá lo que ocurra dentro del aula. Tanto Pilar Ugidos, directora de la escuela pública Miquel Bleach de Barcelona desde su dilatada experiencia pedagógica, como Javier Díaz-Palomar desde la investigación académica en la Universidad de Barcelona, han constatado que la segregación por niveles dentro del aula no conduce en la mayoría de los casos al éxito, como se pretende, sino al fracaso o al abandono temprano de los que están en peores posiciones. En su opinión, la educación compensatoria, basada en la idea de que hay niños con déficits que deben compensarse con ciertos refuerzos en grupo, ha fracasado. Los grupos de nivel solo funcionan para los mejores. La experiencia dice que la segregación que comienza en los primeros cursos, se mantiene en los siguientes. Más que facilitar el éxito, es un sistema que enquista, un camino sin salida para los que tienen más dificultades. No es casualidad que tengamos un 30% de tasa de repetición de curso, la más alta de Europa.

Habría que buscar en las experiencias de éxito, que las hay, una alternativa a este modelo que permita progresar a todos los alumnos. Díaz-Palomar ha investigado más de 200 experiencias de este tipo. Su conclusión es que los mejores resultados se dan en los llamados grupos interactivos, que es lo contrario de estratificar a los alumnos por niveles de competencia. En estas aulas interactivas, los estudiantes trabajan en grupos pequeños y diversos, se ayudan entre ellos bajo la supervisión del docente, utilizan el aprendizaje dialógico y recurren a las tecnologías como instrumento para una comprensión más profunda. En los grupos interactivos desaparecen las etiquetas y los estigmas y, a diferencia de los grupos de nivel, todos mejoran tanto en resultados como en convivencia.

Me pareció un debate apasionante. Y me fui con una convicción: hay que cambiar los entornos de aprendizaje. Más que políticas compensatorias, hace falta políticas transformadoras. También dentro del aula.

La teoría del privilegio

Por: | 14 de marzo de 2016

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Cómo han tenido que cambiar las cosas para que las mismas condiciones salariales o laborales que hace menos de diez años nos parecían normales, ahora sean presentadas como un privilegio inaceptable. Para que lo que entonces era considerado un motivo de agravio, por ejemplo ser mileurista, ahora sea percibido como una posición sumamente afortunada en relación a los muchos jóvenes que no tienen trabajo o lo tienen precario. El rápido tránsito de una percepción a otra es un indicador del verdadero efecto de la crisis, que ha dejado maltrechas y en situación de asedio ideológico conquistas sociales muy básicas.

A estas alturas es evidente que la crisis económica ha servido como coartada para imponer una serie de reformas económicas y legislativas, lesivas para las clases medias y populares, que estaban en la agenda política neoliberal mucho antes de la crisis. Ahora asistimos a una nueva ofensiva para justificar su mantenimiento más allá del periodo de recesión, como una necesidad estructural imprescindible para la recuperación económica. Si a alguien se le ocurre decir que, pasadas las penurias de la crisis, ya no se justifican los sacrificios, se le acusa de poner en riesgo el crecimiento. Culpables antes de la crisis por haber vivido por encima de las posibilidades, y culpables ahora por querer recuperar los derechos perdidos.

Una operación como esta requiere hábiles filigranas ideológicas que hagan aparecer como normales e incluso deseables para el interés general propuestas que en absoluto lo son. Una de ellas es lo que podríamos definir como la teoría del privilegio. Consiste en presentar la situación de los que todavía se benefician de las condiciones previas a las reformas como una posición de privilegio. El siguiente paso es presentar ese supuesto privilegio como una injusticia, y el deseo de conservarlo como una actitud ilegítima, egoísta y lesiva para el interés general.

No es la primera vez que se utiliza este tipo de recurso para construir lo que el sociolingüista George Lakoff define como marco conceptual (frame) para encauzar el debate público. Quien logra determinar el marco de la discusión, tiene la batalla ganada. En Gran Bretaña, coincidiendo con la campaña que llevó a los conservadores de David Cameron de vuelta a poder, se produjo un intenso debate sobre lo muy generosos que eran los subsidios del sistema de ayudas sociales y la necesidad de revisarlos. Los conservadores no solo descalificaban el sistema, sino que criminalizaban a quienes se “aprovechaban” de sus “generosas prestaciones”. “No puede ser que salga más a cuenta pedir un subsidio que trabajar”, clamaban. En su enfoque, cobrar tan generosos subsidios constituía un injusto privilegio, frente a quienes se tenían que levantar a las seis de la mañana para ir a trabajar. El frame funcionó, pero la cuestión no era esa. La cuestión era lo mucho que se habían deteriorado el empleo y los salarios, hasta el punto en muchos casos de quedar por debajo unos subsidios considerados hasta entonces como mínimos vitales.

Parecidos argumentos estamos observando aquí en relación a la dualidad de los contratos. Parecería que los afortunados que todavía conservan un contrato indefinido fueran los culpables de que la mayor parte de quienes acceden a un trabajo solo logren empalmar contratos precarios y temporales. Y ya se empiezan a recurrir a la teoría del privilegio en relación a las pensiones, en concreto para proponer un recorte de las más altas. Habiendo salarios de 800 euros al mes, se dice, no es justo que unos cuantos afortunados cobren los 2.000 euros a que asciende en España la pensión máxima.

El siguiente paso será decir que, siendo insostenible el sistema de pensiones, lo justo es recortar más las más altas. Se presentará a quienes cobran la pensión máxima como privilegiados cuya suerte supone un agravio para el resto de pensionistas, ignorando que si cobran la pensión máxima es porque durante muchos años han aportado también la cotización máxima, con lo que han contribuido en mayor medida al sostenimiento del sistema. En realidad esa pensión es un derecho, pero será presentado como un privilegio para justificar el recorte.

La cuestión, como en el caso de los subsidios británicos, no es que la pensión máxima sea excesiva, que no lo es. La cuestión es que las políticas que se aplican son incapaces de crear empleo de calidad y lograr que la cuantía de la cotización media aumente en lugar de disminuir. Eso es lo que realmente garantizaría la sostenibilidad de las pensiones a largo plazo y de eso es de lo que debemos discutir.

El País

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