El sábado pasado, un especial sobre Beyoncé ocupaba más espacio en la portada de uno de los periódicos más importantes de El Salvador que la condena por genocidio contra el ex dictador guatemalteco Efraín Ríos Montt. En otro, que se las arregla para meter diez noticias en portada, la hstórica condena ocupaba la séptima posición; era apenas una ventanita en la portada del tercer matutino de distribución nacional.
En Honduras dos periódicos ni siquiera lo consideraron noticia digna de entrar en portada, y otro apenas le otorgó el más pequeño de sus llamados de primera plana.
En la jerarquía informativa tradicional de estos dos países, la sentencia por 80 años a Ríos Montt, encontrado culpable de genocidio y crímenes contra la humanidad, pasó desapercibida.
Estas omisiones no son casuales. Son el resultado deliberado de las preocupaciones de sectores conservadores por evitar que la gente se entere, que el virus se expanda, que se crean que ese “accidente” guatemalteco puede intentarse también en otros países. Hay que esconder la noticia. Los medios tradicionales parecen no haber aprendido aún la gran lección periodística de la revolución tecnológica: las noticias ya no se pueden esconder. Y menos esta, una de interés universal generada aquí al lado cuyas consecuencias tendrán, tarde o temprano, que publicar en sus primeras planas.
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Llegaron desde sus aldeas a esa gran torre a contar su pasado de muerte y persecución. Hombres y mujeres ixiles desfilaron frente al dictador Efraín Ríos Montt y a la jueza Yassmín Barrios para narrar el horror del genocidio, el dolor de la muerte de los hijos, el agotamiento de la huida, la usurpación de sus tierras.
Esperaron treinta años para caminar a la capital guatemalteca y rendir testimonio. Nos recordaron que entre 70 y 90 por ciento de sus aldeas fueron destruidas y que casi la tercera parte de su pueblo desapareció en manos de hombres armados. Su visión de los vencidos elevada a un manifiesto de dignidad. Después se quedaron para ver al ex dictador enfrentar su juicio.
A los ixiles, y a las organizaciones que acompañaron su denuncia, los acusaron de atentar contra la paz, de mirar al pasado para reabrir heridas y amenazar la estabilidad política y la reconciliación de la sociedad guatemalteca. No es bueno mirar al pasado, les dijeron, como nos han repetido en Centroamérica una y otra vez los que se mancharon de sangre y luego amenazaron con boicotear la paz si no les garantizaban impunidad; y luego pretendieron que se olvidara todo.
Pero los ixiles no han olvidado. Ellos tejen su historia de otra manera. “Hemos venido aquí porque cuando nos muramos esto ya no se podrá contar”, me dijo Domingo Raimundo, un sobreviviente ixil que asistió al juicio. Los ixiles hablan del pasado pero miran al futuro. Al de todos nosotros. Un futuro sin espacios para la impunidad ni el racismo y con igualdad de derechos y de justicia para todos. Con su búsqueda de justicia, metieron a un genocida a prisión, en su propio país, por primera vez en la historia de la humanidad.
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Durante el mes que duró el juicio a Ríos Montt, algunos periódicos guatemaltecos publicaron suplementos enteros redactados por veteranos militares negando el genocidio y acusando a fuerzas de la izquierda nacional e internacional de querer manchar el nombre de Guatemala y de dividir a la sociedad. Un grupo de firmantes de los Acuerdos de Paz publicó también un comunicado en el que advertían que, de seguir ese juicio, se ponía en riesgo la paz que tanto había costado y que temían por el retorno de la violencia política, como si el problema fuera el juicio o el legítimo derecho a la justicia y no los matones poderosos que aún amenazan con volver empuñando macanas y pistolas si se les sigue provocando. ¿Qué tipo de paz es esta, sometida al chantaje y la impunidad de los criminales de guerra? ¿Qué tipo de nación es Guatemala si aún le asusta el enfado de los criminales?
Es una Guatemala que ha comenzado a cambiar desde el pasado viernes. Quien pretenda de ahora en adelante perpetrar nuevas atrocidades sabrá ya que nada garantiza que terminará sus días tranquilo. A sus 86 años, el otrora hombre más poderoso de Guatemala, un dictador de manual, ha pasado ya tres noches en prisión, condenado a 80 años por genocidio y crímenes contra la humanidad. Las posibilidades transformadoras de este juicio son enormes, porque ha puesto en entredicho todos los soportes de una de las sociedades más racistas y desiguales de América Latina.
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Las experiencias de la justicia transicional y de los procesos de reconciliación nos indican que es falsa la premisa de que a cambio de la paz debemos sacrificar la justicia. Todas las experiencias, de Alemania a Sudáfrica, Ruanda y la ex Yugoslavia, confirman que no fue correcto pensar en una verdadera reconciliación sin el establecimiento de la verdad y la inequívoca institucionalización de las lecciones: ni el racismo, ni las dictaduras ni los crímenes de lesa humanidad serán permitidos nunca más.
Centroamérica, cuyos procesos de paz fueron considerados modélicos en el mundo entero, es hoy un buen lugar para evaluar los errores cometidos. En El Salvador, por ejemplo, los Acuerdos de Paz detuvieron la guerra, pero fueron tan incapaces de modificar sustancialmente las estructuras de poder y la impunidad que la violencia política simplemente mutó a la violencia criminal. El mensaje que enviaron los acuerdos fue nefasto: con justicia no habrá paz. Fue la premisa de los firmantes, casi todos ellos potenciales sujetos de juicios por crímenes de guerra y crímenes contra la humanidad.
Quien alega que no había otra forma de lograr la paz, porque las partes nunca aceptarían ser enjuiciadas, tiene un gran argumento, pero eso no significa que sea correcto.
La amnistía, la amnesia, la desmemoria y la impunidad como narrativas nacionales terminan boicoteando todo intento por crear sociedades más dignas, más justas y más felices, lo cual es paradójico porque precisamente la construcción de estas sociedades es a lo que, en los terrenos del deber ser, está llamado a aspirar todo pacto político.
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El regalo de los ixiles es una nueva posibilidad de futuro. Una que se ha abierto ya con la revisión de la historia oficial guatemalteca y el cuestionamiento de los valores que la han mantenido como la sociedad disfuncional que es ahora (como lo son también las de Honduras y El Salvador).
Difícilmente el juicio cambiará la manera de ver las cosas de los hijos de militares que han estado manifestándose en las calles con camisetas que portan eslóganes como “Los guatemaltecos no somos genocidas”. Pero las nuevas generaciones, ajenas a la guerra y mucho más expuestas a las ideas del resto del mundo, crecerán marcadas por un juicio y unos testimonios que se han integrado ya, y para siempre, a la narrativa guatemalteca.
De aquí vendrán nuevas generaciones con nuevos paradigmas y nuevas lecciones. Que abren las puertas para transformar el racismo enraizado como una tradición y avanzar hacia una sociedad más igualitaria, más incluyente, más civilizada. Por eso los ixiles, al reabrir el pasado, nos han descubierto el futuro.
El resto de América Central, independientemente de las intenciones mediáticas de restar importancia a este acto, terminará más pronto de lo que se imaginan contaminada por el virus.