Carlos Dada

Sobre el autor

Carlos Dada, periodista salvadoreño, es fundador y director de El Faro (www.elfaro.net), un medio reconocido por su independencia y su alta calidad. Dada ha trabajado en prensa, radio y televisión cubriendo noticias en más de 20 países. Es Knight Fellow por la Universidad de Stanford y ha sido galardonado con el LASA Media Award 2010 y el Maria Moors-Cabot de la Universidad de Columbia.

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Oh say! can you see...

Por: | 05 de noviembre de 2012

En noviembre de 2004 los estadounidenses fueron a las urnas a reelegir a George W. Bush, un presidente que polarizó a la nación más poderosa del mundo y, en alguna medida, al resto del planeta también. Yo vivía en esos días en el área de la Bahía de San Francisco, probablemente la región más liberal de Estados Unidos, y ahí nadie creía en las encuestas: el candidato demócrata, John Kerry, seguramente ganaría las elecciones porque la gente en San Francisco prácticamente no conocía a nadie que expresara preferencias por Bush. 

Ese año el presidente fue reelecto pero no con el voto de la Bahía. (En San Francisco, Kerry obtuvo 83 por ciento). Lo mismo le sucedió en la mayoría de las grandes urbes: Los Ángeles, Nueva York, Chicago, Boston y Washington amanecieron de luto el día siguiente. Su convicción y su percepción local les había hecho creer a sus habitantes que podían sacar a Bush de la Casa Blanca, pero cometieron el error de olvidarse del resto del país.  

Poco después, con un amigo polaco, emprendimos un viaje en carro desde San Francisco hasta Nueva York, atravesando toda la masa continental de Estados Unidos. Pasamos por pueblos enteros a los que no llegan los periódicos y en los que sus habitantes ni siquiera saben qué estado colinda con el suyo, mucho menos dónde queda Irak o por qué su país tiene tropas en Afganistán. En un pueblo de mineros en Nevada entramos a la única cantina local y se acercaron curiosos a hablar con nosotros. No sabían en qué continente quedaba El Salvador, aunque habían escuchado sobre ese país por algunos trabajadores. Tampoco sabían que Polonia era un país. Esa información no tenía ninguna utilidad en sus vidas. Cantineros de entre semana, eran todos devotos religiosos de domingo y expresaban con orgullo su defensa de los valores familiares, su rechazo a los homosexuales y al aborto. Por eso, decían, votarían por el presidente que hacía campaña con Jesús en la boca y no por un demócrata que “arruinaría” su manera de vivir. Tampoco sabían, ni habrían entendido, que la hija del vicepresidente Dick Cheney era abiertamente lesbiana. Igual le dieron a Bush esa elección y las grandes ciudades amanecieron calladitas y tristes. 

Estados Unidos no es un país como tradicionalmente los conocemos. Es una colección de burbujas que tienen muy pocas cosas en común pero suficientes como para preservar la Unión y, sobre todo, para tener derecho a elegir al hombre más poderoso del mundo. Quienes viven en Palo Alto, la “capital” de Silicon Valley, apenas hablan el mismo idioma que los habitantes de Lost Cabin, Wyoming. En casi todo lo demás son distintos.  Salvo en algo más: su vida está ordenada, sostenida por una “idea” de nación libre y democrática que trajeron los primeros colonizadores de Nueva Inglaterra y que sigue guiando la narrativa de los Estados Unidos de América. Esa tierra que encandiló a Alexis de Tocqueville y a la que describió como el país que nació ya con las semillas de la democracia, en el más modesto de sus adjetivos dirigidos hacia Estados Unidos. Oh say! can you see… 

Pero los diversos intereses de los estadounidenses raras veces trascienden sus fronteras, salvo cuando tienen que ver con sus vecinos políticos que no son México ni Canadá sino Israel y el Reino Unido. 

La elección del presidente de Estados Unidos afecta más la vida diaria de un habitante de Kerbala, en Irak, que la del minero de Nevada. Más la de un agricultor salvadoreño que la de un agricultor en Idaho. Pero el iraquí no puede votar para elegir al hombre cuyas decisiones serán tan influyentes en su propia vida.  Ni el salvadoreño. Eso, hoy, está en manos de millones de estadounidenses que irán a las urnas pensando en su economía, en sus valores, en su bienestar. Muchos de ellos ni siquiera saben por qué a los demás habitantes del mundo nos importa tanto. Y por qué nos preocupa que esa decisión pueda terminar en manos de personas que ni saben que existimos. 

El País

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