Carlos Dada

Sobre el autor

Carlos Dada, periodista salvadoreño, es fundador y director de El Faro (www.elfaro.net), un medio reconocido por su independencia y su alta calidad. Dada ha trabajado en prensa, radio y televisión cubriendo noticias en más de 20 países. Es Knight Fellow por la Universidad de Stanford y ha sido galardonado con el LASA Media Award 2010 y el Maria Moors-Cabot de la Universidad de Columbia.

TWITTER

Carlos Dada

Archivo

julio 2014

Lun. Mar. Mie. Jue. Vie. Sáb. Dom.
  1 2 3 4 5 6
7 8 9 10 11 12 13
14 15 16 17 18 19 20
21 22 23 24 25 26 27
28 29 30 31      

Gol de playa

Por: | 24 de diciembre de 2011

Cuánta patria cabe en un gol mundialista. La tensión que aprieta, la energía que recorre todo el cuerpo y finalmente su liberación en una explosión de emociones compartida por millones que, de repente, se sienten más que nunca parte de una comunidad. De una nación. Que se abrazan y que elevan los decibeles del territorio en un grito prolongado, seguido de carcajadas de alegría. Gooooooooooooooooooooooooooooool. 

La única vez antes de 2011 que sentimos algo parecido fue en España 82. Era nuestro segundo mundial. Del primero, el México 70, nos fuimos en blanco. Ni un solo gol a favor. En España, en cambio, lo gritamos. El 15 de junio de 1982. Jorge "Mágico" González recibió un balón por la banda izquierda, hizo un túnel a un húngaro, dejó sin cintura a otro en un recorte a la orilla del área y mandó la diagonal de la muerte, Norberto Huezo recibió en el punto de penal y apenas con las uñas pasó el balón a Luis Ramírez Zapata -a quien llamábamos "el Pelé" por razones aun desconocidas- y éste apenas la empujó junto al poste derecho. Gol gol gol gol gooooool. El Pelé recorrió todo el campo con la sonrisa más grande que se le ha visto a un jugador, en una carrera frenética, seguido por sus compañeros que intentaban alcanzarlo para fundirse en un abrazo. En El Salvador hasta la guerra se paralizó para ver los partidos y en esa pausa entre hermanos que se estaban masacrando todos se descubrieron gritando juntos el gol. Afuera, casi un millón de exiliados, distribuidos en México, Costa Rica, Estados Unidos, Europa, Canadá y Australia, hacían su aporte al coro. Era el primer gol salvadoreño en mundiales. Y el 5-1 en el marcador. Desde entonces, el Pelé Zapata camina con otro apodo: El Hombre Gol. Que en realidad debería ser El Hombre de Aquel Gol. 

Ese partido está inscrito en nuestra historia por ese solitario gol. En la de la FIFA está por otras razones: es la mayor goleada registrada en un mundial. Hungría nos ganó 10 a 1. 

Nunca más volvimos a un campeonato mundial. No que recordemos. Hasta el 2011. En septiembre de este año, El Salvador se prendió de un grupo de pescadores que hacían la hazaña en Italia. En el mundial de fútbol playa. Muchachos que llegaron allá representando a un país que en lo deportivo es exactamente lo contrario de España: habida cuenta de las circunstancias, lo inexplicable aquí son los triunfos; lo natural son las derrotas. Solo así puede contarse que unos muchachos pobres, nacidos en la playa y que crecieron jugando fútbol sin ninguna otra regla que dos cocos por portería, que nunca tuvieron entrenadores ni dietas ni cancha más que la que marca el fuera donde comienza el mar, terminaran en semifinales de una copa del mundo. 

Ya sabíamos que no eran profesionales. Ya sabíamos que no eran ni siquiera amateurs. Ya sabíamos que jugaban un deporte que ni federación tenía hasta que de pronto necesitaron enviar a alguien a un mundial y fueron a verlos en una playa sucia llamada La Pirraya. Ya sabíamos que, incluso después de dos mundiales en los que perdieron todos los partidos (y que nunca tomamos muy en serio), no podían entrenar mucho porque necesitaban salir a pescar para comer algo ese día. Que algunos de ellos ni siquiera habían ido a la escuela. Así que los veíamos con mucho cariño, casi con ternura, y sin dramas asumimos la primera derrota de Italia 2011: una goleada parecida a la de aquella noche, treinta años antes, en España. Esta vez, con arena en vez de grama, Portugal nos ganó 11-2.

Ya con las maletas hechas, los muchachos se fueron a los trámites. Al partido contra Omán, que ganamos 4 a 3 y que ya era motivo de alegrías. El Salvador tenía ya una victoria en mundiales. Y venía Argentina. Contra todos los pronósticos, los dejamos fuera del mundial con un apretado 4 a 3. Los pescadores a cuartos, y la fiesta fue tan grande en un país necesitado de alegrías, que aquel partido de cuartos contra la anfitriona Italia fue visto por todos como un homenaje a unos hombres valientes que habían superado las expectativas más optimistas. Aquella noche se rubricó la leyenda de Frank Velázquez, con sus cuatro goles a Italia. El último, marcado en tiempo suplementario, provocó el grito de toda la patria. ¡¡¡¡¡¡Goooooooooooooooooooooooool!!!! Y apenas alcanzó para la borrachera nacional vivida aquella jornada. Una imagen muy extraña: los salvadoreños embriagados de triunfo. Pasamos a semifinales. ¿Nosotros? Sí, nosotros. El Salvador tenía nuevos héroes: Frank Velázquez, Agustín Ruiz,  Baudilio Guardado, Darwin Ramírez, José Membreño, Walter Tórres… 

 

 

Terminamos el mundial en cuarto lugar, después de perder las semifinales contra Rusia y el tercer lugar ante Portugal que, esta vez, a diferencia de la primera ronda, apenas nos pudo ganar 3-2. Cuando los pescadores volvieron a casa, miles de salvadoreños fueron a recibirlos al aeropuerto de Comalapa. A darles las gracias. Nuestros más grandes ídolos en un deporte que hace cuatro años a nadie le importaba. Nuestro mayor triunfo en la historia de los deportes de conjunto. 

A uno de los jugadores le preguntaron qué le gustaría que le diera su país y dijo que solo un motor de lancha para no tener que pagar renta por el que le toca usar. No solo tuvieron sus motores. Les dieron casa, muebles y hasta les prometieron una cancha profesional. Los partidos políticos hablaban de ellos y las agencias de publicidad les dieron contratos para anunciar de todo. El triunfo insólito de los pescadores pobres tocó la institucionalidad. 

Hace dos días, por primera vez, la selección playera tuvo un juego de fogueo. En San Salvador. Un juego de exhibición contra Venezuela. Un regalo de navidad para un país que normalmente aparece en los primeros lugares mundiales en las disciplinas más horribles: número de homicidios, mayor inequidad, vulnerabilidad… 

Miles de personas llegaron a verlos. Los pescadores disfrutan de su repentina fama y le hacen guiños a la afición. Brindaron un espectáculo fantástico con goles de chilena, con dribles, con fantasía. El debut de la de playa en San Salvador. Le ganamos a Venezuela 10-4. "Es que de verdad, la selecta playera es lo máximo", dijo un aficionado al que entrevistaba un perodista de radio. "Es que dígame si no son la única alegría que tenemos". Atrás de él sonaban los gritos: "El Salvador, El Salvador". 

APÉNDICE CULTURAL

Douglas, un vigilante del edificio donde vivo, me saludó ayer tirándome los brazos por encima de la espalda. "Ya es el tiempo de los abrazos", me dijo. Sí, ya es el tiempo de los abrazos. Le mando uno a usted, que lee este blog, deseándole felicidad y muchas alegrías, que no es lo mismo, para el 2012. Y que reine la paz, que tan ausente anda por estos lados.  

Un ejército para salvarnos de la policía

Por: | 05 de diciembre de 2011

El benemérito Congreso hondureño, el mismo que aprobó un golpe de Estado y defendió a la cúpula militar que lo perpetró en 2009, hizo la semana pasada otra de esas cosas cuyas consecuencias son aún desconocidas pero que ya sabemos que durarán mucho tiempo: autorizó al Ejército a realizar tareas policiales. Es decir: allanamientos, detenciones, operativos. Es una medida de emergencia, dicen, porque hay que depurar a la policía. Porque de pronto, sin que la Honduras oficial tuviera antecedentes, hace pocos días descubrieron que la policía es una banda criminal y hay que renovarla. ¿Y ahora quién podrá defenderlos? El Ejército, por supuesto. Es la historia de estos países: el Ejército es siempre la última morada, el salvapatrias, el redentor. 

La cosa esta vez fue así: Hace poco más de un mes, Rafael Vargas Castellanos y Carlos Pineda Rodríguez, dos jóvenes universitarios de Tegucigalpa, regresaban de una cena en la madrugada cuando fueron interceptados por desconocidos. Horas más tarde aparecieron sus cuerpos en una parte de la ciudad que, según reportes de los periódicos locales, "se ha convertido en un botadero de cadáveres". Vargas Castellanos era hijo de la rectora de la Universidad Nacional Autónoma de Honduras, y su asesinato desató tal indignación que el presidente hondureño se comprometió personalmente a dar con los asesinos. No tardó mucho. Los autores del crimen fueron cuatro policías que presuntamente se dedicaban a asaltar. Formaban parte de una banda en la que había otros agentes. A pesar de haber sido identificados, mientras proseguían las averiguaciones sus jefes les dieron días libres, y se fugaron. Y entonces se ampliaron las averiguaciones y comenzó la depuración. 

Tres semanas después, la UNAH entregó un estudio que confirma lo que todos los hondureños, salvo los funcionarios, ya sospechaban: la Policía es "la organización delictiva más peligrosa" del país. Una mafia que se dedica al robo, al asalto, al sicariato, al secuestro y al narcotráfico. Una mafia pagada con fondos públicos, que tiene armamento reglamentario y permiso legal para usarlo; que actúa bajo la protección del Estado. El Gobierno ha desmantelado ya a toda la jefatura policial y ha iniciado el proceso de depuración que debió haber hecho hace mucho tiempo. Y mientras tanto, ya salieron los soldados. 

Algo parecido pasó en Guatemala. En 2007, tres diputados salvadoreños fueron interceptados cerca de la Ciudad de Guatemala y posteriormente asesinados. Los responsables, cuatro policías pertenecientes a la división de investigaciones criminales, fueron capturados y recluidos en una prisión de máxima seguridad en la que no duraron vivos ni siquiera veinticuatro horas. Luego se determinó que los policías operaban al servicio de un cartel de drogas y, mientras algunos fiscales obstaculizaban las investigaciones, se fueron muriendo muchas personas de balazo en balazo. También esto desató una "limpia" en la policía guatemalteca, que sirvió simplemente para demostrar que el gobierno estaba reaccionando. Pero pocas cosas cambiaron en ese país. 

En Guatemala al Ejército lo llamó el pueblo. Harto de que el sistema político fuera incapaz de garantizar la seguridad, eligió a un militar como presidente. El general Otto Pérez Molina tomará posesión el 14 de enero y ya ha nombrado a un compañero de armas como ministro de Seguridad. Lo mismo hizo en El Salvador el actual presidente, Mauricio Funes, hace dos semanas. El primer presidente salvadoreño de izquierda es también el primero en tiempos de paz en tener a dos militares en su gabinete: en Seguridad y en Defensa. Y su nuevo ministro de seguridad, el General David Munguía, que entró prometiendo bajar los homicidios en 30 por ciento y subir el crecimiento económico en tres puntos, tiene aspiraciones presidenciales. En Honduras, dos años después de mandar al presidente Zelaya en piyamas al exilio, el general golpista Romeo Vásquez ha anunciado ya que buscará la presidencia.      

Fotoejércitopolicia

*Un soldado patrulla en una comunidad de San Salvador con fuerte presencia de pandillas. Foto: Mauro Arias, El Faro.

Hace apenas veinte años, los ejércitos de estos tres países tenían una reputación mundial de violadores de derechos humanos. Hoy son llamados para resolver la emergencia de seguridad pública que ha convertido a esta en la región más violenta del mundo. No sé en qué terminará esta nueva apuesta. Nos costó mucho enviar a los soldados a los cuarteles y dejar la política en manos de civiles. Aún así... 

Pocos días después del golpe de Estado, en 2009, me reuní con el representante legal de la cúpula militar hondureña, el coronel Bayardo Inestroza. Después de unos minutos de conversación, me dijo claramente: "Nosotros  combatimos los movimientos subversivos acá y fuimos el único país que no tuvo una guerra fratricida como los demás. Difícilmente nosotros, con nuestra formación, podemos tener relación con un gobierno de izquierda. Eso es imposible". Hoy, otra vez, los uniformados incursionan en la política, para salvarnos de la policía.  

Aun no sé qué le hace creer al presidente Lobo que su Ejército es distinto a su policía. Qué le hace pensar, a diferencia del resto de los hondureños, que su Ejército está limpio; que no está involucrado en narcotráfico ni en contrabando ni en tráfico de armas. Que no tienen nada que ver en que el aterrizaje de avionetas cargadas con drogas se haya multiplicado en los últimos dos años. 

Seguimos intentando apagar fuegos, en vez de arreglar el problema. Porque arreglarlo, de verdad, requiere de demasiadas cosas. La lista es abrumadora: mucho dinero, más transparencia, menos corrupción, depuración de jueces, policías y fiscales, una clase política responsable y una clase económica que conozca la palabra solidaridad. Educación, justicia y reducción de la tremenda desigualdad. 

Sí, así nomás parece más fácil traer de vuelta a los militares. Sobre todo si padecemos de amnesia. Sobre todo si no queremos pensar en las consecuencias. Sobre todo si nadie está dispuesto a revisar la lista. 

 

 

El País

EDICIONES EL PAIS, S.L. - Miguel Yuste 40 – 28037 – Madrid [España] | Aviso Legal