Dicen que la tierra de cultivo perfecta no existe. Seguramente es cierto, pero existe un sustrato que se le parece mucho. Se llama compost y se elabora en casa con los desechos del jardín y la cocina.
Estos residuos vegetales, apilados al aire libre, se transforman con el tiempo en una tierra esponjosa y oscura, rica en humus, que nutre el suelo y mejora su estructura, haciéndolo más fertil y fácil de trabajar. El punto de partida de la horticultura biológica.
Foto Chris Elwell
Aunque el frío ralentiza el proceso de fermentación que convierte la materia vegetal en compost, el otoño es un buen momento para emprenderlo, ya que la caída de la hoja y las tareas de poda y limpieza del jardín que se llevan a cabo estos meses, proporcionan abundante materia prima. La clave está en no confundir la pila de compost con un cubo de basura. Es muy importante que todos los desechos –salvo la cáscara de huevo que sí está permitida– sean de origen vegetal: hojas secas, ramas, restos de hierba –ricos en nitrógeno–, flores marchitas, restos de frutas y verduras, posos de té y de café, tierra vieja de macetas; también se puede incorporar papel, cartón y madera, pero siempre en pequeñas cantidades y previamente desmenuzados. La ceniza de leña, es muy útil porque neutraliza la acidez; no la de carbón, que resulta excesivamente alcalina.
Tradicionalmente el compost se apila al aire libre en una especie de cajón improvisado con maderas viejas o tela de gallinero. Pero en los jardines pequeños es preferible hacerlo en un compostador hermético. Hay ya muchísimos modelos, la mayoría de plástico reciclado.
Una vez amontonados los residuos, la acción conjunta del nitrógeno y los microorganismos del suelo se ponen en marcha el proceso. La alta temperatura que se alcanza en esta primera fase, unos setenta grados centígrados, destruye los gérmenes y semillas que pudieran existir. En las semanas siguientes el contenido de la pila comienza a oscurecerse y su volumen disminuye.
Aunque los responsables de esta alquimia son una serie bacterias y hongos microscópicos, siempre es conveniente echarles una mano. Se trata básicamente de elegir el lugar adecuado, seleccionar lo que se añade y proporcionarles un cierto grado de humedad, como el de una esponja escurrida. Si el tiempo es muy seco, un riego ligero, de vez en cuando.
El emplazamiento ideal es un rincón sombreado y de fácil acceso, disimulado tras un seto de hoja perenne.Los restos se trocean antes de añadirlos. Una vez al mes conviene remover para que la fermentación alcance a todas las capas por igual y no sólo a las del centro. Es también una forma de airear la pila y acelerar un proceso que suele prolongarse entre tres y seis meses.
El producto final, es un sustrato de textura esponjosa y color oscuro, con un alto porcentaje de humus. Los horticultores lo llaman oro verde porque transforma el suelo. Utilizado como abono, lo enriquece de una forma equilibrada, sin peligro de sobredosis, proporcionándole nutrientes básicos y microorganismos que aseguran su fertilidad. Pero lo bueno del compost es que además corregir carencias, mejora su estructura. Su textura porosa ablanda los más pesados facilitando la aireación, y esponja las tierras ligeras permitiéndoles retener la humedad. Las plantas desarrollan raíces más fuertes y profundas lo que repercute en una mayor resistencia frente a la sequía y las enfermedades.
Lo que nunca debe añadirse a una pila de compost
- Restos de carne, pescado, huesos, espinas, excrementos de animales. Además de producir mal olor, tardan en descomponerse y pueden atraer roedores.
- Cenizas de carbón que debido a su alta alcalinidad entorpecerían el proceso.
- Papel impreso en color, debido a los productos químicos de las tintas.
- Piedras, cristal, plástico, fibras sintéticas, metales, detergentes y productos químicos.