Yoani Sánchez

Sobre los autores

. Una vez me gradué como filóloga, pero el periodismo y la tecnología me han subyugado más que la fonética y la gramática. Vivo en La Habana y fantaseo con que habito una Cuba a punto de cambiar.

Zapaticos de rosa

Por: | 31 de mayo de 2012

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Es raro encontrar un cubano que no se sepa algún poema de José Martí, al menos algún trozo suelto de esos versos sencillos que aprendemos de memoria en la escuela primaria. Desde chiquitos, en los matutinos de los colegios, en las clases de español y en todos los actos políticos a los que asistimos, oímos innumerables veces la lírica del héroe nacional. La saturación con su persona roza el punto de que muchos lo identifican con el actual orden de cosas y hasta han llegado a ejecutar actos de vandalismo contra sus bustos en zonas muy pobres donde frecuentemente se va la electricidad o faltan los alimentos.

 

Pero volvamos a la poesía del Apóstol, especialmente a la más conocida de ellas, una de tono cuasi infantil, repleta de lazos, flores e imágenes, que tiene el título de “Los zapaticos de rosa”. Cualquier niño menor de diez años podría recitar de un tirón sus octosílabos edulcorados y narrar la historia que se cuenta en sus estrofas. Pero también lograría declamar algunas de las tantas parodias que se le han hecho, especialmente aquellas de corte político y de burla contra el sistema. Martí es el más parodiado de nuestros autores, lo cual no es un demérito sino prueba de la familiaridad que la gente siente hacia su obra. Entre los muchos chistes que beben de la obra de este habanero universal, está precisamente uno sacado de “Los zapaticos de rosa”, donde la protagonista -llamada Pilar- se encuentra a la orilla del mar con una niña pobre y enferma. Sin consultarlo con su madre, la chica rica se descalza y le regala sus zapatos a la pequeña necesitada. Completa su gesto dadivoso con una frase “toma, toma los míos, yo tengo más en mi casa”. Ese breve verso, escrito hace casi 150 años, es hoy fuente infinita de bromas, chanzas e imitaciones. Se utiliza para señalar las diferencias sociales que se van tornando más evidentes y traumáticas en una sociedad donde el discurso oficial sigue hablando de igualdad. La broma cala con más profundidad entre los estudiantes, ya que obligados a utilizar el uniforme escolar, se han vuelto hábiles en determinar el poder adquisitivo de cada uno mirándole hacia los pies. Aunque uno de las consignas más repetidas por el gobierno cubano es que en esta Isla no hay niños caminando descalzos por las calles, la gran pregunta es de dónde sacan el dinero los padres para que sus hijos no anden a golpe de talón sobre el asfalto. Basta pasar por delante de las vidrieras de las tiendas y mirar los altos precios en las peleterías, para percatarse de que sólo con el sueldo –fruto de un trabajo con el Estado- no se logra.

 

Por estos días, el drama de calzar a los niños se vuelve más punzante, ante la cercanía del comienzo del curso escolar y el abarrotamiento de los mercados. No es raro entonces que la parodia del poema de José Martí se escuche por doquier, sobre todo cuando el primer día de clases cientos de ojos pasarán revista a lo que se muestra más abajo de los pantalones y las faldas. El costo de un par de zapatos, de los más baratos, se equipara con el salario mensual medio de cualquier trabajador. Se debe elegir entonces entre sobrevivir durante treinta días o proveer a nuestros pequeños de un par de tenis, sandalias o botas. Por suerte la gente no se conforma y casi todo el mundo hace algo ilegal para que sus hijos puedan salir orondos y cómodos hacia la escuela. También hay familiares o amigos desprendidos que donan ropa y calzado -ya usados- a otros que los necesitan más. Los que no tienen ningún negocio clandestino, entonces desvían recursos del estado o apelan a la familia que vive al otro lado del Estrecho de la Florida. Irónicamente, los exiliados terminan por hacer real los alardes de la propaganda oficial. Las frases rimbombantes de las vallas políticas se sustentan sobre esos miles de dólares que cada año entran al país por concepto de remesas.

 

Pero la parodia del poema martiano no ataca tanto a los que poseen un calzado mejor gracias al esfuerzo o a la inventiva familiar, sino a los otros, a los que lo han obtenido por la vía del privilegio. “Toma, toma los míos, yo tengo más en mi casa”, le susurran con sarcasmo al hijo del coronel o al del confiable diplomático que hace una misión en el extranjero. Y así se vuelve a invocar –una y otra vez- la caricatura de Pilar y de su desprendimiento, cuando alguien alardea de poseer algo que el común de los cubanos apenas si puede soñar. Por ejemplo, al nieto adolescente de algún general, manejando su propio auto, le lanzan el simpático verso al verlo vanagloriarse de sus cuatro ruedas y de sus llantas refulgentes. Es una manera también de decirle: estamos mirando, sabemos que todo eso que hoy ostentas te viene por la vía de la fidelidad ideológica. A veces basta decir, “sí, ya sé, tienes más en tu casa” para que el jactancioso se sienta descubierto y el vanidoso comprenda lo efímero de las migajas que le llegan desde el poder. Porque la historia tiene esas ironía, esa manera de burlarse de todo y de todos. El lirismo decimonónico convertido –por obra y gracia de la necesidad y el humor- en material verbal para el escarnio, en dulce venganza de quienes tienen menos. Y en un punto allá lejos, el rostro taciturno de Martí, creyendo que su Pilar de cintas y pamela sería recordada como un ejemplo de bondad, no utilizada como punta de lanza contra el falso discurso del igualitarismo.

Los nuevos rusos

Por: | 31 de mayo de 2012

Embajada_rusa


El avión toca suelo en medio de la noche habanera y los turistas atraviesan un salón del aeropuerto internacional donde decenas de cubanos les proponen taxis, habitaciones de alquiler, ron o mulatas. Un joven se acerca a un rechoncho visitante y le musita muy cerca del oído “Mister, du you like cigars?”, pero la respuesta brota con un acento enérgico y conocido, que hace al osado vendedor caer en cuenta del origen del viajero. Son los nuevos rusos, que ya no vienen en viajes de trabajo sino de placer, que han dejado de llamarnos “camaradas” y ahora traen tarjetas de crédito Visa o Mastercard. En fin que cada vez se parecen menos a aquellos que sostuvieron durante décadas nuestros experimento social.

Hace ya más de cincuenta años que el gobierno cubano reanudó relaciones diplomáticas con lo que en ese momento se denominaba la Unión Soviética. Me cuentan los que vivieron aquella etapa, que no fue nada fácil vencer los prejuicios acumulados contra los habitantes del primer territorio socialista del mundo, quienes eran vistos por muchos de mis compatriotas como parte de una avanzada colonizadora. La vida demostró que los alarmistas no estaban del todo equivocados. En la inmensa ingenuidad de nuestra infancia colectiva no había diferencias entre ucranianos, turkmenios o lituanos, pues los creíamos a todos una uniforme extensión gobernada desde el Kremlin. Por otro lado, el abismo cultural entre la patria de Lenin y nuestra jaranera isla del Caribe, hizo a un estudioso admitir que “los cubanos y los rusos latíamos en dos frecuencias de onda totalmente diferentes”. Sin embargo, la geopolítica intentó hacernos coincidir, sin mucho éxito. A diferencia de otros países europeos donde el comunismo había entrado junto a las esteras de los tanques comandados por Stalin, en el caso nuestro llegaba a través del subsidio, con los barcos cargados de petróleo que desembarcaban cada mes en los puertos de esta Isla.

“¡Qué vienen los rusos!” decían algunos asustados, mientras otros ripostaban: “¡Bienvenidos los soviéticos!”. Elegir entre una u otra palabra fue durante mucho tiempo, más que un dilema lingüístico una toma de posición ideológica. Cuando los cubanos de mi generación empezamos a tener conciencia del mundo, a principio de los años ochenta, ya nadie se rasgaba las vestiduras al elegir entre esos dos vocablos a los que la historia obligó a ser sinónimos. Así que veíamos películas rusas y nos transportábamos  en los Ladas soviéticos. El céntrico restaurante Moscú había desaparecido en un voraz y misterioso incendio y al Oeste de la ciudad se levantaba un espantoso edifico, que serviría de sede a la embajada de la URSS, al que jocosamente bautizamos como “la torre de control”, tanto por sus perfiles arquitectónicos como por sus evocaciones políticas. Eran tiempos grises aquellos, en que los niños vivíamos como atrapados entre los lacrimógenos dibujos animados de Europa del Este y los interminables discursos del entonces robusto Máximo Líder.

Al comenzar los años noventa y con el descalabro ocurrido por aquellos lares, el discurso oficial eliminó las alusiones a los otrora mentores. Se borraron de los libros de texto y se sacaron del Museo de la Revolución las fotos de los líderes de gorras peludas y orejeras, mientras la historia nacional se reescribió restándole importancia a la presencia soviética en nuestras vidas. El impacto cultural de esta salida abrupta, se hizo sentir de inmediato sobre todo en las carteleras de cines, donde las producciones norteamericanas atiborraron -hasta el día de hoy- las salas de proyección y sólo de manera excepcional se reponen los viejos clásicos distribuidos en otra época bajo el símbolo de un soldado y una campesina que portan una hoz y un martillo. Para sorpresa de muchos, agradable sorpresa por cierto, la televisión estrenó hace unos meses la serie El maestro y Margarita, basada en la inolvidable novela satírica del incómodo Mijaíl Bulgákov. Incluso en los escenarios nacionales volvió a presentarse el Ballet Bolshoi, anteriormente buque insignia de la cultura soviética que, según quienes asistieron a la función, defraudó al exigente público habanero. Pero nada ha tornado a ser cómo en aquella época cuando los memorándums viajaban veloces desde aquel palacio de cúpulas de colores hasta nuestro sobrio Consejo de estado.

Después de años de poca interacción los visitantes provenientes del otro lado de los Urales han regresado. Ya no se les ve en grandes grupos, vestidos con pantalones siempre de una talla mayor y las camisas blancas remangadas hasta al codo. Han dejado de ser aquellos técnicos extranjeros que tenían derecho a comprar en comercios para nosotros prohibidos y que vendían en mercado negro las baratijas que adquirían en las llamadas diplotiendas. No los hemos vuelto a llamar “los bolos”, ese apelativo entre burlón y cariñoso con el que los denominábamos por la falta de sofisticación de sus productos industriales, llenos de cordones de soldadura sin desbastar, divorciados de la aerodinámica y del confort. Ahora los retornados camaradas de antaño compiten en las discotecas, tienen aspecto de empresarios y usan perfumes franceses. Son empresarios que muestran sus productos de informática, como el conocido antivirus Kaspersky, ante los asombrados ojos de quienes una vez los vimos enfundados en sus uniformes militares. Incluso hace un par de años tuvieron una zona expositiva en la Feria Internacional del Libro. Sus anaqueles estaban repletos de temáticas diversas, incluyendo la autoayuda, con muy pocos títulos de marxismo y leninismo. Se pasean entre nosotros y nadie grita asustado ¡Qué regresan los soviéticos! Pues para todos queda claro que estos que han vuelto y se bañan hoy en nuestras playas o toman un mojito en algún bar para turistas, son –claramente- rusos.

 

Play off

Por: | 30 de mayo de 2012

La noche del lunes podría haber terminado con una gritería recorriendo la ciudad o, en su lugar, con un silencio brotando de todas las casas. Ocurrió lo segundo, pues la selección de béisbol capitalina perdió el campeonato nacional frente a otra del centro del país. En los últimos días, la pasión por ese deporte había resurgido de sus cenizas, a pesar de que entre los más jóvenes el fútbol sigue ganando adeptos a gran velocidad. Los partidos finales de la serie se jugaron con los estadios llenos y en las calles hasta los niños se declaraban seguidores de una selección o de otra. Incluso las noticias sobre las inundaciones provocadas por las intensas lluvias quedaron en segundo plano, relegadas en medio del alboroto por los hits y los jonrones.

Sin embargo, a pesar de la semana de vértigo que vivieron los fanáticos del béisbol, esta disciplina parece abocada a un declive si no se resuelven sus acuciantes problemas. Dificultades que van desde el pésimo estado de los estadios hasta la demanda –en voz baja- de los jugadores para que los dejen ser contratados en ligas profesionales de otros países. La excesiva politización también ha dañado el pasatiempo nacional, pues sus comentaristas televisivos parecen entonar más un canto ideológico que una narración deportiva. Las antenas parabólicas ilegales traen a los cubanos los partidos en vivo de los torneos locales de Estados Unidos y Japón, lo cual se ha constituido en una dura competencia para las transmisiones nacionales que han visto mermado su público. Esta serie que recién termina ha sido una señal de alarma. A pesar de la pasión popular desatada durante los últimos encuentros, se percibía además un gran agotamiento con relación a años anteriores. Un cansancio que trasciende la rivalidad fútbol vs béisbol para convertirse en una discusión de identidad, de crisis de paradigmas y referentes.

La plaza por dentro

Por: | 29 de mayo de 2012

A la espera

Los cubanos ocupamos las camas, las escaleras de nuestras casas, el trozo de mesa que nos queda por delante, la silla frente al televisor, el refrigerador vacío, la persiana entreabierta desde la que se ve el afuera. Todo eso y más, antes que tomar las calles y las plazas públicas. Hablamos de sexo como quien clama en una demostración, nos sumergimos en el mercado negro a manera de grito de protesta y nos subimos en una balsa que cruza el estrecho de La Florida como nuestro gesto más osado. Nos quejamos por dentro, susurramos la inconformidad por temor a que los aguzados oídos de la policía política puedan escucharla. En lugar de obstruir las aceras y el asfalto, le lanzamos cada día al Estado el adoquín del desvío de recursos y de la improductividad. No practicamos lemas apasionados para corear en una manifestación, sino que somos diestros en la apatía, en las máscaras. Nuestra acción más rebelde se limita a practicar la doble moral, evadir la excesiva propaganda ideológica.

El terreno que hemos ocupado no es visible, no está a las afueras de un banco ni frente a una bolsa donde los números enriquecen a unos y arrastran a otros a la miseria. No. Nosotros hemos tomado apenas el territorio que nos queda entre la piel y los huesos; la diminuta explanada que conforman nuestros miedos y el parque despoblado donde habitan todas las paranoias y las desconfianzas que nos han inoculado desde niños. Para que esa irritación brote y se materialice en una multitud reclamando en una esquina, para lograr eso, el ocupa escondido bajo la epidermis debe librarse primero del gendarme con el que comparte nuestro cuerpo.

Dos blogs, una vida

Por: | 28 de mayo de 2012

He creado este nuevo espacio virtual, como si no fuera ya demasiada locura tener otro blog, mantener desde 2007 una bitácora que ha puesto mi vida patas arriba. Por todos lados veo gente que le echa el cerrojo a su sitio web, pone el cartelito de "cerrado" sobre el diario que le acompañó por años y sin embargo a mi me da por emprender la aventura de navegar en dos naves, abrir esta nueva ventana a mi realidad y agregar una angustia más al ya difícil problema de conectarme a Internet desde Cuba. Pero no me quejo, me encanta esto de colgar en esta gran telaraña de kilobytes mis opiniones, mis aciertos y desaciertos. Me apasiona dar en el clavo o meter la pata en público, bajo la aguda mirada de los lectores.

Este blog será una decepción para quienes busquen en sus páginas la fría mirada de un analista, las estadísticas logradas por un estudioso o la óptica del entomólogo que observa la vida desde arriba... como si de un hormiguero se tratara. Aquí colgaré, más bien, crónicas de mi realidad, reflexiones que me surgen mientras deambulo por un país que por momento parece varado en el tiempo y de pronto da saltos hacia atrás y hacia adelante.

Ya saben los riesgos, es una decisión de ustedes si subirse o no a este barco... no hay salvavidas.

El País

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