Autor invitado: Ramón Aguadero Miguel, profesor en la enseñanza pública. Voluntario en proyectos educativos en Mozambique. Pertenece a la HOAC (Hermandad Obrera de Acción Católica).
Se me anima a participar en el blog Cuestión de Fe, espacio colectivo que nace con vocación de ser lugar de encuentro, con el hecho religioso como telón de fondo. En consonancia con lo publicado por otros autores, este escrito plantea unas sencillas reflexiones en clave experiencial en torno a los retos a los que se enfrenta la Iglesia hoy; nacen de la vivencia personal y de un planteamiento de vida desde claves religiosas.
Nací hace 47 años en un país oficialmente católico. En una ciudad castellana donde la visión religiosa de la vida marcaba profundamente la manera de situarnos ante el mundo. Al emigrar mi familia a Andalucía, en Málaga nos incorporamos a una Iglesia que enseguida sentimos cercana, sencilla y familiar. En la cotidianeidad del día a día fueron tomando sentido las palabras y los hechos del maestro de Nazaret. Y en ese ambiente aprendí, siempre en comunidad, que desde la asunción de lo que somos, con nuestras debilidades y fortalezas, merecía la pena mirar al mundo con los ojos de los últimos y complicarnos la existencia en la búsqueda de la fraternidad y de la justicia.
Un sacerdote reza en la iglesia dedicada en Roma a San Ignacio de Loyola, el fundador de la Compañía de Jesús. Fotografía de Emilio Morenatti/AP
Un tiempo, en la Iglesia española, de puesta en práctica de las enseñanzas del Concilio Vaticano II; de renovar métodos y prioridades pastorales; de llevar al centro de su misión el anuncio de un Evangelio liberador, inserto en cada pueblo y en cada cultura; una Iglesia-Pueblo de Dios que nos animaba a implicarnos en iniciativas y movimientos sociales que propiciasen un mundo más humano. Esta experiencia ha marcado mi vida en muchos aspectos, en especial en la manera de entender la profesión docente y en el talante del compromiso sociopolítico que he ido asumiendo a lo largo de los años.
Desde entonces mucho han cambiado las cosas.
Ante esta realidad, no vale que como Iglesia echemos balones fuera y pongamos la culpa sólo en los otros, en el peso del relativismo amenazante o en el poder de persuasión del dios-dinero.
En mi sencillo análisis, no voy a hablar desde lo que supondría asumir la catolicidad vista la Iglesia comocomunidad de comunidades pluriculturales, con realidades y sensibilidades diversas en un mundo diverso; apenas voy a centrarme en lo que vivo y percibo en mi realidad cercana.
Hay dos cuestiones que considero fundamental tener en cuenta para centrar la reflexión. Una primera idea o impresión es que en la Iglesia no queremos enterarnos de que la realidad social de nuestro país ha cambiado. Los católicos somos cada vez una minoría más minoritaria en un país plural en lo cultural y en el campo de las creencias. Pero seguimos utilizando un lenguaje y unas formas caducas, ininteligibles para la mayoría de una población que, sencillamente, ha nacido en ambientes no eclesiales. La fe en Jesús de Nazaret ha dejado de heredarse y de conformar el ambiente cultural para la mayoría, y se va convirtiendo cada vez más en una opción personal que se elige libremente en medio de otras posibilidades, igualmente legítimas y dignas de estima.
La segunda cuestión me toca más de lleno, pues hace referencia al papel y a la formación que los laicos tenemos y recibimos en la Iglesia. Por mucho que los documentos oficiales hablen de la importancia y de la necesidad de tener un laicado adulto, corresponsable en los ministerios y servicios en la comunidad eclesial, y presencia autónoma en el mundo desde las implicaciones sociales de la fe, a la hora de la verdad resulta más fácil que seamos “hijos fieles” de la Iglesia que instancia crítica en la comunidad eclesial y en la realidad social. No tenemos más que echar la vista atrás y ver lo incómodos que han resultado, no sólo en la transición, sino también ahora, determinados posicionamientos de comunidades cristianas o movimientos, a pesar de la raíz evangélica que los movía y mueve. O irnos al CLIM y ver lo mucho que queda por hacer para pasar de las buenas intenciones a las acciones.
Dentro de la comunidad eclesial se siguen dando numerosos testimonios de entrega y servicio desinteresado, en el día a día de la vida personal o parroquial, también en muchas organizaciones e instituciones; ejemplos que muestran que tomarse en serio el Evangelio nos sigue humanizando y nos proyecta a colaborar en la construcción de sociedades inclusivas e igualitarias. Este hecho, que es innegable, no es suficiente para hacernos creíbles en el mundo de hoy; y, sobre todo, no puede ser la excusa perfecta para tranquilizar conciencias o mirar para otro lado ante determinados hechos o situaciones que deben cambiar.
Esta cuestión se convierte, expresándolo en términos religiosos, en una llamada a la conversión como comunidad eclesial. Una conversión que habría de llevarnos necesariamente a admitir con mayor naturalidad que como institución y como grupo humano, somos débiles y fallamos igual que el resto; y que, al igual que el hijo pródigo, necesitamos curar las heridas y ponernos en las manos del Padre bueno. Y pienso que lo primero, como cuestión fundamental, y que iría dando credibilidad y posibilidad a nuestros deseos de mudanza, es el cambio sincero de actitudes. Tenemos que dejar de mirar al mundo como poseedores únicos de la verdad. Asumir que somos una voz más, que debe ser escuchada, sí, pero como una de tantos, en una sociedad democrática vertebrada y guiada por los derechos humanos. De seguido, desembarazarnos de tantas seguridades mundanas a las que nos hemos ido abrazando a lo largo de los siglos, y que cuestionan a veces esa confianza que decimos tener en el Dios de Jesús. Y desde aquí, acoger. Tratar de comprender y no anatemizar. A los que hemos ido dejando al borde del camino eclesial, a pesar de su coherencia y sufrimiento. Y abrir nuestras puertas y utilizar todas nuestras potencialidades y recursos para tender puentes, para ponernos en el lugar de tantos grupos y personas que, en una nueva realidad cultural, intentan ser felices, y no entienden que se quieran imponer determinados modelos de vida que son construcción cultural, por mucho que lo neguemos. Fijos los ojos en un Jesús que no condenaba y que sí amaba (y a la vez exigía coherencia).
Creer en el Dios de la vida implica seguir diciendo no al sufrimiento de millones de personas. Confiando en las potencialidades de la familia humana, y en la posibilidadreal de que en medio de nosotros siga haciéndose viable lo inédito, porque el Señor de la vida sigue acompañando a todos los pueblos en medio de la tribulación. Sólo con opciones inequívocas que demuestren compasión real por los hombres y mujeres en sus dificultades del momento presente, y que pongan en el centro del ser y misión de la Iglesia la causa de los empobrecidos de la tierra desde sus causas personales y estructurales, podremos como Iglesia hacer creíble hoy el Evangelio de la vida.
Hay 4 Comentarios
Efectivamente, como plantea el autor, que cada uno dentro de la Iglesia lleve un mensaje esperanzador y ofrezca sus manos, a los que están en tribulación, es lo mejor en que pueden coincidir esas diferentes comunidades que conforman la Iglesia.
El artículo merece una reflexión de cada uno, sobre cada uno, sin autocompasión.
Publicado por: isabel | 23/03/2013 1:06:46
Unas muy interesantes reflexiones las contenidas en este artículo. Una visión crítica, constructiva y muy realista del fenómeno religioso. Quizás este tipo de análisis y reflexión es el que se echa en falta ...por eso agradezco a su autor la generosidad que hay detrás de estas palabras.
Publicado por: Beatriz | 21/03/2013 9:46:22
Las personas viven en una realidad diaria en constante evolución.
Necesitadas de soluciones auténticas y atentas a lo que ocurre en sus vidas, en sus familias, en su entorno social, e incluso a nivel internacional.
Dada la globalización del mundo actual.
Por lo tanto una visión miope y pobre de las personas por parte de La Iglesia Católica solo consigue perder de vista el fin y fundamento de su cometido.
La gente no precisa de una Iglesia infantil, pacata, e insulsa, porque la realidad que se vive hoy día precisa de respuestas sociales reales, decididas, comprometidas, serias y veraces.
Nuestros hijos, nuestro futuro, nuestro presente necesitan un fundamento al que agarrarse que no sea ni miope, ni infantil, ni pacato, ni insulso.
Y menos aun, fatuo.
El mensaje del Evangelio es directo, claro, serio, veraz, contundente, y comprometido.
Exigente, sin dobleces ni circunloquios.
Con los ojos abiertos.
Y la mente clara.
Llamando por su nombre a la verdad, y descartando todo lo que no lo es.
Por ese camino es seguro que nos encontraremos todo el mundo.
Publicado por: Asunción | 20/03/2013 9:46:04
muchas gracias para el blog!
Publicado por: gil | 20/03/2013 9:27:20