Cuando identificar es condenar

Por: | 03 de junio de 2016

No hace mucho, dediqué un artículo a defender el derecho de la prensa a revelar la identidad de los protagonistas de una noticia. El nombre y apellidos de esas personas es parte esencial de la noticia y el lector tiene derecho a conocerlos, venía a señalar. Pero en tiempos de Internet, conscientes como somos de que las noticias tienen nueva (y larga) vida en la red, conviene que los medios de comunicación seamos muy rigurosos a la hora de determinar qué nombres hay que publicar, y qué nombres hay que dejar en meras iniciales, cuando se trata de sucesos negativos que pueden manchar para siempre la reputación de una persona, aunque su culpabilidad no llegue a probarse. Me refiero, obviamente a personas privadas porque cuando un suceso afecta a alguien conocido o con un cargo público, las cosas cambian. El Libro de estilo de EL PAÍS sólo especifica que hay que suprimir en las informaciones el nombre de las víctimas de violación y limitarse a publicar las iniciales de los detenidos por la policía y acusados de algún delito cuando sean menores de 18 años. Nada más.

Una normativa que no cubre las situaciones ambiguas con las que se tropiezan los redactores en algunas noticias de sucesos, tal y como me ha señalado una periodista de este diario. En su opinión, es difícil juzgar en cada caso si mantener o no el anonimato de las personas sobre las que existen sospechas de delito cuando, por ejemplo, se ha creado expectación en torno al caso y son llamadas a declarar por un juez en relación con el mismo. También algún lector me ha escrito pidiendo que se respete el anonimato de las personas que se encuentran en esta situación, ya que su implicación en los hechos no está establecida.

Alex Grijelmo, que supervisa el Libro de estilo reconoce que no hay ningún apartado del mismo, fuera de los casos que he citado, donde se aclare si hay que poner iniciales o el nombre completo de los detenidos o acusados de un delito. “No obstante”, añade, “sí hay un cierto ‘cuerpo legislativo’ que se puede interpretar con claridad”. Así, nuestra constitución periodística dedica un apartado, el 1.18 al tema de ‘Calumnias e injurias’ en el que se señala lo siguiente:

“1.18. La calumnia consiste en acusar a alguien falsamente de un delito. La injuria es un agravio o ultraje de obra o de palabra, así como la imputación de hechos que desacrediten la fama o la estimación de alguien (…)

Sin embargo, la reproducción de documentos judiciales o policiales para sustentar esas acusaciones puede exonerar al redactor, que, no obstante, está obligado a ofrecer todos los ángulos posibles sobre los hechos. El periodista queda protegido, pues, si las informaciones injuriosas o calumniosas están atribuidas a fuentes identificadas con claridad y puede demostrar ese origen (…) Las informaciones que afecten al honor y la intimidad de las personas sólo se publicarán si se puede acreditar su veracidad, están contrastadas y responden al interés público (no confundir con la curiosidad del público).

Algunas circunstancias pueden exigir una mayor diligencia profesional en la comprobación y contraste: las características de la fuente original (anónima, oficial, identificada, etc.), la diferente gravedad de los hechos denunciados y la persona a quien se adjudiquen.

De este modo, una nota policial no obliga a mayor comprobación por el periodista (si bien en EL PAÍS se deben contrastar en la medida de lo posible los datos oficiales), mientras que una denuncia anónima precisa todo tipo de confirmaciones y contrastes (…)”

Grijelmo resume: “El Libro de estilo da por buenas las acusaciones que procedan de fuentes oficiales (es decir, notas de prensa de la policía, comunicados del Ministerio del Interior…), pero marca distancias frente a otro tipo de fuentes”. Para Grijelmo, por lo tanto, hay una norma clara a la que atenerse: “Si la policía ofrece el nombre y la foto, estamos autorizados a publicarlos. Si la acusación procede de fuentes privadas, la cosa cambia.”

       Hay temas, sin embargo, que exceden este marco. Por ejemplo, los casos en que una acusación pública, y no de fuentes policiales ni judiciales, ha producido un revuelo informativo imparable que ha llevado a la prensa a revelar la identidad del acusado o la acusada.

A este respecto hay que recordar que hemos publicado fotografías y nombres completos de varias religiosas acusadas de estar vinculadas a la supuesta retirada irregular de bebés, un caso conocido como el de los niños robados. Una de ellas, María Gómez Valbuena, murió sin que un tribunal pudiera demostrar su culpabilidad, pero después de que los medios de comunicación la condenaran exponiendo su imagen y haciendo pública su identidad.

Y no es la única persona privada que ha visto aireado su nombre en un caso delictivo sin haber sido condenada por un tribunal. Las múltiples investigaciones sobre tramas de corrupción que se han desarrollado en España en los últimos años (casos como la operación Púnica, o la operación Pokemón, por poner un par de ejemplos) han sacado a relucir nombres de pequeños empresarios cuya culpabilidad no se ha demostrado pero que han quedado atrapados para siempre por esos escándalos.

Mi impresión es que el periódico no puede dejar de nombrar a personas (famosas o no), implicadas en casos que tienen una gran proyección mediática y social. Las dimensiones que tomó en su día el tema de los niños robados, por ejemplo, hacían imposible para la prensa respetar el anonimato de las personas implicadas. Ocurre otro tanto en grandes tramas de corrupción. Pero incluso en casos de tanto impacto mediático, deberíamos evitar publicar los nombres de personajes secundarios y hacer uso de iniciales para nombrar a los acusados de algún delito cuando la acusación no procede de fuentes policiales o judiciales, aunque un juez les reclame para interrogarles al respecto. No nos adelantemos a los acontecimientos. Hay que extremar la prudencia porque vivimos en la era de Internet y lo que escribamos tendrá vida (casi) eterna.

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Lola Galán

se incorporó a la plantilla de EL PAÍS en 1982, tras una etapa como colaboradora del diario. Ha sido redactora de las secciones de España y Sociedad, y reportera de la sección Domingo. Entre 1994 y 2003 ha ocupado las corresponsalías de Londres y Roma. En los últimos años ha trabajado para los suplementos del fin de semana, incluida la revista cultural Babelia. Madrileña, estudió Filosofía en la Universidad Complutense y Periodismo en la Escuela Oficial de Madrid.

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