Cosas que importan

Cosas que importan

No tan deprisa. Las cosas importantes no están solo en los grandes titulares de portada. A veces se esconden en pequeños repliegues de la realidad. En este espacio habrá mucho de búsqueda, de exploración, de reflexión sobre las cosas, pequeñas y grandes, que nos pasan. Y sobre algo que condiciona, cada vez más, la percepción que tenemos de lo que ocurre, la comunicación.

Sobre el autor

Milagros Pérez Oliva. Me incorporé a la redacción de EL PAÍS en 1982 y como ya hace bastante tiempo de eso, he tenido la oportunidad de hacer de todo: redactora de guardia, reportera todoterreno, periodista especializada en salud y biomedicina, jefe de sección, redactora jefe, editorialista. Durante tres años he sido también Defensora del Lector y desde esa responsabilidad he podido reflexionar sobre la ética y la práctica del oficio. Me encanta escribir entrevistas, reportajes, columnas, informes y ahora también este blog. Gracias por leerme.

La violencia que no cesa

Por: | 18 de abril de 2016

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La mató y luego se suicidó. Así ocurrió el jueves en Sant Feliu de Llobregat cuando un mosso d’esquadra disparó contra su compañera sentimental. Y así ocurre también en muchos otros crímenes machistas que se producen en España. En este patrón de asesinato-suicidio radica, incluso cuando por alguna razón no se materializa, uno de los elementos centrales de una incógnita que ocupa y preocupa a quienes trabajan y luchan para reducir la violencia de género. La incógnita es por qué, pese a las muchas medidas que se vienen aplicando desde que entró en vigor la Ley de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género en 2004, las muertes no se han reducido significativamente y en la última década permanecen estancadas en torno a 70 anuales.

Este estancamiento está llevando a ciertos sectores a preguntarse si tal vez la violencia de género es algo consustancial a las relaciones entre hombres y mujeres, y si no ha llegado la hora de resignarse porque ya no se puede hacer más de lo que se está haciendo. Este discurso, aunque minoritario todavía, resulta preocupante. Porque no es cierto no se pueda hacer más. Un análisis pormenorizado de los casos que se producen permite observar que el sistema judicial presenta aún notables carencias y que el sistema habilitado para la protección de las mujeres y la prevención tiene escasa capacidad para calibrar bien las situaciones de riesgo.

De entrada, el hecho de que el 84,3% de las mujeres asesinadas en los últimos diez años no hubieran presentado denuncia previa deja fuera del radar judicial muchos casos que de llegar al juzgado podrían haber activado mecanismos de protección. Pero incluso en los casos en que hay denuncia, no siempre los juzgados aciertan a la hora de valorar el peligro que corren las mujeres.

Hay pues, un largo trecho de mejora en la prevención, con medidas de alerta temprana que deberían activarse desde la propia comunidad. Desde el entorno de las propias mujeres amenazadas. La familia, las amistades, pueden y deben actuar con mayor determinación. La violencia machista no es un asunto privado. Es fruto de unas determinadas estructuras sociales y culturales que conciernen a toda la sociedad. Sabemos que las mujeres sometidas a malos tratos prolongados entran en una situación de bloqueo psicológico que muchas veces les impide incluso solicitar ayuda. Por eso es importante que el entorno actúe ante los primeros indicios.

Esos indicios suelen concentrarse en momentos muy concretos. Las estadísticas de feminicidios indican, por ejemplo, que casi el 35% de las muertes se producen durante los trámites de separación o cuando la mujer toma la decisión de abandonar a la pareja. Ese es un momento de verdadero peligro, porque es cuando se materializa aquello que los hombres maltratadores perciben como un ataque insoportable a su identidad masculina. Y no solo los de mentalidad más tradicional. En sus interesantes libros sobre la violencia machista, y particularmente en Los nuevos hombres nuevos, Miguel Lorente Acosta describe bien las raíces culturales y psicológicas de esta violencia. Muchos varones se han adaptado a las nuevas exigencias de libertad y autonomía de las mujeres haciendo ver que cambian, pero se sienten profundamente heridos y reaccionan violentamente cuando han de renunciar a la posición de poder y dominación en que basan su identidad masculina.

Eso explica uno de los rasgos diferenciales de este tipo de violencia: la escasa capacidad de disuasión que tiene la sanción penal sobre este tipo de hombres, un fenómeno que ha estudiado el catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Oviedo Javier G. Fernández Teruel, en su esclarecedor análisis de los feminicidios ocurridos entre 2000 y 2015. Y explica por qué por altas que sean las penas, los crímenes apenas disminuyen.

Este es un elemento a tener muy en cuenta por quienes sufren o conocen algún caso de violencia de género. Hay ciertas señales que deben encender todas las alarmas: cuando el hombre comienza a fantasear con la idea de quitarse la vida. Si no se ha hecho antes, es el momento de salir corriendo. Porque cuando empieza a proferir amenazas como “te mato y me mato”, “antes me mato que te dejo marchar” está diciendo que empieza a ser psicológicamente inmune, insensible, a las consecuencias penales, sociales y vitales de matar a su pareja. Este tipo de fantasías, proferidas como amenaza, deben tomarse muy en serio, por mucho que después, como suele ocurrir, exprese arrepentimiento y diga que no hablaba en serio.

 

Imagen: Flores en el lugar donde fue asesinada por su pareja una mujer de 30 años en Salt (Girona). / EFE. 

Ada Colau y los estereotipos

Por: | 18 de abril de 2016

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En La opinión pública, un clásico del periodismo y la política en muchos aspectos superado pero en otros aún vigente, el periodista y filósofo norteamericano Walter Lippmann se refería en 1922 a los estereotipos como “una imagen ordenada y más o menos coherente del mundo, a la que se han adaptado nuestros hábitos, gustos, capacidades, consuelos y esperanzas. (…) En ese mundo las personas y las cosas ocupan un lugar inequívoco y su comportamiento responde a lo que esperamos de ellos. (…) Ningún estereotipo es neutral. Son la garantía de nuestro amor propio y la proyección del sentido del mundo que cada uno tiene. Por tanto, los estereotipos arrastran la carga de los sentimientos que llevan asociados”.

Cuando Félix de Azúa, un intelectual que acaba de ingresar en la Real Academia Española, se refiere a la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, como una ignorante que debería estar vendiendo en una pescadería, no solo está catalogando a la persona a la que se refiere. También se cataloga a sí mismo. En esa valoración está implícita toda una exhibición de sus referentes mentales, de su personal sentido del orden de las cosas. El mismo orden que unos días antes había expresado un concejal del PP de Palafolls al afirmar que “en una sociedad seria y sana” Ada Colau no sería alcaldesa sino que “estaría fregando suelos”.

Los estereotipos implícitos en estas frases expresan la concepción del mundo que esas personas tienen. Una visión que parece muy antigua, pero ya sabemos que todo vuelve. Podría pensarse que, en la persistente campaña de acoso y derribo que sufre la alcaldesa, estas manifestaciones no pasan de ser anécdotas estrafalarias. Pero no es así. Tanto el concejal como el académico expresan en realidad algo que muchos de los adversarios políticos de Colau piensan pero esconden porque saben que eso les define y definirse en términos tan clasistas tiene hoy consecuencias. Afortunadamente, las tiene.

El clasismo entraña un sentimiento de superioridad de casta. Los que no pertenecen a la casta no son dignos de ocupar el lugar reservado a ella. Las que friegan suelos o venden en una pescadería, no son casta, ergo no merecen ocupar las posiciones que “en una sociedad seria y sana” corresponden a ciertas élites y que en el espacio público, es el poder, concebido como un instrumento para perpetuar la estratificación social.

En la visión clasista del mundo, nadie que no pertenezca a la casta o esté bendecido por ella, merece ejercer el poder. En ese orden mental, ejercer la alcaldía exige una dignidad de clase de la que carecen las limpiadoras y las vendedoras. Se establece así una jerarquía de personas y de dignidades. Hay una jerarquía de dignidad vinculada a la jerarquía de clase. Cualquiera que se salte el orden natural de esa jerarquía, es un usurpador. Y si es una mujer, doblemente usurpadora. Porque también hay una jerarquía de géneros. Colau, evidentemente, no es hombre y no imagino a ninguno de quienes le han faltado al respeto diciendo algo similar del alcalde de Valencia, de Cádiz o de Santiago, aun cuando por posición e ideología, representen lo mismo que Colau.

Pero en esta lógica, aún hay más: las que friegan suelos o venden pescado en el mercado están donde tienen que estar y no en las alcaldías porque carecen de cultura para comprender la complejidad del mundo. Una vendedora de pescado no puede ser alcaldesa. Y si una mujer que debería vender pescado a pesar de todo consigue ser alcaldesa, es porque la gente que la ha votado se ha equivocado. Un error de la democracia. De ahí a decir que la democracia es un error porque no garantiza la buena elección de quienes han de ocupar el poder, hay un paso muy corto. Peligrosamente corto.

El propio Lippmann, que profundizó en el papel de los estereotipos y la conformación de la opinión pública, pensó que podía ser mejor dejar el poder en manos de élites bien formadas y preparadas para ejercerlo. En la misma entrevista en la que menosprecia a Colau, el académico y fundador de Ciudadanos muestra su contrariedad con los resultados del 20-D y afirma que la gente que apoyó a ciertos partidos debía “votar borracha”. Que es lo mismo que decir que no sabían lo que votaban. Tampoco debían saberlo, cabe deducir, los que con su voto hicieron posible que Ada Colau, que debía estar vendiendo pescado, gobierne “una ciudad como Barcelona”.

La visión clasista del mundo es posible que considere preferible que las alcaldías se adjudiquen por el mismo procedimiento que los sillones de la Real Academia, por cooptación y con discurso de bienvenida. Pero los tiempos, como decía la canción, están cambiando. Si Ada Colau y otras como ella que deberían estar fregando suelos o vendiendo pescado están hoy gobernando las instituciones es porque, en democracia, cada persona vale exactamente lo mismo, un voto. Y aunque la opinión pública puede manipularse, hoy ya no es tan fácil construir estereotipos de base clasista. Al contrario. Ada Colau, que puede fregar suelos, vender pescado y ejercer como alcaldesa con la misma dignidad, ha sabido darle la vuelta al discurso. Se ha ido al mercado y se ha hecho una foto con las vendedoras de pescado: “Orgullo de ser mujeres trabajadoras”, ha tuiteado. Harán bien, las élites con clase, de no despreciar a ciertas alcaldesas.

Segregados en el aula

Por: | 14 de marzo de 2016

En el debate educativo ha ocupado siempre un gran espacio la preocupación por el efecto que sobre los alumnos más brillantes tiene el hecho de que en clase haya estudiantes más rezagados. Con la extensión de la escolarización obligatoria hasta los 16 años, ese debate se ha intensificado ante la presencia de de alumnos que no solo no muestran ningún interés por los estudios sino que ni siquiera quieren estar en el aula. Esta nueva realidad, derivada de la reforma educativa, ha resultado especialmente enojosa para muchos profesores de secundaria que estaban acostumbrados a un alumnado más homogéneo, dada la criba social que se producía a los 14 años entre quienes continuaban en Bachiller y los que no. En cualquier caso, es un problema pedagógico nada fácil de abordar. Pasados unos años de desconcierto y descontento docente, se ha encontrado una solución en la posibilidad de hacer grupos de nivel, en los que se agrupa a los alumnos de cada curso en función de sus resultados.

Siempre he albergado dudas sobre los efectos de este modelo. Pensaba cómo hubiera influido en mi autoestima figurar en el grupo C y si eso me hubiera ayudado a remontar o a caer. Pero algunos docentes me decían que si bien no era la solución ideal, era al menos una solución. Pues bien, en un debate sobre fracaso escolar que tuve el honor de moderar en el Palau Macaya, dentro del ciclo Debates de RecerCaixa, pude comprobar que la cuestión no está, ni mucho menos, tan clara como parece.

1245699599_850215_0000000000_sumario_normalEmpecemos por el contexto. Es cierto que hemos dado un gran salto. Hemos pasado de una media de escolarización de la población adulta de 4,6 años en 1960 a 9,6 en 2010. Pero aún tenemos una tasa de fracaso escolar del 21,9% entre 18 y 24 años, la más alta de UE y casi el doble de la media comunitaria, que es del 11,1%. Hay que preguntarse pues qué pasa dentro y fuera del aula para que este indicador siga siendo tan negativo.

Obviamente influyen en primer lugar los factores sociales. Y entre ellos, uno de los más determinantes es el nivel de estudios de los padres, según ha podido comprobar el profesor Xavier Raurich en su investigación sobre Desigualdad, movilidad social, esfuerzo y educación. El hecho de que en España el 57% de la población de 16 a 65 años no tenga más estudios que los obligatorios —en Alemania es el 16%— tiene mucho que ver. En las familias en las que al menos uno de los padres tiene estudios postobligatorios, la tasa de abandono escolar es del 15%. En las que ninguno de dos los tiene —suelen ser también las familias con menos renta— la tasa sube al 45%.

Esta es la realidad de partida, en la que se puede y debe intervenir, según enfatizó Miquel Angel Essomba, comisionado de Educación del Ayuntamiento de Barcelona, con ayuda social. Y sobre esa realidad incidirá lo que ocurra dentro del aula. Tanto Pilar Ugidos, directora de la escuela pública Miquel Bleach de Barcelona desde su dilatada experiencia pedagógica, como Javier Díaz-Palomar desde la investigación académica en la Universidad de Barcelona, han constatado que la segregación por niveles dentro del aula no conduce en la mayoría de los casos al éxito, como se pretende, sino al fracaso o al abandono temprano de los que están en peores posiciones. En su opinión, la educación compensatoria, basada en la idea de que hay niños con déficits que deben compensarse con ciertos refuerzos en grupo, ha fracasado. Los grupos de nivel solo funcionan para los mejores. La experiencia dice que la segregación que comienza en los primeros cursos, se mantiene en los siguientes. Más que facilitar el éxito, es un sistema que enquista, un camino sin salida para los que tienen más dificultades. No es casualidad que tengamos un 30% de tasa de repetición de curso, la más alta de Europa.

Habría que buscar en las experiencias de éxito, que las hay, una alternativa a este modelo que permita progresar a todos los alumnos. Díaz-Palomar ha investigado más de 200 experiencias de este tipo. Su conclusión es que los mejores resultados se dan en los llamados grupos interactivos, que es lo contrario de estratificar a los alumnos por niveles de competencia. En estas aulas interactivas, los estudiantes trabajan en grupos pequeños y diversos, se ayudan entre ellos bajo la supervisión del docente, utilizan el aprendizaje dialógico y recurren a las tecnologías como instrumento para una comprensión más profunda. En los grupos interactivos desaparecen las etiquetas y los estigmas y, a diferencia de los grupos de nivel, todos mejoran tanto en resultados como en convivencia.

Me pareció un debate apasionante. Y me fui con una convicción: hay que cambiar los entornos de aprendizaje. Más que políticas compensatorias, hace falta políticas transformadoras. También dentro del aula.

La teoría del privilegio

Por: | 14 de marzo de 2016

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Cómo han tenido que cambiar las cosas para que las mismas condiciones salariales o laborales que hace menos de diez años nos parecían normales, ahora sean presentadas como un privilegio inaceptable. Para que lo que entonces era considerado un motivo de agravio, por ejemplo ser mileurista, ahora sea percibido como una posición sumamente afortunada en relación a los muchos jóvenes que no tienen trabajo o lo tienen precario. El rápido tránsito de una percepción a otra es un indicador del verdadero efecto de la crisis, que ha dejado maltrechas y en situación de asedio ideológico conquistas sociales muy básicas.

A estas alturas es evidente que la crisis económica ha servido como coartada para imponer una serie de reformas económicas y legislativas, lesivas para las clases medias y populares, que estaban en la agenda política neoliberal mucho antes de la crisis. Ahora asistimos a una nueva ofensiva para justificar su mantenimiento más allá del periodo de recesión, como una necesidad estructural imprescindible para la recuperación económica. Si a alguien se le ocurre decir que, pasadas las penurias de la crisis, ya no se justifican los sacrificios, se le acusa de poner en riesgo el crecimiento. Culpables antes de la crisis por haber vivido por encima de las posibilidades, y culpables ahora por querer recuperar los derechos perdidos.

Una operación como esta requiere hábiles filigranas ideológicas que hagan aparecer como normales e incluso deseables para el interés general propuestas que en absoluto lo son. Una de ellas es lo que podríamos definir como la teoría del privilegio. Consiste en presentar la situación de los que todavía se benefician de las condiciones previas a las reformas como una posición de privilegio. El siguiente paso es presentar ese supuesto privilegio como una injusticia, y el deseo de conservarlo como una actitud ilegítima, egoísta y lesiva para el interés general.

No es la primera vez que se utiliza este tipo de recurso para construir lo que el sociolingüista George Lakoff define como marco conceptual (frame) para encauzar el debate público. Quien logra determinar el marco de la discusión, tiene la batalla ganada. En Gran Bretaña, coincidiendo con la campaña que llevó a los conservadores de David Cameron de vuelta a poder, se produjo un intenso debate sobre lo muy generosos que eran los subsidios del sistema de ayudas sociales y la necesidad de revisarlos. Los conservadores no solo descalificaban el sistema, sino que criminalizaban a quienes se “aprovechaban” de sus “generosas prestaciones”. “No puede ser que salga más a cuenta pedir un subsidio que trabajar”, clamaban. En su enfoque, cobrar tan generosos subsidios constituía un injusto privilegio, frente a quienes se tenían que levantar a las seis de la mañana para ir a trabajar. El frame funcionó, pero la cuestión no era esa. La cuestión era lo mucho que se habían deteriorado el empleo y los salarios, hasta el punto en muchos casos de quedar por debajo unos subsidios considerados hasta entonces como mínimos vitales.

Parecidos argumentos estamos observando aquí en relación a la dualidad de los contratos. Parecería que los afortunados que todavía conservan un contrato indefinido fueran los culpables de que la mayor parte de quienes acceden a un trabajo solo logren empalmar contratos precarios y temporales. Y ya se empiezan a recurrir a la teoría del privilegio en relación a las pensiones, en concreto para proponer un recorte de las más altas. Habiendo salarios de 800 euros al mes, se dice, no es justo que unos cuantos afortunados cobren los 2.000 euros a que asciende en España la pensión máxima.

El siguiente paso será decir que, siendo insostenible el sistema de pensiones, lo justo es recortar más las más altas. Se presentará a quienes cobran la pensión máxima como privilegiados cuya suerte supone un agravio para el resto de pensionistas, ignorando que si cobran la pensión máxima es porque durante muchos años han aportado también la cotización máxima, con lo que han contribuido en mayor medida al sostenimiento del sistema. En realidad esa pensión es un derecho, pero será presentado como un privilegio para justificar el recorte.

La cuestión, como en el caso de los subsidios británicos, no es que la pensión máxima sea excesiva, que no lo es. La cuestión es que las políticas que se aplican son incapaces de crear empleo de calidad y lograr que la cuantía de la cotización media aumente en lugar de disminuir. Eso es lo que realmente garantizaría la sostenibilidad de las pensiones a largo plazo y de eso es de lo que debemos discutir.

Esperanza de vida: el factor código postal

Por: | 26 de enero de 2016

Ancianos
Francia se ha visto alterada esta semana por una noticia que ha puesto en evidencia que el progreso no es siempre una línea ascendente. Por primera vez en 46 años, la esperanza de vida de la población francesa ha retrocedido. Mientras expertos y sociólogos buscaban explicaciones, los franceses han descubierto que el mundo rico occidental no está a salvo de tendencias que antes se creían circunscritas a territorios en desarrollo o aquejados por catástrofes incontrolables. Pero ya hemos visto otras veces que también los cambios sociales pueden derivar en retrocesos. En su momento provocó un fuerte impacto la caída de la esperanza de vida en Rusia tras la disolución de la Unión Soviética.

La pérdida de la protección social que caracterizaba el modelo soviético provocó un fuerte retroceso en los indicadores de salud y de esperanza de vida. A ello se unieron las consecuencias de las duras condiciones de competitividad que tuvo que afrontar para ganarse la vida una población acostumbrada a que el Estado lo decidiera todo. Las drogas y el alcoholismo fueron factores que contribuyeron al aumento de la mortalidad prematura. Así, la esperanza de vida, que en 1988 era de 70 años, cayó en 2007 hasta los 65. Ahora vuelve estar en 71 años, pero aún queda lejos de la media europea.

Del mismo modo, el impacto del sida en algunos países africanos fue tal que echó por tierra gran parte de los progresos que se habían logrado. Para hacerse una idea: en 2006 la esperanza de vida en Botsuana había retrocedido 20 años respecto a finales de los ochenta. En ese momento, un niño que naciera en Gaborone tenía una expectativa media de vida de 34 años, frente a los 82 años de un niño que naciera en Tokio. Aunque lo peor de la crisis del sida ha pasado y la esperanza de vida ha subido a 47 años, la brecha entre Gaborone y Tokio sigue siendo abismal.

Mucha gente creía que el camino de la rica y estable Europa hacia la longevidad era ya imparable. Por eso la noticia del retroceso de la esperanza de vida ha causado inquietud en Francia. No ha sido mucho: 0,4 años para las mujeres, y 0,3 para los hombres. Pero ha sido en un solo año. En España, que había duplicado la esperanza de vida en apenas cuatro generaciones, también retrocedió una décima en 2012. En todo caso, las autoridades francesas se han apresurado a buscar la explicación. Y la han encontrado en la gripe y en el clima.

La gripe del año pasado mutó a medio camino y la vacuna que se había diseñado no ofrecía suficiente protección. Las autoridades francesas atribuyen a este factor 24.000 muertes de más. En julio hubo una ola de calor, a la que atribuyen 2.000 muertes adicionales, y en octubre, una de frío, que causó 4.000 muertes más de las esperadas. ¿Agotan estos datos la explicación del retroceso? No lo parece, puesto que en 2015 se produjeron 41.000 muertes más que en 2014.
En realidad, la gripe es un elemento a tener en cuenta, pero no son factores puntuales los que deben preocupar de cara al futuro sino las tendencias de fondo que pueden estar produciéndose y que la explicación de los factores puntuales puede ayudar a enmascarar. Porque la brecha en la esperanza de vida también existe en el interior de las sociedades ricas. Y esa brecha tiene que ver con las desigualdades sociales. Si aumenta la precariedad social y las desigualdades se ensanchan, no tardaremos en ver las consecuencias en las estadísticas de salud y de esperanza de vida.

En los trabajos sobre desigualdades en salud se utiliza con frecuencia un término que ilustra bien sobre este fenómeno: el factor código postal. Con este concepto se designa al conjunto de circunstancias sociales que determinan las expectativas de salud o de vida de una persona en función del lugar en el que vive. Porque la salud depende de la genética, por supuesto, pero también del estatus social y del entorno. China, por ejemplo, tiene un gran problema de contaminación ambiental que lastra la salud de toda su población. Pero un reciente estudio encontró diferencias de mortalidad relacionadas con la diferente exposición a los contaminantes. Así, los habitantes situados al norte del río Huai viven de promedio 5,5 años menos que los del sur, y la razón es que en el norte se aplicaron medidas que favorecieron el uso intensivo del carbón.

El enigma Puigdemont

Por: | 17 de enero de 2016

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La insistencia con la que diferentes líderes del soberanismo catalán en que han de ampliar la base social del independentismo implica un suave pero inequívoco intento de corregir la estrategia seguida hasta ahora y un reconocimiento de que los resultados electorales les han conducido a un callejón sin salida. Finalmente se han dado cuenta de que con la fuerza electoral obtenida en las autonómicas de septiembre no están en condiciones de plantear, y mucho menos ganar, el pulso que mantienen con el poder central. A tenor de sus palabras, no se trata de corregir el rumbo, pero si la velocidad y la forma de navegar. El soberanismo parece haber tomado conciencia de que con las fuerzas de que dispone, ya no puede mantener el rumbo rápido de colisión en el que estaba inmersa, sino un rumbo zigzagueante que le permita despistar al contrario y ganar tiempo para reponer fuerzas. Todo ello a costa de renunciar a los plazos que se había fijado y desaprovechar la ventana de oportunidad que veía en la debilidad de la política española ante la dificultad para conformar un gobierno sólido y estable en Madrid.

Los primeros gestos de Carles Puigdemont como presidente de la Generalitat son significativos. Puigdemont ha insistido de entrada en que el plazo de 18 meses para culminar el proceso que figura en los pactos con la CUP no tienen por qué ser un corsé. Si se pueden acortar, mejor, pero si se han de alargar, no pasa nada, ha dicho sin titubear. Ha insistido también en que todo el proceso se hará preservando en todo momento la seguridad jurídica, porque se irá “de la ley a la ley”. Eso es algo difícil de creer si se aplica la hoja de ruta que figura en los pactos poselectorales, pues no es posible ir a un proceso de “desconexión” de España para crear la nueva república catalana yendo sin más desde la ley española a la ley catalana si ese proceso no se ha pactado antes. ¿Quiere eso decir que Puigdemont antepone la negociación a la confrontación? Desde luego no me atrevería a ir tan lejos, pero algo parece no cuadrar en el discurso soberanista en las últimas semanas. La insistencia de Puigdemont puede ser una estratagema para calmar la ansiedad que reina en medios económicos, pero también puede ser un modo de preparar a los suyos para cambios ulteriores.

De entrada, el proceso de elaborar la nueva legalidad catalana pasaría, según esa hoja de ruta del soberanismo, por la aprobación de una constitución catalana. Pero de momento, Puigdemont ya ha aclarado que la primera parte de ese proceso no consistirá en debatir y aprobar un texto constitucional en sede parlamentaria, cosa que sería objeto de rápida impugnación por los poderes del Estados y de la previsible intervención del Tribunal Constitucional, sino en un “proceso participativo” de la ciudadanía para que esta pueda debatir los términos de la nueva constitución. Es decir, no una comisión parlamentaria impugnable por perseguir una finalidad para la que no tiene competencia, sino en una campaña de agitación política para facilitar la participación de la sociedad civil y de paso, tratar de ampliar esa base social que ahora considera insuficiente.

Puigdemont ha tenido además buen cuidado en situar su independentismo en el plano estricto de la gestualidad política y en todo momento ha evitado contravenir abiertamente la ley. Ha suscitado un gran escándalo mediático que en el juramento de toma de posesión como Presidente de la Generalitat evitara comprometerse a respetar la Constitución y utilizara una fórmula claramente provocadora. Pero pocos remarcaron que apenas unas horas antes había aceptado sin reparos el cargo de diputado con un juramento que incluía, por supuesto, el respeto de la Constitución aunque fuera “por imperativo legal”. Es evidente que el nuevo presidente no ha querido contravenir la legalidad, ni siquiera en el terreno de lo simbólico, pues mientras el juramento de aceptación de los cargos electos está claramente regulado y exige el acatamiento de la Constitución, no ocurre lo mismo en el caso de la toma de posesión del cargo de Presidente. 

¿Hemos de considerar pues estos movimientos como un indicio de que algo está cambiando en el soberanismo? Es pronto aún para responder a esa pregunta, pero los primeros movimientos del nuevo presidente tienen algo de enigma. Habrá que observar con atención los próximos pasos.

 

Imagen: Carles Puigdemont con Oriol Junqueras en el Patio dels Torongers de la Generalitat, el día que tomó posesión como presidente de la Generalitat. AFP.

La gente de Almudena

Por: | 18 de noviembre de 2015

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Ahí están, los personajes de la nueva novela de Almudena Grandes, perplejos, preguntándose por qué de repente vuelven a ser pobres y por qué se sienten tan heridos y tan fracasados

Cuando terminó de escribir El corazón helado, Almudena Grandes me confesó en una entrevista que había quedado exhausta. Tras cinco años de minuciosa preparación, le salió una novela monumental, un relato torrencial, inmenso, con idas y venidas de la Guerra Civil al presente, del presente al exilio y la posguerra. Aquel esfuerzo de inmersión ha resultado ser un gran filón que ha inspirado ya tres novelas más, todas con el mismo fondo: la memoria de la Guerra Civil y la posguera, o mejor, el impacto que esa memoria tiene sobre todos nosotros. Pero cuando iba por la tercera parte de la cuarta novela de la saga, Almudena sintió una urgencia, una necesidad irreprimible: tenía que hablar del rabioso presente. Tenía que dar voz a los aplastados por la crisis porque, tal como ella la ve, la crisis es una guerra que vuelven a perder los mismos de siempre. Así surgió Los besos en el pan, un año en la vida de un barrio popular de Madrid, un relato coral de gente que tiene en común la lucha por sobrevivir, cada uno como puede, en esta guerra no declarada.

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El amor en la política

Por: | 22 de octubre de 2015

Asamblea
La situación es muy contradictoria. Por un lado, no dejamos de hablar de desafección de la ciudadanía, de crisis del sistema y de desapego a las instituciones. Las encuestas así lo corroboran una y otra vez. Pero al mismo tiempo hay que remontarse al final del franquismo para encontrar tanto interés por la política. Lo cual se refleja no solo en una mayor participación en las elecciones, sino también en todo tipo de movilizaciones y organizaciones alternativas. Hace poco se planteó en el Palau Macaya de Barcelona un interesante debate en el marco del programa RecerCaixa sobre si la democracia está en crisis y si debemos repensarla. Para mi sorpresa, tanto los académicos que trabajan en el plano teórico como los activistas del entorno del 15-M que participaron se mostraron decididamente optimistas. Sí, es cierto, coincidieron, vivimos una crisis muy profunda, en realidad, varias y graves crisis a la vez, pero al mismo tiempo, esas crisis abren grandes oportunidades de cambio y de hecho hay gérmenes de un nuevo modelo social que el statu quo todavía no es capaz de detectar.

Un poco de optimismo no va mal en estos tiempos agitados. Y lo que alienta el optimismo es que el cambio no depende solo de la acción voluntarista de unas minorías que empujan, sino que los propios excesos de los poderes políticos y económicos, que degradan la democracia para imponer sus objetivos, están creando las condiciones para su demolición. Acabamos de saber que en Europa hay 122 millones de personas en riesgo de pobreza y exclusión social. Lo dice Eurostat. 13 millones en España. Son cifras insoportables, porque son muchos los excluidos y porque entre ellos hay muchos jóvenes que no pueden resignarse a no tener futuro. Muchos se van fuera, pero muchos otros reaccionan y se organizan. De hecho, entre los jóvenes vuelve a haber pasión por la política y muchos de ellos están ya organizando su vida al margen del sistema y eso, tarde o temprano, tendrá sus efectos.

Sobre cómo ha de ser ese cambio y cómo se ha de revisar la democracia trata precisamente un libro que acaba de publicarse con el sorprendente título de Amor y política (Icaria), de Montserrat Moreno y Genoveva Sastre, dos profesoras eméritas de Psicología con un gran capital de sabiduría que compartir. Sostienen que todo cambio social empieza por el individuo. Ahí está el germen de toda transformación duradera. Y creen que esa transformación ya ha comenzado, aunque a veces no seamos conscientes de ello. Se trata de un cambio, no solo de la manera de pensar, sino de sentir. En este cambio, no habrá asaltos a ningún palacio de invierno; más bien adoptará la forma de una evolución permanente, pero será radical y exigirá una revisión a fondo de la democracia con reformas que garanticen, mediante la participación activa de la ciudadanía, que la política se ocupa realmente de la defensa de lo común.

JovenLo primero que rebaten las autoras es el darwinismo social que domina el discurso hegemónico, según el cual, la vida es una especie de selva en la que solo triunfan los mejores, los más aptos para competir, y eso forma parte del orden natural de las cosas. Pues no. Los estudios de biología, y particularmente los de Lynn Margulis, han mostrado que en el proceso evolutivo hay más cooperación que competencia, comenzado por las primitivas bacterias procariotas, a partir de las cuales se originó la vida en el planeta. En su libro Captando genomas, Lynn Margulis y Dorion Sagan demuestran que las mutaciones aleatorias a las que se refirió Darwin no son la clave de la evolución, sino la mezcla de genomas por fusión simbiótica. En otras palabras, que el gran motor de la evolución no es la competición, sino la cooperación. Y que la cooperación no es un producto de la evolución, sino su causa. Y la humanidad no hubiera sobrevivido sin grandes dosis de cooperación.
Como los organismos vivos, las sociedades también cambian lenta, pero inexorablemente. Ahora estamos en uno de esos momentos en que lo nuevo no acaba de emerger y lo viejo no acaba de desaparecer. Pero el cambio que se vislumbra es hacia un modelo social mucho más colaborativo, basado en la racionalidad, pero también en el afecto y en los sentimientos. Superada la vieja dicotomía entre la razón y las emociones, como muestra el neurocientífico Antonio Damasio, las mejores decisiones racionales son aquellas que están en consonancia con los sentimientos y viceversa.

En la cultura que emerge de los círculos del 15-M y otros foros alternativos, los valores emergentes no son la competencia y la agresividad, sino la cooperación. Y se apoya en un considerable corpus teórico. Se trata de promover una política basada en la afectividad, que tenga en cuenta la dimensión emocional de las personas. Como dicen Moreno y Sastre, “no podemos esperar que nadie gobierne de manera adecuada si tiene una baja sensibilidad emocional, porque provoca insensibilidad al malestar y el dolor ajeno, y en consecuencia, a cuestiones que preocupan y conciernen a la ciudadanía”. Pienso ahora en esa ministra de Trabajo hablando de “salida del mercado laboral” para referirse a los despidos.  Necesitamos políticos como la ministra italiana que se puso a llorar por tener que anunciar recortes que no podía evitar. He elegido deliberadamente la imagen de dos mujeres, porque ni los sentimientos son un atributo exclusivo de las mujeres, como erróneamente se ha pretendido en la cultura machista, ni la falta de sensibilidad en el ejercicio del poder una cuestión estrictamente masculina. 

Mundo mejorLas autoras de Amor y Política sostienen que “los sistemas patriarcales han impuesto durante milenios un orden jerárquico autoritario que ha ocultado otras posibles formas de organización”. Los actuales sistemas democráticos están marcados por esta impronta y aunque han supuesto un enorme progreso en términos de bienestar social, están dando muestras de agotamientos, cuando no de desnaturalización. A la hora de repensar la democracia, habrá que tener en cuenta también la “revolución emocional” que se está produciendo. En el comportamiento de muchos jóvenes vemos una resistencia a las reglas de la competitividad extrema, formas de compartir que van más allá de las reglas del mercado, y aparecen reacciones a la cultura de la urgencia que nos impregna, como los diferentes slow moviment, promueven un ritmo distinto, una manera diferente de vivir y producir. Y proliferan las iniciativas de economía social y cooperativa, como se ha visto en un reciente congreso celebrado en Barcelona sobre esta cuestión.

Se trata, en resumen, de promover una simbiosis entre los dos ámbitos que hasta ahora se han desarrollado de forma paralela, el ámbito de lo público, supuestamente dominado por la racionalidad, y el ámbito de lo privado, dominado por los sentimientos. Entre ellos el amor, que es el alimento nutricio de las relaciones personales. Como dicen Moreno y Sastre, “los valores que tanto se aprecian en el ámbito de lo privado deben expandirse al ámbito de lo público, y aquellos que merecen ser valorados en lo público (democracia, honradez, transparencia, justicia, igualdad) deben extenderse a lo privado”.

Expresado en términos filosóficos y de teoría política, se trata de aunar la ética de la justicia, que domina la esfera pública, con la ética del cuidado y la responsabilidad, hasta ahora relegada al ámbito de lo privado. La primera sostiene que se ha de tratar igual a todos los individuos, y pone el énfasis en el respeto a los derechos y deberes de la persona por encima de sus necesidades. Puesto que todos los individuos son iguales y tienen los mismos deberes y derechos, la justicia que se deriva es ciega a las diferencias. La ética del cuidado, en cambio, tiene también en cuenta la diferente situación en que se encuentran las personas. Moreno y Sastre lo resumen así: “En lugar de hacer prevalecer los derechos de una persona sobre las necesidades de otra, la ética del cuidado se rige por el principio de equidad y de reciprocidad complementaria”. Dicho de otro modo: “La ética de la justicia prohíbe tratar injustamente a los demás. La del cuidado impide, además, abandonar a alguien en situación de necesidad”.

No crean que son solo elucubraciones teóricas. Cuando en la próxima campaña electoral alguien sostenga, por ejemplo, que la propuesta de implantar en España una renta mínima para rescatar a los excluidos es ilusoria e insostenible, es de esto de lo que estaremos hablando. De una política orientada a la equidad, que no desdeña las emociones y aplica la ética del cuidado, o una política dominada por la fría racionalidad del cálculo y la codicia, insensible al dolor de los demás, que culpa a los pobres de su pobreza y que, ignorando los estragos de desigualdad, trata de hacer creer que no hay alternativa posible al modelo que la sustenta.

El dilema de la CUP

Por: | 09 de octubre de 2015

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En una pirueta estratégica que pocos esperaban, Artur Mas logró forzar una candidatura unitaria e imponer la dinámica plebiscitaria en las elecciones del 27-S. Los electores han dado una mayoría parlamentaria al bloque soberanista, pero no una mayoría de votos, lo que supone un grave lastre para la hoja de ruta que prevé la “desconexión” del Estado en 18 meses. El resultado, sin embargo, nos aboca a lo que siempre fue evidente: que además de plebiscitarias son elecciones autonómicas y por eso ahora el problema inmediato no es cómo se crean estructuras de Estado, sino cómo se forma un Gobierno, con qué programa y quién se pone al frente.

Gracias a la estrategia plebiscitaria, Mas ha logrado evitar la rendición de cuentas durante la campaña electoral y sigue teniendo a ERC atada de pies y manos por los pactos preelectorales. Pero ahora necesita a la CUP para formar Gobierno y, de repente, lo que en la dinámica plebiscitaria aparecía como una virtud para sumar —el hecho de abarcar un espectro ideológico amplio—, se convierte ahora en un gran escollo. Entre el liberalismo business friendly de Convergència y el radicalismo anticapitalista de la CUP hay una enorme distancia. ¿Se mantendrá la CUP firme en su compromiso de no investir a Mas presidente, o renunciará a sus principios en aras a que el procés siga adelante?

Mas intenta arrinconar a la CUP con la misma estrategia con la que doblegó a ERC para pactar la lista única: hacerle responsable de un eventual fracaso de la hoja de ruta independentista si no apoya su investidura. En el caso de la CUP, sin embargo, la cosa puede que no sea tan sencilla: pedirle el voto significa pedirle que pase por alto los recortes y las políticas que han aumentado como nunca las desigualdades sociales en Cataluña. Convergència se ha mostrado ya dispuesta a hablar de un plan para abordar la emergencia social, pero ha tenido cuatro años para darse cuenta de que existía tal emergencia y parece que no se enteró. También pretende que se olvide que Mas es el dirigente de un partido acusado de cobrar comisiones ilegales; que las investigaciones del caso Palau y del caso Teyco han revelado la existencia en Cataluña de tramas corruptas tan extensas y sistemáticas como las de Gürtel, Bárcenas, Púnica o los ERE de Andalucía. ¿Puede olvidar la CUP que Convergència sigue siendo el partido de Felip Puig?

BañosDada la naturaleza de las cuestiones que se dirimen, se entiende que haya tensión interna en la CUP. Sus dirigentes han dicho por activa y por pasiva que no facilitarían la investidura de Mas. Pero ¿es solo Mas el problema, o el problema es Convergència al completo? ¿Cabe una solución de compromiso, como con los toros, que se prohíben las corridas pero se mantienen los correbous? Se comprende que sus militantes tengan el corazón partido: por un lado, quieren que el procés hacia la independencia siga adelante, pero por otro, también saben que si apoyan a Mas, su discurso de que quieren construir un país nuevo sobre bases nuevas pierde credibilidad. ¿Qué clase de país será ese que empieza con un pacto con el partido que representa el status quo y defiende un modelo económico que destruye las bases del Estado de bienestar?

Por otra parte, la CUP ha triplicado su representación parlamentaria porque ha sabido atraer a muchos votantes de Iniciativa que, siendo de izquierda, querían un mayor compromiso con la independencia. Y a muchos otros de ERC que no querían votar a la lista de Junts pel Sí precisamente porque había pactado que Mas sería presidente. Todos estos electores pueden verse defraudados si la CUP apoya la investidura.

Vivimos tiempos acelerados proclives a la amnesia y parece que ya hemos olvidado que hace menos de cinco años Mas era investido presidente gracias a la abstención del PSC, pero luego pactó con el PP los presupuestos y un programa económico privatizador que ha mantenido hasta el último momento. En un ejercicio de funambulismo político, Mas presenta ahora como “desobediencia” un incumplimiento del déficit que en realidad es fruto de su incapacidad para cumplirlo, y se atribuye como mérito propio las medidas fiscales que tuvo que aplicar a partir de 2012 por exigencia de ERC, su nuevo socio.

La CUP sufre ahora la presión del chantaje: si no apoya a Mas, será responsable del fracaso del procés. Pero lo mismo que se dice de la CUP, puede decirse de Mas. Puesto que él es el problema ¿no debería sacrificarse y dar un paso al lado? Por el éxito del procés, se entiende.

 

Imágenes: Acto electoral de la CUP en las autonómicas del 27-S. /Alejandro García

Anna Gabriel, Antonio Baños y otros dirigentes de la CUP en la conferencia postelectoral./Alberto Estévez

 

La arrogancia del poder

Por: | 21 de septiembre de 2015

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El lenguaje del poder no se expresa siempre con palabras. Se expresa también con gestos y decisiones a veces envueltos en palabras engañosas. Pero al final, el poder siempre acaba mostrando su verdadera naturaleza y la forma de ejercerlo habla mucho de las verdaderas convicciones de quienes lo ejercen. Estos días no he podido evitar sentirme de nuevo agredida por la arrogancia con que se ha expresado en el enésimo episodio del triste caso de Ester Quintana. Ya saben, la mujer que perdió un ojo por el impacto de una bala de goma disparada por los Mossos d'Esquadra en la manifestación de la huelga general del 14 de noviembre de 2012.

Por fin la Generalitat ha accedido —a través de su aseguradora— a que se indemnice a Ester Quintana con casi 261.000 euros por la pérdida del ojo. Pero ni en este postrero reconocimiento de que la víctima tenía razón, ha sido capaz de concederle la dignidad que se merece. De nuevo ha vuelto a humillarla al negarse a reconocer, pese al pago de la indemnización, que se trata de una compensación por algo que nunca debió ocurrir porque fue consecuencia de un ejercicio abusivo de la fuerza. Ha pagado a regañadientes, y probablemente como parte de una estrategia de la defensa para favorecer con un posible atenuante a los dos agentes que en breve se sentarán en el banquillo de los acusados por estos hechos.

Jordi Jané, el nuevo y breve consejero —pues fue nombrado a finales de junio a causa de la ruptura de CiU—, dijo que iba a indemnizar a Quintana, no como un “reconocimiento de culpa”, sino como “gesto de buena voluntad”. Una expresión un tanto extraña si tenemos en cuenta que hace un año el juez estableció una fianza de 200.000 euros para los dos imputados y que la instrucción, ya concluida, no plantea dudas sobre que la lesión de debió a una bala de goma disparada en medio de una actuación policial “desproporcionada”.

El poder no claudica. El poder puede mentir, ocultar y tergiversar, como se ha visto en este caso, pero nunca claudicar, aunque de ello se derive una manifiesta injusticia. Antes injustos que débiles. Esta parece ser la concepción del poder para ejercer la fuerza que tienen los tres consejeros que se han sucedido en estos dos años al frente del Departamento de Interior, aunque entre ellos puedan apreciarse diferencias de talante. Será que el hábito hace al monje.

Harían bien, sin embargo, en no subestimar el valor de los símbolos en una sociedad icónica como la nuestra, que encuentra en casos como el de Ester Quintana una oportunidad para poder entender mejor la esencia de las relaciones de fuerza y cómo los gobernantes hacen uso del poder de coacción que les hemos otorgado con nuestros votos. Por eso, cuando la verdad se abre paso, como ha ocurrió en este y otros casos de abuso policial gracias a esos notarios tecnológicos que, para desgracia del poder, pueden salir de cualquier bolsillo, el deseo de castigo puede abrirse paso hasta las urnas. Sí, cualquiera de nosotros podía haber sido Ester Quintana y perder un ojo participando en una protesta legítima.

Cuando la verdad se impone, surge el deseo de castigar tanto la injusticia como la arrogancia. Y si hay menosprecio, aún más. En este caso, sin duda lo ha habido. Al hacerse pública la noticia, el consejero Felip Puig se permitió incluso sugerir que Ester Quintana podía haber sido víctima de sus propios compañeros de manifestación. Con ello criminalizaba a la víctima y la despojaba de cualquier dignidad. Daba a entender que Quintana participaba en altercados violentos. Luego mintió: dijo que no había antidisturbios en ese lugar. Cuando salieron las imágenes que demostraban que sí que había antidisturbios, dijo que bueno, que sí, pero que seguro que no habían disparado balas de goma. Ni una salva. Cuando nuevas filmaciones demostraron que lo habían hecho, entonces ya no supo qué decir más, salvo seguir negando. Hasta cinco versiones ofreció el consejero, en sucesivas correcciones forzada por la evidencia de unas filmaciones que no podía controlar.

El caso ha mostrado que uno de los elementos de defensa de quienes están en el ojo del huracán del poder es precisamente la visibilidad. La transparencia. Ciudadanos provistos de móviles, dispuestos a filmar y arrojar luz sobre los hechos. Cuando se observan los efectos de esa vigilancia, se entiende mejor que el Gobierno de Mariano Rajoy haya promovido la ley mordaza. Y aunque CiU votó en contra por razones de oportunidad, luego no se ha sumado al recurso presentado por el resto de la oposición ante el Constitucional, lo que demuestra que entre la concepción del poder que ambos tienen no hay tanta diferencia.

 

El País

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