Pues sí, existe una Cyclamen Society. Eso significa que no es una planta del montón, que tiene admiradores por todo el mundo y tan entusiastas como para desplazarse a cientos de kilómetros con tal de observar de cerca alguna especie rara y dispuestos a hacer nuevos amigos compartiendo experiencias ciclamíneas. También a mí me encanta el ciclamen, aunque yo, de momento, voy por libre.
Alguien se equivocó al colocarle la etiqueta de planta de interior, porque cualquiera puede comprobar que nada le sienta tan mal como la atmósfera reseca de una habitación bien caldeada. Se puede tener dentro de casa, por supuesto, pero siempre preferirá el aire libre. Y como no es una especie tropical ni particularmente delicada, aunque parezca de porcelana, cuando la calefacción es muy fuerte está mucho mejor fuera.
El ciclamen es una de esas exquisiteces vegetales que esconde el sotobosque mediterráneo. Crece en terrenos rocosos y semiáridos, protegido del sol por el leve claroscuro de las ramas y bien alimentado con el humus de las hojas muertas. Forma un selecto género de apenas diecinueve especies dispersas por un área geográfica bastante restringida. Para conocer su procedencia basta con fijarse en sus nombres: Cyclamen balearicum, craeticum, cilicium, rhodense, libanoticum, caucasicum, persicum, somalense, africanum, cyprium, graecum…
…Y C. neapolitanum que es mi preferido. Ahora se llama C. hederifolium; apenas levanta un palmo del suelo, tiene flores muy pequeñas, ligeramente perfumadas y hojas más tardías que recuerdan a las de la hiedra. Lo descubrí un otoño en Kew Gardens donde parecía una interminable alfombra rosada. Y es que bajo los árboles, crece a su anchas, se naturaliza y año tras año va ganando terreno. No es el césped la solución única para cubrir el suelo.