Un teólogo comentaba a sus alumnos recientemente con ironía que en los procesos de canonización se saltan cosas. "Unas veces un milagro, otras la santidad". La prensa nacional e internacional se está haciendo eco de la doble canonización celebrada ayer en San Pedro del Vaticano. Dos papas, Juan XXIII y Juan Pablo II, suben a la vez a los altares de la mano de otros dos pontífices: Francisco y Benedicto XVI. Son muchas las crónicas, los análisis, que han incidido en el carácter histórico de esta celebración. También en el debate interno que conlleva para la Iglesia unir en un mismo acto a dos figuras del pontificado tan diferentes como el papa bueno y el viajero. El primero sorprendió a todos con la convocatoria del Concilio Vaticano II y el empeño en renovar la Iglesia para devolverle la coherencia con sus orígenes. El segundo no puede zafarse de las sombras de connivencia con el poder capitalista, el silencio frente a los abusos sexuales o la persecución a los teólogos más progresistas que oscurecen un pontificado jaleado desde los sectores más conservadores y populistas de la Iglesia católica.
Sí, hemos oído y leído mucho sobre esto. Sin embargo, me ha costado encontrar de puertas para adentro voces que cuestionen la mayor. Es decir, los procesos de canonización. Y en mi opinión de creyente hay varias razones evidentes para hacerlo.
La primera de ellas me parece de sentido común: ¿Quiénes somos nosotros para decidir quién es santo o no? Se suele argumentar que es lícito en cualquier organización humana destacar a las figuras ejemplares. Pero todos sabemos que esa ejemplaridad no siempre es objetiva, ni permanece inalterable al paso del tiempo y los consecuentes cambios de mentalidad. De ahí que algunos personajes santificados hace siglos sean políticamente incorrectos hasta para la conservadora estructura eclesial. O que, curioso, algunos de los santos que hoy nos parecen más imitables hayan sido canonizados con siglos de retraso porque en su día se opusieron abietamente a sus superiores (¡hay tantos de estos!). Otros ni siquiera lo han logrado pese a que el pueblo los venera como tales desde hace décadas. Romero es el caso más evidente pero no el único. La ideología ha marcado históricamente un proceso de selección que ha dejado fuera habitualmente a laicos y, ¿cómo no? a las siempre ninguneadas mujeres.
La segunda razón es de justicia. O más bien de coherencia: de todos es conocido el inmenso coste económico que conlleva un proceso de canonización. ¿Tiene sentido invertir ingentes cantidades de dinero en ensalzar una figura, la que sea, luces y sombras al margen? ¿Es esto coherente cuando hay tantas necesidades humanas que atender? Y aunque no las hubiera, ¿qué tiene que ver toda esta parafernalia mediática y política con el mensaje del hijo del carpintero que pasó por aquí hace 21 siglos predicando la justicia, enfrentándose a los poderes políticos, económicos y religiosos y haciendo el bien? Sí, de vez en cuando no estaría de más preguntarse en la Iglesia qué habría hecho Jesús. En lugar de ceñirse al guión que dicta la manida y ajada tradición. Una tradición, por cierto, que se remonta a tiempos medievales, y no al cristianismo primitivo y más auténtico. Por poner sólo un ejemplo, ¿habría sentado Jesús en las primeras filas de esta celebración a los mandatarios y poderosos de la tierra, o a los últimos, con los que compartió el pan, las alegrías y las miserias?
Creo que sería mucho más inteligente practicar una moratoria indefinida en las canonizaciones, si no hay valentía para desterrarlas de la vida de la Iglesia de aquí en adelante. Y que todos nos apuntemos al camino de la santidad que marca Jesús de Nazaret, y no códigos de derecho canónico o procesos burocráticos de más que dudoso estilo evangélico. Así que, en esto, ni con el papa bueno, ni con el viajero. Canonizaciones, no gracias.