Cuánta patria cabe en un gol mundialista. La tensión que aprieta, la energía que recorre todo el cuerpo y finalmente su liberación en una explosión de emociones compartida por millones que, de repente, se sienten más que nunca parte de una comunidad. De una nación. Que se abrazan y que elevan los decibeles del territorio en un grito prolongado, seguido de carcajadas de alegría. Gooooooooooooooooooooooooooooool.
La única vez antes de 2011 que sentimos algo parecido fue en España 82. Era nuestro segundo mundial. Del primero, el México 70, nos fuimos en blanco. Ni un solo gol a favor. En España, en cambio, lo gritamos. El 15 de junio de 1982. Jorge "Mágico" González recibió un balón por la banda izquierda, hizo un túnel a un húngaro, dejó sin cintura a otro en un recorte a la orilla del área y mandó la diagonal de la muerte, Norberto Huezo recibió en el punto de penal y apenas con las uñas pasó el balón a Luis Ramírez Zapata -a quien llamábamos "el Pelé" por razones aun desconocidas- y éste apenas la empujó junto al poste derecho. Gol gol gol gol gooooool. El Pelé recorrió todo el campo con la sonrisa más grande que se le ha visto a un jugador, en una carrera frenética, seguido por sus compañeros que intentaban alcanzarlo para fundirse en un abrazo. En El Salvador hasta la guerra se paralizó para ver los partidos y en esa pausa entre hermanos que se estaban masacrando todos se descubrieron gritando juntos el gol. Afuera, casi un millón de exiliados, distribuidos en México, Costa Rica, Estados Unidos, Europa, Canadá y Australia, hacían su aporte al coro. Era el primer gol salvadoreño en mundiales. Y el 5-1 en el marcador. Desde entonces, el Pelé Zapata camina con otro apodo: El Hombre Gol. Que en realidad debería ser El Hombre de Aquel Gol.
Ese partido está inscrito en nuestra historia por ese solitario gol. En la de la FIFA está por otras razones: es la mayor goleada registrada en un mundial. Hungría nos ganó 10 a 1.
Nunca más volvimos a un campeonato mundial. No que recordemos. Hasta el 2011. En septiembre de este año, El Salvador se prendió de un grupo de pescadores que hacían la hazaña en Italia. En el mundial de fútbol playa. Muchachos que llegaron allá representando a un país que en lo deportivo es exactamente lo contrario de España: habida cuenta de las circunstancias, lo inexplicable aquí son los triunfos; lo natural son las derrotas. Solo así puede contarse que unos muchachos pobres, nacidos en la playa y que crecieron jugando fútbol sin ninguna otra regla que dos cocos por portería, que nunca tuvieron entrenadores ni dietas ni cancha más que la que marca el fuera donde comienza el mar, terminaran en semifinales de una copa del mundo.
Ya sabíamos que no eran profesionales. Ya sabíamos que no eran ni siquiera amateurs. Ya sabíamos que jugaban un deporte que ni federación tenía hasta que de pronto necesitaron enviar a alguien a un mundial y fueron a verlos en una playa sucia llamada La Pirraya. Ya sabíamos que, incluso después de dos mundiales en los que perdieron todos los partidos (y que nunca tomamos muy en serio), no podían entrenar mucho porque necesitaban salir a pescar para comer algo ese día. Que algunos de ellos ni siquiera habían ido a la escuela. Así que los veíamos con mucho cariño, casi con ternura, y sin dramas asumimos la primera derrota de Italia 2011: una goleada parecida a la de aquella noche, treinta años antes, en España. Esta vez, con arena en vez de grama, Portugal nos ganó 11-2.
Ya con las maletas hechas, los muchachos se fueron a los trámites. Al partido contra Omán, que ganamos 4 a 3 y que ya era motivo de alegrías. El Salvador tenía ya una victoria en mundiales. Y venía Argentina. Contra todos los pronósticos, los dejamos fuera del mundial con un apretado 4 a 3. Los pescadores a cuartos, y la fiesta fue tan grande en un país necesitado de alegrías, que aquel partido de cuartos contra la anfitriona Italia fue visto por todos como un homenaje a unos hombres valientes que habían superado las expectativas más optimistas. Aquella noche se rubricó la leyenda de Frank Velázquez, con sus cuatro goles a Italia. El último, marcado en tiempo suplementario, provocó el grito de toda la patria. ¡¡¡¡¡¡Goooooooooooooooooooooooool!!!! Y apenas alcanzó para la borrachera nacional vivida aquella jornada. Una imagen muy extraña: los salvadoreños embriagados de triunfo. Pasamos a semifinales. ¿Nosotros? Sí, nosotros. El Salvador tenía nuevos héroes: Frank Velázquez, Agustín Ruiz, Baudilio Guardado, Darwin Ramírez, José Membreño, Walter Tórres…
Terminamos el mundial en cuarto lugar, después de perder las semifinales contra Rusia y el tercer lugar ante Portugal que, esta vez, a diferencia de la primera ronda, apenas nos pudo ganar 3-2. Cuando los pescadores volvieron a casa, miles de salvadoreños fueron a recibirlos al aeropuerto de Comalapa. A darles las gracias. Nuestros más grandes ídolos en un deporte que hace cuatro años a nadie le importaba. Nuestro mayor triunfo en la historia de los deportes de conjunto.
A uno de los jugadores le preguntaron qué le gustaría que le diera su país y dijo que solo un motor de lancha para no tener que pagar renta por el que le toca usar. No solo tuvieron sus motores. Les dieron casa, muebles y hasta les prometieron una cancha profesional. Los partidos políticos hablaban de ellos y las agencias de publicidad les dieron contratos para anunciar de todo. El triunfo insólito de los pescadores pobres tocó la institucionalidad.
Hace dos días, por primera vez, la selección playera tuvo un juego de fogueo. En San Salvador. Un juego de exhibición contra Venezuela. Un regalo de navidad para un país que normalmente aparece en los primeros lugares mundiales en las disciplinas más horribles: número de homicidios, mayor inequidad, vulnerabilidad…
Miles de personas llegaron a verlos. Los pescadores disfrutan de su repentina fama y le hacen guiños a la afición. Brindaron un espectáculo fantástico con goles de chilena, con dribles, con fantasía. El debut de la de playa en San Salvador. Le ganamos a Venezuela 10-4. "Es que de verdad, la selecta playera es lo máximo", dijo un aficionado al que entrevistaba un perodista de radio. "Es que dígame si no son la única alegría que tenemos". Atrás de él sonaban los gritos: "El Salvador, El Salvador".
APÉNDICE CULTURAL
Douglas, un vigilante del edificio donde vivo, me saludó ayer tirándome los brazos por encima de la espalda. "Ya es el tiempo de los abrazos", me dijo. Sí, ya es el tiempo de los abrazos. Le mando uno a usted, que lee este blog, deseándole felicidad y muchas alegrías, que no es lo mismo, para el 2012. Y que reine la paz, que tan ausente anda por estos lados.