Hanami significa mirar las flores y es una palabra que se escucha mucho estos días en que Japón celebra la floración de sus cerezos.
La flor del cerezo es todo un símbolo de la cultura nipona. Frágil y efímera, representa los valores estéticos del período Heian (794-1185) frente a los de fortaleza y heroicidad de la época Nara que encarnaba entonces la flor del ciruelo.
En botánica, los cerezos japoneses, descendientes de la especie silvestre (Prunus serrulata spontanea), forman el complejo grupo Sato-Zakura. Más apreciados por sus flores, casi siempre rosa pálido, que por los frutos, son pequeños árboles ornamentales de hoja caduca, que añaden a la eclosión de primavera un atractivo colorido otoñal.
Aunque la floración se inicia ya en febrero en la isla de Okinawa, y desde el sur remonta hasta Sapporo donde aparece a principios de mayo, el apogeo de los cerezos –mankai, en japonés– tiene lugar estos días por todo el centro del país.
Tal como ocurre en Japón, millón y medio de cerezos florecen en el Jerte de forma escalonada, desde los rincones más cálidos del valle a los más fríos. Y lo hacen, según se presente la primavera, entre mediados de marzo y finales de abril.
A diferencia de los sakura, las flores de los cerezos extremeños (Prunus avium y P. cerasus) son mayoritariamente blancas. Su fugacidad tampoco invita a la melancolía, es más bien la promesa de deliciosas toneladas de picotas que no tardarán mucho en llegar a los mercados.