Imagen del sitio www.tribecafilm.com
Quienes alguna vez hayan tomado una tira de papel y pegado sus extremos, después de dar media vuelta a uno de ellos, saben que lograran una figura única. Se hace llamar la Cinta de Moebius en honor a uno de los matemáticos alemanes que la descubrió. Pero más allá de un entretenimiento o de un homenaje a las ciencias, el objeto que tendremos entre las manos resultará un desafío para nuestra comprensión de las formas y del espacio. Si deslizamos la yema de un dedo por una de las caras del papel comprobaremos que no existe un afuera ni un adentro, sino que la cinta sólo tiene un único lado. Recorrerlo nos llevará una y otra vez al mismo lugar, nos hará empezar invariablemente por el inicio de un idéntico camino.
Al filme Una Noche, de la directora inglesa Lucy Mulloy, le ha ocurrido como a esa extraña figura de la geometría. Comenzó inspirado en una historia real, posteriormente saltó a la pantalla grande, para concluir saliéndose de ella y provocando una realidad similar a la de sus orígenes. Los jóvenes de carne y hueso cuyas vivencias narra la película fueron interpretados a su vez por dos nóveles actores que terminaron realizando el sueño de aquellos protagonistas reales. El punto de partida -una y otra vez- de esta peculiar Cinta de Moebius ha sido la emigración. El deseo de escapar de Cuba, que aunque frustrado para los personajes, se logró concretar en el caso de sus intérpretes. Cuando Anailín de la Rua y Javier Nuñez decidieron no llegar al Tribeca Film Festival y quedarse en Miami para acogerse a la Ley de Ajuste Cubano, ese día estaban pegando las puntas de dos dimensiones bien diferentes: la ficción y la realidad. Convirtiéndolas así en un mismo y continúo lado de sus propias vidas.
A pesar de la ausencia de parte de su elenco, Una Noche salió de ese festival con tres premios. A la mejor directora novel, al mejor actor –compartido por los dos protagonistas masculinos- y también el galardón a la mejor fotografía. Este último merecidísimo, dado el retrato veraz que se logra de los interiores y exteriores que sirven de marco a la narración. La crudeza y la miseria en una Habana que muy poco se parece a esa urbe de los anuncios turísticos, que invariablemente muestran el Capitolio, el hermoso Focsa o la espigada Plaza de la Revolución. En lugar de eso, la visualidad es la de la decadencia arquitectónica y urbanística de los barrios pobres, olvidados por los procesos de restauración y por las rutas de los visitantes extranjeros.
Las locaciones han sido elegidas para que formen parte inseparable de la fatalidad de la historia, de manera que el escenario es protagonista esencial. Incluso algunos personajes secundarios se ven superados por la fuerza de su entorno. Entre ellos, el hombre que vende medicinas ilegales y esconde su preciado tesoro de fármacos en una cama simulada; o el travesti de vestido ajustadísimo que espera en uno de esos portales habaneros llenos de polvo y olvido. También la mujer enferma de VIH cuya casa transita al igual que ella por una agonía. Nada es exagerado a propósito, ninguna pared despintada con intención o la mugre de utilería puesta frente a la cámara. Es decrepitud auténtica, de la que duele cuando se le toca.
Así, el medio físico va acrecentando esa atmósfera opresiva que lleva a los protagonistas a escapar. En un momento, el espectador siente que también quisiera subirse a una balsa rústica y lanzarse al mar con tal de dejar de ver tanta depauperación física y moral. No hay manera de permanecer impávido en la butaca del cine, porque la historia que cuenta Una Noche es como esas tragedias griegas que desde el principios se presiente que sobrevendrá el drama. Una desdicha a la que los personajes principales son arrastrados casi sin poder hacer nada. Atrapados en las circunstancias, empujados por ellas.
La Noche es, desde su primer minuto, una película sin tapujos, centrada especialmente en una generación. Esa misma generación que cada día repitió en los matutinos escolares la consigna “¡Pioneros por el Comunismo! Seremos como el Che” y que, sin embargo, hoy busca desesperadamente algo en que creer. Son justamente esos jóvenes menores de treinta años los que han terminado viviendo en una Cuba de deterioro ético donde el ideal más compartido es emigrar. El filme se separa así de buena parte de la filmografía rodada por extranjeros en la Isla, pues no busca la carcajada ni se deja meter en los estereotipos del ron, la salsa y las mulatas. Todo eso, de una manera u otra, está en la historia, pero con una agobiante carga dramática, más como mecanismos de enajenación que de disfrute. Aunque vale decir que tampoco se logra evadir de todos los esquemas. Como el del músico que improvisa en la calle mientras un grupo de personas baila junto a él, imagen demasiado cercana a las visiones foráneas que se tienen de la Isla.
El amor tratado como desahogo, cual balsa a la que aferrarse en alta mar. Coitos fugaces, la traición en forma de senos o de penes, la mentira escondida bajo la ropa y las alusiones sexuales como parte inseparable del lenguaje urbano. Descarnada forma de representar la lujuria nacional. Muy lejos de esa mezcla de potencia y romanticismo en la que tantas veces se ha intentado encerrar la pasión de los cubanos. Y el guiño también del afecto dulce, que apenas si pasa de un beso, casi imposible, dado en las circunstancias más adversas en las que se mueven los personajes.
La vida de varias familias se entrecruza en sus miembros más jóvenes, en sus retoños. Seres moviéndose todo el tiempo entre la legalidad y la ilegalidad. La excelente actuación de Dariel Arrechada en el papel de Raúl confirma que la escuela cubana de actuación sigue dando al mundo un sinúmero de talentos. Se agradece también el uso de rostros prácticamente desconocidos para las pantallas, pues en las producciones nacionales se repiten excesivamente los mismos nombres. También en la selección de la música se rehuye de los lugares comunes. Los espectadores asisten a una verdadero privilegio auditivo, con canciones que van desde el hip hop y el reggaetón hasta los géneros más tradicionales. Ritmos más modernos que sirven de partitura a muchas de las escenas.
La directora inglesa ha asegurado que su intención no era enviar un mensaje político, sino “contar una historia sobre las emociones”. Pero en Cuba, narrar la realidad, retratar la vida actual es peor que gritar una consigna contestaria o redactar centenares de documentos opositores. De manera que Una Noche es un golpe durísimo a la ilusión, a esos vestigios de paraíso ubicado en el Caribe que todavía quedan en la mente de muchos que no lo viven. También es un puntillazo para la esperanza. No en balde el final de la historia podría interpretarse como una nueva oportunidad para empezar, aunque poco haya cambiado.
Noventa millas entre Cuba y La Florida. Tan cerca, pero tan lejos. Tan fácil cuando se imagina cruzarlas en una rústica embarcación, pero tan suicida cuando se intenta. Todo eso parecieran decir las olas que recorren la franja de mar entre Cuba y Estados Unidos. Un mar que incita y asusta y que en el filme está presente desde la primera escena. A punto de aparecer los créditos del final también está ese mar rompiendo en una playa, quizás para enfatizar en el viaje de regreso al punto de partida. El círculo que se cierra, la cinta de Moebius que nos devuelve al mismo lugar. A una Isla que nos atrae hacia ella como un fatídico imán.