Carlos Dada

Sobre el autor

Carlos Dada, periodista salvadoreño, es fundador y director de El Faro (www.elfaro.net), un medio reconocido por su independencia y su alta calidad. Dada ha trabajado en prensa, radio y televisión cubriendo noticias en más de 20 países. Es Knight Fellow por la Universidad de Stanford y ha sido galardonado con el LASA Media Award 2010 y el Maria Moors-Cabot de la Universidad de Columbia.

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Amnesia. El Salvador siempre ha padecido amnesia. A veces por traumas que el subconsciente nacional bloquea. Olvida. No hay tiempo para eso. A veces porque las dosis de calmantes que se le administran son tales que no dejan espacio para la memoria. 

Hace 20 años, el 16 de enero de 1992, los hombres que durante doce años nos hundieron en la locura de la guerra se sentaron a firmar la paz. Con ella vino también una amnistía para evitar que los criminales, los asesinos, los torturadores, se sintieran amenazados y rompieran el proceso. Y la patria se vistió de gala para la fiesta de la paz y bailó con la muerte de sus hijos. 

A partir de entonces a las madres que buscaban a sus hijos la patria les regañó y les amenazó con la conciencia nacional: no podemos mirar al pasado. No podemos reabrir las heridas. 

Pero es que las heridas no estaban cerradas. Es que la paz la firmaron los guerreros y la amnistía no pidió la opinión de las víctimas y de sus familiares. 

Es que, ya pensándolo bien, era complicado. Porque la Comisión de la Verdad que investigó los crímenes de guerra estableció que el 90 por ciento los había cometido el ejército y que el fundador de ARENA, el partido que gobernaba El Salvador y que lo siguió gobernando durante 20 años, había sido también el autor intelectual del asesinato de Monseñor Óscar Romero y también el organizador de los Escuadrones de la Muerte. Es que, en esas condiciones, era difícil esperar que el poder cultivara la memoria. 

En los años que siguieron, la misión fue obviar el pasado y la consigna no reabrir heridas. La celebración de los acuerdos de paz se convirtió, en el mejor de los casos, en la glorificación de los nuevos tiempos y la decisión de no volver al pasado. La paz, decían todos, consolidó nuestra democracia y salvaguardó nuestras libertades. Pero no decían que esa paz no nos devuelve a los muertos para que los enterremos como dios manda. De eso no querían hablar. Durante dos décadas. 

 

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Foto: Mauro Arias, El Faro

Entonces Mauricio Funes, que durante su campaña nos prometió el cambio y que en los primeros dos años y medio de presidencia es quien más ha cambiado, se acordó de un par de cosas y se fue a conmemorar los 20 años de la firma de la paz al escenario más macabro de la guerra: El Mozote. El caserío que le dio nombre a la masacre perpetrada en 1981 en siete pequeñas poblaciones del nororiente de El Salvador. Un batallón del ejército llamado Atlacátl mató a casi mil personas, la mitad de ellos niños y el resto, casi todos, mujeres y ancianos (Es un batallón conocido en España por haber asesinado, en 1989, a seis sacerdotes jesuitas, a una empleada y a su hija en la UCA. Un caso reabierto en Madrid y en proceso en la Audiencia Nacional).

Ahí en El Mozote, rodeado de soldados del Estado Mayor, Funes dijo haber ordenado al Ejército revisar su interpretación de la historia y dejar de enarbolar y de presentar como héroes a quienes participaron en crímenes de lesa humanidad. 

Nombró particularmente a los perpetradores de la masacre: Al coronel Domingo Monterrosa, un hombre que el ejército venera, que ha dado su nombre a la Tercera Brigada de Infantería y que es adulado en el museo militar. En los caseríos que rodean El Mozote, en cambio, Monterrosa es recordado como el comandante del Batallón Atlacátl que ordenó aquella barbarie de tres días en 1981, una masacre que el Estado salvadoreño negó hasta el final de la guerra y que hoy es el símbolo latinoamericano de la atrocidad. El Mozote. (Monterrosa murió durante la guerra, en un atentado perpetrado por la guerrilla.)

Pasó lo que tenía que pasar: los que ayer pedían amnesia sacaron sus tambores de guerra y se pusieron frente a su armario para evitar que comenzaran a salir los fantasmas.

El general Mauricio Vargas, firmante de los acuerdos de paz, dijo en televisión que el informe de la Comisión de la Verdad era "una grosería" para la Fuerza Armada; y la paz que había llegado a celebrar junto a la ex comandante guerrillera Nidia Díaz terminó en una ácida discusión sobre quién había cometido más crímenes durante la guerra. 

El coronel Sigifredo Ochoa Pérez, ahora candidato a diputado, amenazó al mandatario: "¿Qué quiere pdte. Funes? ¿Guerra de nuevo? Yo como Soldado estoy listo para defender nuestra Patria". 

Las expresiones de este tipo no son algo generalizado, son solo muy ruidosas. En realidad no pasará mucho. Los criminales podrán pensar que están evitando que se rasque en el pasado, pero es un espejismo cruel. La historia se encarga siempre de poner las cosas en su lugar. Ellos creen que evitando que se haga ahora habrán conjurado al destino. Habrán dictado su propio capítulo. Pero cuando mueran ya no tendrán tiempo de dar su versión y nos quedarán solo los huesos desenterrados y la voz de los fantasmas, que van a salir del armario. Y van a hablar. Y van a reescribir ese capítulo y los criminales ya no podrán tener monumentos ni homenajes. Eso va a pasar. Tarde o temprano. 

Con su sencillez de campesino, curtido por el peor de los horrores y la cotidianidad de la pobreza, Antonio Pereira contó hace poco, por primera vez, lo que vio en el caserío Los Toriles, uno de los siete que ardieron aquella maldita noche. Logró escaparse y se mantuvo escondido en el monte, y desde ahí atestiguó cómo los soldados mataban a toda su familia: "Es duro estar viendo que le estén matando la familia a uno. Cuesta aguantarse. Después de que los ametrallaban les tiraban granadas, destrozándolos más de lo que los habían dejado con las balas… Yo quisiera que hubiera justicia para esa gente que lo hizo, porque fue mucho lo que hicieron. No se le olvidan las cosas a uno". No. No se le olvidan.

Hace tres días, el 16 de enero, en El Mozote, habló también la señora Dorila Márquez, sobreviviente de aquella masacre. Comenzó el recuento de sus seres queridos que perdieron la vida en el operativo del Atlacátl: su esposo, sus hermanos, sus hijos, sus sobrinos… huesos que esperan aún ser desenterrados. Huesos que a ella le impiden olvidar. No pudo con ella la amnesia oficial. Lo dijo muy claro el lunes pasado: "A 30 años de este horror sigue la impunidad. ¿Dónde está la justicia? Queremos perdonar, pero tenemos que saber qué y a quién". 

 

 

El arzobispo destruyó el mural de catedral

Por: | 07 de enero de 2012

El arzobispo de San Salvador destruyó el mural de la catedral. El arzobispo de San Salvador destruyó uno de los principales referentes de nuestra ciudad, de nuestra cultura, de nuestra identidad. El arzobispo de San Salvador destruyó el mural llamado "Armonía de mi Pueblo", obra del pintor Fernando Llort, y desató un huracán. 

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El 26 de diciembre, sobre la fachada de la Catedral de San Salvador, cayó una manta blanca. Ahí permaneció sin que nadie lo notara en la ciudad que se había ido de vacaciones, hasta que comenzaron a caer pedazos de mosaicos multicolores al suelo y alguien se preguntó qué pasaba. Lo supimos después: El Arzobispo de San Salvador, José Luis Escobar Alas, había ordenado destruir el mural de Llort que adornaba la iglesia desde 1999. ¿Por qué? El párroco de la catedral dijo que un escultor había donado una imagen del Divino Salvador del Mundo, patrono de la ciudad, y que el arzobispo la quería para la fachada, y que no iba bien con el mural. Pero el 1 de enero, ya sin mural, Monseñor Escobar Alas compareció en conferencia de prensa y explicó que los mosaicos ya estaban decolorados por el sol y la lluvia y comenzaban a caerse, así que la Iglesia decidió acelerar la destrucción natural con un cincel y un mazo. 

Antes de seguir, es necesario meter contexto: La catedral de San Salvador es, más que un centro religioso, un referente histórico y social de El Salvador. Aquí se sucedieron las huelgas y los movimientos sociales; los perseguidos políticos, los sindicalistas y los guerrilleros se la tomaron varias veces. Aquí, en este templo, Monseñor Romero oficiaba cada domingo con aquellas homilías que enfermaban a la oligarquía salvadoreña y que terminaron con su asesinato el 24 de marzo de 1980. Un día antes llamó a los soldados a que no dispararan contra sus hermanos. Aquí, en una cripta, yacen sus restos. 

Esta catedral, cuyas reconstrucciones son más lentas que las destrucciones que le han causado terremotos e incendios, ya no conserva nada de la que dejó la colonia. Es una estructura de concreto poco afortunada de no ser por el mural que la adornaba desde 1999 y que la convirtió también en un símbolo de identidad inconfundible y propio. Ahora la catedral desmuralada es otra cosa: la representación de la destrucción, del irrespeto, de la ignorancia.

El autor del mural destruido es Fernando Llort, un pintor que en los años setenta, mientras el país avanzaba aceleradamente hacia la guerra, decidió refugiarse en un pequeño pueblo en las montañas salvadoreñas llamado La Palma y enseñar ahí a los campesinos a labrar piezas de madera y pintarlas con su estilo, de formas geométricas y colores intensos. Y la artesanía de La Palma fue próspera y se convirtió en la representación gráfica más propia de los salvadoreños. Nuestra artesanía más reconocida, pues, fue inventada hace cuarenta años por Fernando Llort. 

Fue ahí entre esos artesanos, en La Palma, donde se reunieron por primera vez representantes  del gobierno y la guerrilla para negociar la paz.

La obra de Llort adorna también el altar de la capilla de la UCA, donde están enterrados los sacerdotes jesuitas asesinados en 1989 por un batallón del Ejército. 

Lo de Llort es tanto y tanto que se dice que no hay casa de salvadoreño sin alguna artesanía de La Palma -algo particularmente cierto entre la casi tercera parte de la población salvadoreña que vive fuera del país-. Y por eso es que él fue el encargado de hacer el mural de catedral. Y por eso es que teníamos, hasta la semana pasada, una de las catedrales más singulares de América Latina. La obra era de gran envergadura, y para costearla se creó una fundación que pidió donaciones para cada mosaico (la gente "adoptaba" alguno de los mosaicos numerados). El mural, pues, fue construido por la gente y destruido por el arzobispo. 

Esta vez, el arzobispo pensó, erróneamente, que volarse el mural durante las vacaciones le permitiría salirse con la suya sin mayor escándalo. Pero no fue así. La reacción indignada de los ciudadanos, encabezada por académicos y artistas, ha obligado también al Estado a intervenir para intentar reparar un daño irreparable. Aunque, evidentemente, solo hay una forma de hacerlo: encomendarle a Llort, que conserva los planos originales, que vuelva a hacer el mural. Pieza por pieza. Tres mil mosaicos pintados a mano.   

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