
La reciente cumbre en Caracas de los jefes de Estado y ministros de
Exteriores de 33 países de América Latina y el Caribe para la Comunidad
de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), el nuevo foro de
integración continental que excluye a EEUU y Canadá (también a las ex
metrópolis de España y Portugal), es una buena ocasión para recordar los
años que han tenido que pasar para que se recuperara una idea que
básicamente enterraron las guerras posteriores a las independencias: la
de Triple Alianza (1865-1870) y la del Pacífico (1879-1883), cuyas
heridas aun sangran en la región.
Aquellos enfrentamientos entre latinoamericanos allanaron el camino
para que los partidarios de la expansión estadounidense encabezados por
James Blaine –dos veces secretario de Estado y candidato republicano a
la presidencia- buscaran arrebatar a la Gran Bretaña la influencia que
ejercía sobre Hispanoamérica desde antes de la emancipación, y
proclamaran la doctrina del panamericanismo, que se materializa en la
Primera Conferencia Panamericana (Washington, 1889-1990). José Martí fue
testigo y cronista de aquella reunión clave para la historia de la
región. Le preocupó ver que Blaine defendía la anexión de Cuba por parte
de EEUU y el uso de América Latina como una plataforma natural para la
expansión industrial estadounidense. Allí, en oposición a la nueva
conquista, germina la célebre expresión “Nuestra América” del escritor
cubano.
A la cumbre con la EEUU pretendía aumentar su comercio con el resto
de América asistieron todos los gobiernos del hemisferio, salvo
República Dominicana. El logro más duradero de la conferencia fue la
creación de la Oficina Comercial, que tenía la labor de recopilar
información económica de los países del hemisferio. Pronto se convirtió
en la Oficina de Repúblicas Americanas, para 1910 se la rebautizó
Oficina de la Unión Panamericana, en 1948, se transformó en la
Organización de los Estados Americanos (OEA).
Y esta a esta OEA es a la que la Celac aspira a reemplazar para
desterrar una doctrina Blaine que ha imperado prácticamente un siglo. “A
medida que pasen los años, [la Celac] dejará atrás a la vieja y
desgastada OEA”, declaró el presidente venezolano Hugo Chávez. La OEA
“es un organismo mellado por lo viejo, por el desgaste de los años, muy
lejos del espíritu de nuestros pueblos, de la independencia, de la
integración de América Latina”, añadió. Prescindir de la OEA es, para
muchos latinoamericanos, prescindir de la tutela estadounidense, un
ideal que proviene desde los primeros días de las repúblicas
independientes iberoamericanas.
A medias del siglo XIX, en plena ebullición de ideas procedentes de
todos los rincones ilustrados de América para impulsar la integración,
los discursos más encendidos a favor de la unidad comenzaron a
incorporar el sentimiento antiestadounidense. La relación de admiración y
cierto recelo que Simón Bolívar había mantenido con el poderoso vecino
del Norte empiezan a tener tintes de desconfianza y temor al sur del río
Bravo y, desde luego, a ser motivo de división en el continente. El
escritor y diplomático colombiano José María Torres Caicedo reforzó la
visión bolivariana de integración al proponer la creación de un Estado
supranacional tendiente a desterrar “la inferioridad que el aislamiento
engendra en cada uno de los Estados latinoamericanos”. Su propuesta de
confederación perseguía reunir “en un haz único y robusto todas las
fuerzas dispersas de América”. Abogó por la conformación de un
parlamento y un tribunal superior comunes, además de un ejército para
impedir que potencias extranjeras pudieran apropiarse de territorios de
la unión. Torres Caicedo también concibió la abolición de los pasaportes
locales en favor de la nacionalidad latinoamericana y hasta imaginó un
sistema educativo primario homologable.
Para entonces, el chileno Francisco Bilbao, a quien se le atribuye
haber sido el primero en utilizar la expresión América Latina durante
una conferencia celebrada el 22 de junio de 1856 en París frente a un
grupo de exiliados hispanoamericanos, intensifica su campaña para
impulsar una Confederación Latinoamericana o de Repúblicas del Sur.
“Tenemos que perpetuar nuestra raza americana y latina; que desarrollar
la república, desvanecer las pequeñeces nacionales para elevar la gran
nación americana… y nada de esto se puede conseguir sin la unión, sin la
unidad, sin la asociación”, declaró. Más de un historiador interpreta
que Bilbao empleó la expresión América Latina en un contexto
antiimperialista puesto que, como muchos de los pensadores
hispanoamericanos a mediados del siglo XIX, ya temía al expansionismo
continental impulsado desde Washington.
En un extenso ensayo a favor de la unidad continental titulado La
Confederación Colombiana (1859), el neogranadino José María Samper
rechazó la búsqueda de la identidad hispanoamericana en un simple
parentesco racial o por la comunidad de lengua, cultura o religión. “El
hecho determinante de las razas es la civilización. Y la civilización
colombiana es una, la democrática, fundada en la fusión de todas las
viejas razas en la idea del derecho. Tal es la obra que debemos
conservar y adelantar, y es para ese fin de unificación que conviene
crear la Confederación Colombiana...”. Más tarde, Samper recoge en otro
ensayo la idea de las dos Américas y propone utilizar el término de
Colombia para designar a todo el territorio al sur de Estados Unidos.
La guerra mexicano-estadounidense (1846-1848), tras la que México
pierde la mitad de su territorio, las andanzas del aventurero William
Walker en Centroamérica -se autoproclamó presidente de Nicaragua entre
1856 y 1857 y acabó fusilado en Honduras tres años después-, el
incidente conocido como de la “tajada de sandía” entre estadounidenses y
panameños de 1856, y los intentos por apoderarse de Cuba, avivaron el
debate sobre la necesidad de una integración hispanoamericana en contra
de la América sajona.
Justo Arosemena, considerado “el padre de la nacionalidad panameña,
pronunció en Bogotá un discurso incendiario en julio de 1856: “Señores:
Hace más de veinte años que el Águila del Norte dirige su vuelo hacia
las regiones ecuatoriales. No contenta ya con haber pasado sobre una
gran parte del territorio mexicano, lanza su atrevida mirada mucho más
acá. Cuba y Nicaragua son, al parecer sus presas del momento, para
facilitar la usurpación de las comarcas intermedias, y consumar sus
vastos planes de conquista un día no muy remoto”.
Recupera Arosemena el concepto bolivariano de “mancomunidad”
hispanoamericana y también propone renunciar al nombre de América. “Siga
la del Norte desarrollando su civilización, sin atentar a la nuestra.
Continúe, si le place, monopolizando el nombre de América hoy común al
hemisferio. Nosotros, los hijos del Sur, no le disputaremos una
denominación usurpada, que impuso también un usurpador. Preferimos
devolver al ilustre genovés la parte de honra y de gloria que se le
había arrebatado: nos llamaremos colombianos; y de Panamá al Cabo de
Hornos seremos una sola familia, con un solo nombre, un Gobierno común y
un designio. Para ello, señores, lo repito, debemos apresurarnos a
echar las bases y anudar los vínculos de la Gran confederación
colombiana”.
Muchos años después, ya entrado el siglo XX, Víctor Raúl Haya de la
Torre, fundador y líder histórico de la Alianza Popular Revolucionaria
Americana (el hoy Partido Aprista Peruano) acuña para todo ese
territorio el nombre de Indoamérica.