Estos días el cielo se nos desparrama. Llevamos diez con lluvia constante. El suelo saturado ya de agua. Treinta y dos muertos. Cincuenta mil personas que han tenido que abandonar sus casas y duermen en albergues. Y sigue lloviendo. Esto no para. Dicen los meteorólogos que debemos tranquilizarnos, que ya viene un frente frío que limpiará las nubes. Hace tres días el presidente Mauricio Funes salió, por fin, en cadena nacional, para culpar a los medios por exagerar las cifras. Que no son treinta y tres, solo treinta y dos los muertos. Que nos enteremos bien. Pero hoy no hablaremos de política. Salvo para decir que esto nos pasa todos los años. Y que, para ser honestos (nosotros, o sea tú y yo), en las últimas administraciones se han hecho esfuerzos por mitigar los riesgos. Y que si no fuera por estas obras los muertos hoy serían muchos más.
Estudios de Naciones Unidas y del Banco Mundial determinaron que El Salvador es uno de los cinco países más vulnerables del mundo a desastres naturales. A deslaves, a inundaciones, a terremotos, a erupciones. Cuánta destrucción cabe en este pedacito de 21 mil kilómetros cuadrados. Los países vecinos están en condiciones similares. Guatemala: 38 muertos; Honduras, 14 muertos; Nicaragua, 12 muertos; Costa Rica, 5 muertos. Los damnificados y desplazados en el istmo suman más de 300 mil. Por una semana de lluvias. Hoy estamos todos en emergencia.
Esta es lluvia queda, que no para, con una constancia que ya rompió registros históricos de agua.Mi colega en El Faro, Roberto Valencia, me ha ayudado a dimensionar el desparrame: La estación meteorológica de Huizúcar, a unos veinte kilómetros de San Salvador, ha registrado en nueve días más cantidad de agua que la que cae sobre Londres durante más de dos años. Y llegó cuando el suelo ya estaba bastante saturado.
Aquí, al pie del volcán, me siento a escribir este blog, viendo la lluvia desde mi ventana. Las cortinas de agua opacan el paisaje. El martilleo de las gotas da paso a un sonido fluvial, armonioso, que comienza a invadirlo todo. El agua corre frenética por las quebradas que atraviesan San Salvador; y más allá, por la cadena de ríos de este diminuto país que no da para tanta agua. Y los ríos se desbordan y se llevan los caseríos de gente pobre que no encontró otro lugar para instalarse. Hoy son cincuenta mil personas en albergues. Cincuenta mil por diez días de lluvias. Tienen frío. Tienen hambre.
La historia de El Salvador podría contarse como una sucesión de desastres. Hace algún tiempo, pasada otra tormenta, visité una escuela que servía de refugio temporal a cientos de personas que habían perdido sus viviendas asentadas en una comunidad llamada 10 de Octubre. La comunidad fue levantada por el gobierno de manera improvisada en 1986. !En 1986! El 10 de octubre de ese año un terremoto dejó más de mil muertos y decenas de miles de damnificados. Dos décadas después, las viviendas "temporales" para damnificados de ese terremoto, el de 1986, fueron destruidas por una tormenta. "Y mire pues, aquí vamos de nuevo -me dijo resignada una señora, con tres hijos agarrados a sus piernas, entre las colchonetas tiradas en el suelo de un aula-. A saber dónde vamos a dormir mañana."
El país se resigna a responderle que ella también se resigne. "Que Dios bendiga a El Salvador". Así cerró Funes su cadena nacional y así las cerraban sus antecesores. Pidiendo la bendición divina para un país que lleva el nombre más religioso del mundo: El Salvador. Pero si un griego, de aquellos politeístas que fueron la cuna de occidente, viera lo que nos pasa, pensaría lo contrario: que a saber qué le hicimos los salvadoreños a algún dios para que nos tenga así de jodidos. Vulnerables, asediados por la violencia, pobres, en una sociedad desigual y cruel… Algo, algo tuvo que haberles hecho alguno. O haberle. A un solo Dios. Padre todopoderoso. Creador del cielo que se nos viene encima.
APÉNDICE CULTURAL: Es siempre igual. Pasa el desastre y las aves vuelven a apropiarse de la ciudad a pura garganta. Un médico gringo que estuvo aquí durante la guerra decía que le llamaba mucho la atención que, durante los enfrentamientos, entre las balas, los aviones y las bombas, los pájaros nunca se callaban. Y aquí siguen. Loros, pericos, zanates, colibríes, carpinteros, chiltotas, tucanes, zenzontles, torogoces y dichosofuis. Nunca se callan. Reafirman a gritos su propia sobrevivencia en un país de muertos. Muertos de desastres naturales, sí. Y del otro, el mayor desastre. Del que seguiré hablando. Pasa la tormenta: doce muertos. Ya no por las lluvias plomizas, sino por las lluvias de plomo. Plomo de verdad. O acuchillados. Macheteados. Violentados. También aquí, desde mi ventana, se escuchan las balas de cuando en cuando. Esta es la capital de uno de los cinco países más violentos del mundo. Que Dios bendiga a El Salvador