La crisis de deuda latinoamericana, que comenzó en agosto de 1982 con la amenaza del gobierno mexicano de no pagar a los acreedores internacionales, dio paso a la tercera mayor fase en la historia económica de la región en sus 200 años de independencia. Más rápido o más lento, con mayor o menor profundidad, las economías latinoamericanas comenzaron su andadura con un modelo exportador, luego atravesaron por un periodo de cerrazón y crecimiento interior como respuesta a la crisis del 29, y tuvieron que volver forzosamente al primer modelo para pagar a los acreedores, aparte de emprender medidas de ajuste que acabaron por empobrecer a millones de personas.
A finales de aquel año en que estalló todo en México, los préstamos latinoamericanos concedidos por 16 de los 18 bancos internacionales de Estados Unidos y Canadá eran superiores al total de los activos de esas entidades. Los bancos habían concedido 70.000 millones de dólares y el más expuesto era el Citigroup (Citicorp por entonces) con 10.000 millones. El elevado riesgo de quiebra de estas entidades y todo el sistema norteamericano, obligó a Washington a buscar una solución. El Gobierno de Ronald Reagan creó un club de acreedores y estos pusieron al FMI y al Banco Mundial al frente de la supervisión de los planes para hacer frente a la crisis. Todos pensaban entonces, incluso los deudores, de que era una crisis de liquidez provocada por factores externos que se solventaría con más créditos. En realidad era un problema de solvencia, pero se tardarían muchos años de disgustos y empobrecimiento en reconocerlo.
Las ventas externas no fueron suficientes para solucionar el problema de liquidez y la situación se agravó cuando comenzaron a fugarse los capitales y a desaparecer el poco crédito que se dirigía a la zona. Llegó el Plan Baker, pero los nuevos créditos para los 17 países más endeudados se quedaron cortos. Todos intentaron mantener la pantomima, pero Perú en 1985 y Brasil en 1987 hicieron saltar todas las alarmas con el anuncio de que dejarían de pagar los intereses de la deuda. La decisión brasileña obligó a los bancos a revisar el valor de sus activos y decidieron asumir como pérdida un buen porcentaje de la deuda latinoamericana. Las entidades obtuvieron ventajas fiscales de sus gobiernos y se recuperaron rápidamente. Pero América Latino seguía endeudada, así que EEUU concibió el Plan Brady para permitir a los países acudir a un mercado de deuda en mejores condiciones a cambio de una política económica aceptable para Washington.
El aumento de las exportaciones a la región generó divisas para pagar la deuda, pero ese dinero iba al sector privado y quien estaba endeudado era el público, así que a pesar de la entrada de divisas, los gobiernos tuvieron series dificultades para acceder a estas. Solo Chile, México y Venezuela tenían acceso directo a los dólares por las ventas de cobre y petróleo. Aparte de esto, la mayoría de los países afectados por la crisis de deuda habían entrado en la tormenta con altas tasas de inflación y déficit. Si ya las condiciones previas a la crisis distaban de ser buenas para la región, las medidas adoptadas en apoyo del modelo externo hicieron aun más difícil la situación interna de los países en la primera etapa de la era poscrisis.
Como para acceder a la renegociación de la deuda era necesario firmar con el FMI, los países debieron someterse a los dictados de la organización multilateral de crédito. La receta del Fondo era la siguiente: liberalización financiera, control del crédito interno y reducción del déficit mediante el aumento de ingresos y recortes de gastos. Pero el pago de la deuda, tanto externa como interna, dejaba a los gobiernos prácticamente si margen para hacer frente a los gastos corrientes en sanidad, educación o seguridad. Y es que para finales de los ochenta los intereses de la deuda se habían quintuplicado respecto al inicio de la década y la inversión pública en las economías había descendido a niveles ínfimos.
El Fondo culpaba abiertamente a los gobiernos de falta de disciplina fiscal y monetaria, y de forma velada también se quejaba de la rampante corrupción y el despilfarro. Pero era evidente que, al margen de estos reproches, la receta no funcionaba. De los 14 países que entraron en la crisis con problemas de inflación y déficit, solo uno, Costa Rica, había logrado para mediados de los ochenta cierta estabilidad económica. El proceso de ajuste provocó una profunda recesión en la región. En los primeros dos años de la crisis, el PBI real se redujo en 11 países y como la población aumentaba a una tasa del 2% anual, ni siquiera aquellos países que lograron algún modesto crecimiento pudieron impedir el desplome del poder adquisitivo.
La segunda mitad de los ochenta no fue mejor. En 14 países latinoamericanos la situación se estancó o empeoró. Solo Colombia logró un incremento modesto en toda la década, mientras que Chile logró, a costa de duros sacrificios sociales, sentar las bases del modelo de desarrollo que más tarde convertiría en la economía del país andino en una de las más solidas de la región. En casi una decena de los estados el sector manufacturero se redujo drásticamente o perdió mucha importancia. El término estanflación –combinación de recesión e inflación- se abrió paso en una región donde los salarios no pudieron seguir el aumento de los precios y donde el desempleo prácticamente se duplicó a escala regional. La epidemia de cólera que vivió Perú a principios de los noventa y que se extendió a los países vecinos supuso un brutal llamado de atención sobre lo que sucede cuando se desatienden los servicios públicos esenciales. Solo países pequeños como Costa Rica y Uruguay lograron mantener cierta red de contención eficiente para atender a una población cada vez más empobrecida.
Cuarenta años después de que comenzara la crisis de deuda en América Latina, en Europa se alzan las voces que piden más flexibilidad para que los países afectados por la peor crisis en el mundo desarrollado desde el crash del 29 puedan cumplir sus objetivos de déficit y el pago de sus deudas. Los nuevos gobiernos de Portugal, Grecia, Italia y el que saldrá de las urnas en España el domingo arrastrarán una precariedad económica que les reducirá al mínimo la capacidad de maniobra para cumplir con sus obligaciones y, al mismo tiempo, resucitar la economía. Al margen de las diferencias, los países desarrollados pueden encontrar útiles las lecciones que los latinoamericanos aprendieron con tanto sacrificio de la crisis de su deuda.