Fernando Galdoni

Caudillo bueno, caudillo malo

Por: | 13 de febrero de 2012

¿Hubo caudillos buenos y malos? Resulta que The Caudillo of The Andes, Andrés de Santa Cruz, de Natalia Sobrevilla Perea, viene a sostener que había diferencias sustanciales entre los caudillos andinos y los mexicanos, o los de las pampas argentinas. Todos se sontenían gracias a una fuerza militar o de milicias leal y digamos que no tenían muchos remilgos a la hora de tomar decisiones autoritarias para conservar el poder; pero parece que a los caudillos andinos les gustaba legitimar sus gobiernos con una Constitución formal, siguiendo tal vez el ejemplo de Bolivar. Por contra, un caudillo como Juan Manuel de Rosas no necesitaba de ningún documento de perogrullo para imponerse y a mexicanos como Santa Anna le bastaban los "pronunciamientos". 

Andres de Santa CruzTal vez por esta búsqueda de legitimidad -aunque sea un poco falsa- ayude a que la figura de Santa Cruz es intocable en Bolivia. Está considerado por los historiadores bolivianos y muchos peruanos como un gran líder militar y un hábil político y administrador. Para muchos fue el caudillo que llevó a Bolivia a una época de apogeo que jamás volvió a repetirse. Es tal la admiración que se profesa por Santa Cruz, que la propia autora confiesa en una nota a pie de página que el ex presidente Carlos Mesa le pidió que no lo calificara como caudillo. Evidentemente, para Mesa, el término es siempre negativo y no se ajusta a la personalidad y obra de su héroe. La autora sí coincide con la historiografía general que define al caudillo como un producto de las guerras de la independencia hispanoamericanas, pero se reserva la idea de diferenciarlos geográficamente.

En el Río de la Plata la imagen de los caudillos que combatieron por expulsar a los invasores ingleses de Buenos Aires en 1806 y 1807 fue positiva, pero la popularidad de los que les sucedieron tras la independencia, fue mayormente negativa o al menos disputada. La connotación negativa se afianza y generaliza tras la publicación en 1845 del libro de Domingo Faustino Sarmiento, Facundo, que describe la vida de un líder regional que gobierna bajo el terror. Más tarde, las obras Los caudillos letrados (1922) y Los caudillos bárbaros (1929), del boliviano Alcides Arguedas redunda en la idea de que los caudillos evolucionaron de la ilustración a la barbarie.

Más tarde, el revisionismo histórico -al que adhieren hoy muchos de los gobernantes suramericanos- se orientó fundamentalmente a la defensa de la figura del caudillo u hombre fuerte local que surgió tras las guerras de la independencia, considerada por la historiografía oficial como símbolo del atraso político y cultural. Es curioso que cuanto más populista parece un gobierno, más se empeña en abusar de la manipulación de los hechos para reinterpretar la historia a favor del caudillo -el asociado a la barbarie, para entendernos- y de las conmemoraciones de acontecimientos históricos. Es difícil saber que hubo caudillos buenos y malos, pero lo cierto es que la historiografía latinoamericana todavía se debe a sí misma muchas biografías en las que se hable de sus próceres sin ideologías ni prejuicios -o con los menos posibles-.

El libro de Natalia Sobrevilla busca ese equilibrio y esto ya la hace recomendable. No es una biografía al uso del prócer boliviano (nace, estudia, participa y se muere en…) sino un trabajo más ambicioso que reflexiona sobre el caudillismo andino y explica la creación de la Confederación Perú-Boliviana, el segundo proyecto de integración regional postindependentista más ambicioso después de la Gran Colombia. Santa Cruz vivió para ese sueño y lo convirtió en una realidad desde 1836 y hasta 1839, año en que fue vencido por un ejército de peruanos contrarios al proyecto, apoyados por Chile y Argentina, y lideradas por Agustín Gamarra, otro hijo de español e indígena como Santa Cruz, que intentó a su vez reanexar Bolivia a Perú. Los dos tenían el mismo objetivo, uno como federación y el otro como Estado único centralizado en Lima, y se entorpecieron lo suficiente como para que ninguno lo lograse. Cosas de América Latina.

 

La deriva de Rafael Correa

Por: | 17 de enero de 2012

Rafael Correa tenía que ganar las elecciones de 2006. La victoria de su adversario entonces, el magnate bananero Álvaro Noboa, hubiera supuesto la continuidad de un modelo que había llevado a Ecuador a cambiar ocho presidentes en 10 años. Mientras Noboa vivía aislado en su réplica de la Casa

Blanca dentro de una urbanización cerrada de Guayaquil, Correa vivía pegado a la realidad del país y tejía desde Quito la red de apoyo popular que en buena parte aun le apoya.

Los colegas de Correa en la Universidad San Francisco de la capital hablaban bien de él. Todos coincidían en que era un hombre honesto aunque también arrogante. Algunos, los menos, lo acusaban de insolente y resentido. Correa sabe muy bien lo que abrirse paso en una sociedad tan clasista como la ecuatoriana. Él es hijo de la clase media guayaquileña y fue gracias a las becas que logró cursar y profundizar sus estudios de Economía en su país, en Bélgica y en EEUU. Sabe también lo que es tener un padre en una cárcel de EEUU por narcotráfico, un flagelo demasiado corriente en la zona andina.

Alianza País, el movimiento encabezado por Correa, sembró mucha ilusión en ese Ecuador de 2006. Prometía borrar las antiguas diferencias geográficas (sierra y costa) y culturales (blancos, mestizos e indígenas) y construir una sociedad más justa. Correa hizo que muchos redescubrieran Huasipungo, la novela de Jorge Icaza de lectura obligada para cualquier latinoamericano, y sembró en la comunidad indígena la esperanza de que sus reivindicaciones iban por fin a ser tenidas en cuenta. El presidente ha dado muchas ayudas a los menos favorecidos, pero solo con las dádivas del Estado no se construye una sociedad más igualitaria.

En los primeros tiempos de mandato Correa estuvo acompañado por personas consideradas muy capaces por seguidores y detractores. Estaban Alberto Acosta, Fader Falconí, Fernando Bustamante, y otros moderados que probablemente acabaron distanciándose de Correa a medida que éste iba radicalizando su populismo. Y es que la comprensible necesidad del presidente de refundar la sociedad ecuatoriana acabó en una guerra sin cuartel contra los ricos y, en general, contra cualquier detractor de las políticas oficiales. El presidente está en pie de guerra contra la prensa ecuatoriana y parece dispuesto a todo para hundir a los medios críticos con su gestión.

Ahora también muchos de los sectores sociales con menos recursos en los que Correa se apoyó están a la greña con el gobierno. Son los que Correa tildó durante un discurso en Caracas de "izquierda infantil" porque, por ejemplo, son capaces de oponerse a futuros emprendimientos mineros o hidroeléctricos para defender sus intereses territoriales o sectoriales, algo que él mismo alentó cuando aun no detentaba el poder. La urgencia por dar la espalda a Washington y a los organismos financieros internacionales también ha llevado a Correa a buscar alianzas con China y con Irán, dos países con los que un profundo cristiano como él tiene poco que compartir a la hora de hablar de derechos humanos.

Correa se ha vuelto con los años especialmente sensibles a las conspiraciones, provengan de la policía, de EEUU, de Colombia, de los empresarios, banqueros o de la Iglesia. Da igual, solo él es un verdadero ecuatoriano y solo él puede transformar a Ecuador. Es una pena creer que aquellos profesores de la Universidad de San Francisco de Quito que enfatizaban la soberbia de Correa por encima de sus otras cualidades tenían razón. Y es más triste aun pensar que ese país tan maravilloso que es Ecuador, que merecía un líder lúcido para dar un vuelco a su injusta historia, solo haya ganado un prepotente mesías.

El reino de los mapuches

Por: | 25 de diciembre de 2011

Un 25 de diciembre murió Pedro de Valdivia, el conquistador de Chile. Extremeño como Cortés, Pizarro o Nuñez de Balboa, el militar dejó tras de sí el conflicto más largo de la historia de la conquista española en el Nuevo Mundo: la llamada Guerra de Arauca, el enfrentamiento entre los colonizadores y los mapuches. Y aunque para los historiadores esta guerra de casi tres siglos acabó con la conquista de la Araucanía bien entrado el Siglo XIX, el choque entre el Estado chileno y la comunidad mapuche no ha tocado a su fin. Es más, desde la vuelta de la democracia al país andino en 1990, la situación ha empeorado con el aumento de las invasiones de tierras ancestrales por parte de la comunidad y la también creciente represión policial.

Ni los sucesivos gobiernos de la Concertación de centroizquierda ni el actual presidente conservador Sebastián Piñera han sabido o parecen haber tenido la voluntad para zanjar una crisis que afecta a una comunidad de 600.000 habitantes entre 17 millones de chilenos. Entre 2002 y 2006 murieron al menos cuatro indígenas y decenas fueron encarcelados. En 2010, se produjo una huelga de hambre de 86 días a la que se llegaron a sumar 38 presos mapuches en protesta por la aplicación de la ley antiterrorista contra la comunidad. Hasta la ONU ha expresado su preocupación por la aplicación de una ley de la dictadura pinochetista contra los indígenas y ha insistido al Gobierno en la necesidad de negociar con los mapuches una salida al conflicto.

La comunidad indígena reclama básicamente el reconocimiento constitucional, la autonomía en sus territorios ancestrales y derechos como el de ser consultada por el Estado en la concesión de licencias de infraestructuras energéticas y actividades mineras o forestales, en línea con las reivindicaciones de los aymaras y quechuas en Perú y Bolivia. Muchos reivindican el llamado Wallmapu o “territorio circundante”, el nombre geográfico y cultural de la mapuche, que ha habitado los territorios más australes de América, hoy dividido entre Chile y Argentina.

379px-Antoine_de_Tounens_vestido_de_MapucheTal vez, por qué no estudiarlo, sería bueno recuperar para la comunidad mapuche parte del extinto Reino de la Araucanía y la Patagonia, aquella monarquía constitucional instituida en 1860 por el abogado y noble francés Orélie Antoine de Tounens, fallecido en 1878. Aunque la aventura duró 13 meses y fue aplastada por el Ejército chileno sin haber obtenido reconocimiento formal alguno, todavía hoy vive en París un pretendiente al trono araucano. Philippe Boiry, nacido en 1927 y conocido como Felipe I de Araucanía y Patagonia, podría ser un buen mediador ante un conflicto en punto muerto. Este periodista y profesor parece que mantiene buenos contactos con jefes mapuches, de entre los cuales debería surgir por supuesto el futuro monarca de una región trazada tomando como referencia el acuerdo de paz de Quillín entre la nación mapuche y el Imperio español.

La segunda independencia de Latinoamérica

Por: | 16 de diciembre de 2011

El monopolio comercial y burocracia en manos de los españoles impuesta por los Borbones a los criollos americanos en los albores del Siglo XIX fueron el detonante de la guerra de la independencia. Sin el apoyo de los burócratas y empresarios locales ninguno de los libertadores, Bolívar o San Martín, hubieran obtenido el apoyo político y la financiación para las campañas militares independentistas. El ansia por el libre comercio, unido al arraigo de las ideas republicanas, fueron las mechas de la emancipación. Paradójicamente, más de 200 años después de las independencias, es el fracaso de la última ronda de liberalización del comercio mundial la que concede a América Latina la oportunidad de una segunda independencia, ya no política, sino mercantil.

El estancamiento de la Ronda de Doha más de un decenio después de su puesta en marcha simboliza el cambio de orden en la economía mundial. La llamada "Ronda del Desarrollo" puesta en marcha en la capital catarí a finales de 2001 surgió para impulsar el comercio tras los atentados del 11-S y la guerra de Afganistán. Fue parida con dureza, con mucho recelo por parte de economías emergentes como la de Brasil y Argentina, dos países que tendrían mucho protagonismo en la cumbre de la Organización Mundial de Comercio (OMC) de Cancún de 2003, en la que los países africanos, respaldados por un incipiente G-20 (que por entonces no incluia a los países ricos), dieron portazo a Estados Unidos y la Unión Europea, empeñados en mantener el sistema de subsidios y barreras en agricultura.

Aunque en Hong Kong en 2006 hubo un nuevo intento de avanzar en la liberalización del comercio, pero la cumbre de la OMC volvió a terminar con una gran bronca entre Brasil e India por una parte, y la UE y EEUU por la otra. Los primeros se resistieron a abrir sus mercados a los bienes y servicios de los países industrializados sin una contrapartida en el tema agrícola. Las siguientes reuniones clave, celebradas en la sede de la OMC en Ginebra, limaron algunas asperezas pero nunca llegaron a dar a luz un acuerdo. Tras 121 meses de negociaciones, el periodo más largo de cualquier ronda comercial desde la de Ginerbra en 1947, Doha agoniza.

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Trabajadores descargan sacos de soja importada en el puerto de Nantong, al este de China. AP

EEUU, y sobre todo la UE, se equivocaron en su empeño de mantener el sistema de ayudas a la agricultura hasta forzar el portazo de los países emergentes, dispuestos en un principio a avanzar en la liberalización pero dentro de un sistema más equitativo que el acordado tras la Ronda de Uruguay (1986-1995). El estancamiento de Doha amenaza con resucitar el proteccionismo comercial y disparar la negociación de tratados bilaterales de libre comercio en los que muchas veces los países menos desarrollados tienen serias dificultades para conseguir un buen acuerdo frente a las potencias.

Pero la crisis ha revertido la balanza de poder y hoy son los países emergentes quienes tienen la oportunidad de negociar con ventaja un acuerdo multilateral que incluya el desmantelamiento de las ayudas a la agricultura y, sobre todo, las medidas de acceso preferente para los productos de los países más pobres de América Latina y África. Brasil, Argentina y México, los tres miembros latinoamericanos del G-20, deberían tomar la iniciativa para desbloquear un estacamiento que no favorece a nadie.

Europa y EEUU están en crisis, las exportaciones de China caen una media mensual del 2% y la economía brasileña amenaza con estancarse. Es la ocasión para que una nueva ronda de liberalización del comercio mundial puede sea negociada desde una posición de fuerza para los países emergentes. Para América Latina sería una oportunidad única de proclamar una segunda independencia.

Llamémosle Indoamérica

Por: | 04 de diciembre de 2011

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La reciente cumbre en Caracas de los jefes de Estado y ministros de Exteriores de 33 países de América Latina y el Caribe para la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), el nuevo foro de integración continental que excluye a EEUU y Canadá (también a las ex metrópolis de España y Portugal), es una buena ocasión para recordar los años que han tenido que pasar para que se recuperara una idea que básicamente enterraron las guerras posteriores a las independencias: la de Triple Alianza (1865-1870) y la del Pacífico (1879-1883), cuyas heridas aun sangran en la región.

Aquellos enfrentamientos entre latinoamericanos allanaron el camino para que los partidarios de la expansión estadounidense encabezados por James Blaine –dos veces secretario de Estado y candidato republicano a la presidencia- buscaran arrebatar a la Gran Bretaña la influencia que ejercía sobre Hispanoamérica desde antes de la emancipación, y proclamaran la doctrina del panamericanismo, que se materializa en la Primera Conferencia Panamericana (Washington, 1889-1990). José Martí fue testigo y cronista de aquella reunión clave para la historia de la región. Le preocupó ver que Blaine defendía la anexión de Cuba por parte de EEUU y el uso de América Latina como una plataforma natural para la expansión industrial estadounidense. Allí, en oposición a la nueva conquista, germina la célebre expresión “Nuestra América” del escritor cubano.

A la cumbre con la EEUU pretendía aumentar su comercio con el resto de América asistieron todos los gobiernos del hemisferio, salvo República Dominicana. El logro más duradero de la conferencia fue la creación de la Oficina Comercial, que tenía la labor de recopilar información económica de los países del hemisferio. Pronto se convirtió en la Oficina de Repúblicas Americanas, para 1910 se la rebautizó Oficina de la Unión Panamericana, en 1948, se transformó en la Organización de los Estados Americanos (OEA).

Y esta a esta OEA es a la que la Celac aspira a reemplazar para desterrar una doctrina Blaine que ha imperado prácticamente un siglo. “A medida que pasen los años, [la Celac] dejará atrás a la vieja y desgastada OEA”, declaró el presidente venezolano Hugo Chávez. La OEA “es un organismo mellado por lo viejo, por el desgaste de los años, muy lejos del espíritu de nuestros pueblos, de la independencia, de la integración de América Latina”, añadió. Prescindir de la OEA es, para muchos latinoamericanos, prescindir de la tutela estadounidense, un ideal que proviene desde los primeros días de las repúblicas independientes iberoamericanas.

A medias del siglo XIX, en plena ebullición de ideas procedentes de todos los rincones ilustrados de América para impulsar la integración, los discursos más encendidos a favor de la unidad comenzaron a incorporar el sentimiento antiestadounidense. La relación de admiración y cierto recelo que Simón Bolívar había mantenido con el poderoso vecino del Norte empiezan a tener tintes de desconfianza y temor al sur del río Bravo y, desde luego, a ser motivo de división en el continente. El escritor y diplomático colombiano José María Torres Caicedo reforzó la visión bolivariana de integración al proponer la creación de un Estado supranacional tendiente a desterrar “la inferioridad que el aislamiento engendra en cada uno de los Estados latinoamericanos”. Su propuesta de confederación perseguía reunir “en un haz único y robusto todas las fuerzas dispersas de América”. Abogó por la conformación de un parlamento y un tribunal superior comunes, además de un ejército para impedir que potencias extranjeras pudieran apropiarse de territorios de la unión. Torres Caicedo también concibió la abolición de los pasaportes locales en favor de la nacionalidad latinoamericana y hasta imaginó un sistema educativo primario homologable.

Para entonces, el chileno Francisco Bilbao, a quien se le atribuye haber sido el primero en utilizar la expresión América Latina durante una conferencia celebrada el 22 de junio de 1856 en París frente a un grupo de exiliados hispanoamericanos, intensifica su campaña para impulsar una Confederación Latinoamericana o de Repúblicas del Sur. “Tenemos que perpetuar nuestra raza americana y latina; que desarrollar la república, desvanecer las pequeñeces nacionales para elevar la gran nación americana… y nada de esto se puede conseguir sin la unión, sin la unidad, sin la asociación”, declaró. Más de un historiador interpreta que Bilbao empleó la expresión América Latina en un contexto antiimperialista puesto que, como muchos de los pensadores hispanoamericanos a mediados del siglo XIX, ya temía al expansionismo continental impulsado desde Washington.

En un extenso ensayo a favor de la unidad continental titulado La Confederación Colombiana (1859), el neogranadino José María Samper rechazó la búsqueda de la identidad hispanoamericana en un simple parentesco racial o por la comunidad de lengua, cultura o religión. “El hecho determinante de las razas es la civilización. Y la civilización colombiana es una, la democrática, fundada en la fusión de todas las viejas razas en la idea del derecho. Tal es la obra que debemos conservar y adelantar, y es para ese fin de unificación que conviene crear la Confederación Colombiana...”. Más tarde, Samper recoge en otro ensayo la idea de las dos Américas y propone utilizar el término de Colombia para designar a todo el territorio al sur de Estados Unidos.

La guerra mexicano-estadounidense (1846-1848), tras la que México pierde la mitad de su territorio, las andanzas del aventurero William Walker en Centroamérica -se autoproclamó presidente de Nicaragua entre 1856 y 1857 y acabó fusilado en Honduras tres años después-, el incidente conocido como de la “tajada de sandía” entre estadounidenses y panameños de 1856, y los intentos por apoderarse de Cuba, avivaron el debate sobre la necesidad de una integración hispanoamericana en contra de la América sajona. 

Justo Arosemena, considerado “el padre de la nacionalidad panameña, pronunció en Bogotá un discurso incendiario en julio de 1856: “Señores: Hace más de veinte años que el Águila del Norte dirige su vuelo hacia las regiones ecuatoriales. No contenta ya con haber pasado sobre una gran parte del territorio mexicano, lanza su atrevida mirada mucho más acá. Cuba y Nicaragua son, al parecer sus presas del momento, para facilitar la usurpación de las comarcas intermedias, y consumar sus vastos planes de conquista un día no muy remoto”.

Recupera Arosemena el concepto bolivariano de “mancomunidad” hispanoamericana y también propone renunciar al nombre de América. “Siga la del Norte desarrollando su civilización, sin atentar a la nuestra. Continúe, si le place, monopolizando el nombre de América hoy común al hemisferio. Nosotros, los hijos del Sur, no le disputaremos una denominación usurpada, que impuso también un usurpador. Preferimos devolver al ilustre genovés la parte de honra y de gloria que se le había arrebatado: nos llamaremos colombianos; y de Panamá al Cabo de Hornos seremos una sola familia, con un solo nombre, un Gobierno común y un designio. Para ello, señores, lo repito, debemos apresurarnos a echar las bases y anudar los vínculos de la Gran confederación colombiana”.

Muchos años después, ya entrado el siglo XX, Víctor Raúl Haya de la Torre, fundador y líder histórico de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (el hoy Partido Aprista Peruano) acuña para todo ese territorio el nombre de Indoamérica.

Lección latinoamericana sobre deuda

Por: | 14 de noviembre de 2011

La crisis de deuda latinoamericana, que comenzó en agosto de 1982 con la amenaza del gobierno mexicano de no pagar a los acreedores internacionales, dio paso a la tercera mayor fase en la historia económica de la región en sus 200 años de independencia. Más rápido o más lento, con mayor o menor profundidad, las economías latinoamericanas comenzaron su andadura con un modelo exportador, luego atravesaron por un periodo de cerrazón y crecimiento interior como respuesta a la crisis del 29, y tuvieron que volver forzosamente al primer modelo para pagar a los acreedores, aparte de emprender medidas de ajuste que acabaron por empobrecer a millones de personas.

A finales de aquel año en que estalló todo en México, los préstamos latinoamericanos concedidos por 16 de los 18 bancos internacionales de Estados Unidos y Canadá eran superiores al total de los activos de esas entidades. Los bancos habían concedido 70.000 millones de dólares y el más expuesto era el Citigroup (Citicorp por entonces) con 10.000 millones. El elevado riesgo de quiebra de estas entidades y todo el sistema norteamericano, obligó a Washington a buscar una solución. El Gobierno de Ronald Reagan creó un club de acreedores y estos pusieron al FMI y al Banco Mundial al frente de la supervisión de los planes para hacer frente a la crisis. Todos pensaban entonces, incluso los deudores, de que era una crisis de liquidez provocada por factores externos que se solventaría con más créditos. En realidad era un problema de solvencia, pero se tardarían muchos años de disgustos y empobrecimiento en reconocerlo. 

Las ventas externas no fueron suficientes para solucionar el problema de liquidez y la situación se agravó cuando comenzaron a fugarse los capitales y a desaparecer el poco crédito que se dirigía a la zona. Llegó el Plan Baker, pero los nuevos créditos para los 17 países más endeudados se quedaron cortos. Todos intentaron mantener la pantomima, pero Perú en 1985 y Brasil en 1987 hicieron saltar todas las alarmas con el anuncio de que dejarían de pagar los intereses de la deuda. La decisión brasileña obligó a los bancos a revisar el valor de sus activos y decidieron asumir como pérdida un buen porcentaje de la deuda latinoamericana.  Las entidades obtuvieron ventajas fiscales de sus gobiernos y se recuperaron rápidamente. Pero América Latino seguía endeudada, así que EEUU concibió el Plan Brady para permitir a los países acudir a un mercado de deuda en mejores condiciones a cambio de una política económica aceptable para Washington.

El aumento de las exportaciones a la región generó divisas para pagar la deuda, pero ese dinero iba al sector privado y quien estaba endeudado era el público, así que a pesar de la entrada de divisas, los gobiernos tuvieron series dificultades para acceder a estas. Solo Chile, México y Venezuela tenían acceso directo a los dólares por las ventas de cobre y petróleo. Aparte de esto, la mayoría de los países afectados por la crisis de deuda habían entrado en la tormenta con altas tasas de inflación y déficit. Si ya las condiciones previas a la crisis distaban de ser buenas para la región, las medidas adoptadas en apoyo del modelo externo hicieron aun más difícil la situación interna de los países en la primera etapa de la era poscrisis.

Como para acceder a la renegociación de la deuda era necesario firmar con el FMI, los países debieron someterse a los dictados de la organización multilateral de crédito. La receta del Fondo era la siguiente: liberalización financiera, control del crédito interno y reducción del déficit mediante el aumento de ingresos y recortes de gastos. Pero el pago de la deuda, tanto externa como interna, dejaba a los gobiernos prácticamente si margen para hacer frente a los gastos corrientes en sanidad, educación o seguridad. Y es que para finales de los ochenta los intereses de la deuda se habían quintuplicado respecto al inicio de la década y la inversión pública en las economías había descendido a niveles ínfimos.

El Fondo culpaba abiertamente a los gobiernos de falta de disciplina fiscal y monetaria, y de forma velada también se quejaba de la rampante corrupción y el despilfarro. Pero era evidente que, al margen de estos reproches, la receta no funcionaba. De los 14 países que entraron en la crisis con problemas de inflación y déficit, solo uno, Costa Rica, había logrado para mediados de los ochenta cierta estabilidad económica. El proceso de ajuste provocó una profunda recesión en la región. En los primeros dos años de la crisis, el PBI real se redujo en 11 países y como la población aumentaba a una tasa del 2% anual, ni siquiera aquellos países que lograron algún modesto crecimiento pudieron impedir el desplome del poder adquisitivo.

La segunda mitad de los ochenta no fue mejor. En 14 países latinoamericanos la situación se estancó o empeoró. Solo Colombia logró un incremento modesto en toda la década, mientras que Chile logró, a costa de duros sacrificios sociales, sentar las bases del modelo de desarrollo que más tarde convertiría en la economía del país andino en una de las más solidas de la región. En casi una decena de los estados el sector manufacturero se redujo drásticamente o perdió mucha importancia. El término estanflación –combinación de recesión e inflación- se abrió paso en una región donde los salarios no pudieron seguir el aumento de los precios y donde el desempleo prácticamente se duplicó a escala regional. La epidemia de cólera que vivió Perú a principios de los noventa y que se extendió a los países vecinos supuso un brutal llamado de atención sobre lo que sucede cuando se desatienden los servicios públicos esenciales. Solo países pequeños como Costa Rica y Uruguay lograron mantener cierta red de contención eficiente para atender a una población cada vez más empobrecida.

Cuarenta años después de que comenzara la crisis de deuda en América Latina, en Europa se alzan las voces que piden más flexibilidad para que los países afectados por la peor crisis en el mundo desarrollado desde el crash del 29 puedan cumplir sus objetivos de déficit y el pago de sus deudas. Los nuevos gobiernos de Portugal, Grecia, Italia y el que saldrá de las urnas en España el domingo arrastrarán una precariedad económica que les reducirá al mínimo la capacidad de maniobra para cumplir con sus obligaciones y, al mismo tiempo, resucitar la economía.  Al margen de las diferencias, los países desarrollados pueden encontrar útiles las lecciones que los latinoamericanos aprendieron con tanto sacrificio de la crisis de su deuda.

La bandera del indigenismo

Por: | 07 de noviembre de 2011

A principios de noviembre de 1780, José Gabriel Condorcanqui -Tupac Amaru II-, descendiente del último rey inca, puso en marcha la mayor rebelión indígena en la América colonial española.Tupac Amaru acudió con el corregidor de la provincia de Tinta, Antonio de Arriaga, a una comida en la casa de un cura para festejar el día del rey. A la vuelta, Tupac Amaru hizo apresar al corregidor y le obligó a entregarle dinero y armas. Luego lo mandó a ahorcar en el plaza de Tungasuca, un pueblo del actual Perú cercano a la frontera con Bolivia.

Seis meses después, un ejército de 17.000 hombres fiel a la corona española -paradojicamente, el 80% indígena-, respaldado además por el cacique de Chincheros, Mateo Pumacahua, derrotó a las tropas rebeldes y capturó a Tupac Amaru y casi toda su familia. El líder indigena fue obligado a ver la ejecución de su esposa, dos hijos y otros parientes. Él fue descuartizado. Pero la rebelión no murió ese mismo día, sino que fue continuada por el primo de Tupac Amaru, Diego Cristóbal: y más tarde por Julián Apaza -Tupac Catari-. Este último caudillo sitió dos veces la ciudad de La Paz. El primero duró 109 días y costó la vida a 10.000 españoles. En el segundo, el ejército indígena y mestizo intentó contruir un dique para inundar la ciudad pero este reventó antes de lo previsto y el plan fracasó. Poco después, un ejército enviado desde Buenos Aires derrotó a los insurrectos y Tupac Catari -traicionado por otro mestizo, Tomás Inca Lupe- fue capturado y descuartizado en la plaza del pueblo de Peñas. Su cabeza se envió a La Paz.

Tupac_Amaru_IILa rebelión no tenía como enemigo a todo lo que proviniera del hombre blanco. Tupac Amaru incluyó en sus reinvindicaciones a los criollos o españoles americanos, también víctimas del aumento de la presión fiscal y los abusos cometidos por los españoles peninsulares. El líder indígena luchó contra la mita y por la devolución de las tierras pero, como señalan muchos historiadores, nunca hubo un pronunciamiento contra la religión católica. Incluso antes de comenzar la sublevación, Tupac Amaru intentó que la Corona española reconociera el autogobierno de los americanos y su propia jerarquía de rey como descendiente directo de los incas. La rebelion fue la última salida tras muchos años en los que Tupac Amaru intentó conseguir sus objetivos mediante la negociación. 

Evo Morales fue investido líder supremo o Apu Mallku en una ceremonia religiosa en Tiahuanaco en enero de 2006. Era la primera vez, según la prensa boliviana de esos días, que se otorgaba ese título desde la coronación de Tupac Amaru en 1570. Mucho se habló entonces de la rebelión de Tupac Amaru y Tomás Catari. Morales la considera la primera revolución libertadora de América, a pesar de que aquella guerra no buscó la independencia por la sola razón de que los indígenas no tenían el concepto de Estado europeo ni fue un movimiento libertario, solo el intento -sin duda legítimo- de restablecer la monarquía inca por encima de la española. Los blancos contra los que arremetió Morales ya no eran colonizadores españoles, sino otros bolivianos como el propio presidente. Morales también se enfrentó a la iglesia católica cuando esta cuestionó sus postulados y sus acciones, y a Estados Unidos como símbolo del poder colonizador extranjero de su tiempo.

Cinco años después de aquella ceremonia en Tiahuanaco, Morales ya no está enfrentado a los blancos, sino a los índigenas de la región amazónica por la construcción de una carretera con inversión extranjera. Mientras tanto, buena parte los indigenas andinos, su mayor fuerza electoral; le reprocha la escalada de precios y sus políticas más capitalistas que socialistas. El gobierno del primer presidente indígena de América del Sur, que ha hecho mucho por su gente y podría haber hecho mucho más, está atrapado por el mismo discurso con el que comenzó su andadura: el de la confrontación y el desprecio.

Brasil se debe a Sudamérica

Por: | 31 de octubre de 2011

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El plantón que la mitad de los países iberoamericanos dieron a la Cumbre de Asunción el pasado fin de semana fue una descortesía hacia el presidente Fernando Lugo. Más pecado tuvo la ausencia de los otros socios de Paraguay en Mercosur y, entre éstos, la falta más llamativa fue la de Brasil. Para empezar porque todo el sur brasileño se ilumina gracias a la electricidad paraguaya y, para acabar, porque desde hace siete años todas las reuniones y proyectos regionales dicen algo solo si Brasil está allí para decirlo. El peso político que Brasilia ha ganado en la región conlleva una responsabilidad que ningún gobernante brasileño puede ignorar.

Es difícil encontrar en la historia brasileña una etapa donde la diplomacia haya sido tan activa como durante la era Lula: el país tiene todo que decir en la Organización Mundial de Comercio y en el debate sobre el cambio climático, es uno de los fundadores del G-20, lleva la batuta en la campaña para ampliar el Consejo de Seguridad de la ONU, ha forjado un polo mundial de peso con China –que será el segundo mayor inversor en América Latina para 2020-, Rusia, India y Sudáfrica (los BRIC). Dentro de América Latina, Brasil mantiene vivo al Mercosur a pesar de los roces con Argentina. Y Unasur, la organización regional con mayor potencial en este momento, es un invento brasileño.

Para la historia latinoamericana, es curioso que Brasil, que nunca demostró interés por el proyecto de unidad bolivariano, sea hoy su máximo impulsor y garante. Cuando la América hispana soñaba en el siglo XIX con la integración, el imperio luso-brasileño se sentía apartado de las repúblicas herederas del imperio español por la lengua y las rivalidades dinásticas. El régimen brasileño representaba el continuismo monárquico, esclavista y expansionista contra el cual se habían rebelado los libertadores Simón Bolívar y José de San Martín.

Brasil fue ajeno a los varios intentos regionales de integración del siglo XIX como fueron la Gran Colombia, las Provincias Unidas de América Central o la Peruano-boliviana; y distante de la riqueza de ideas de cómo debía funcionar esa gran mancomunidad latinoamericana. Muchos historiadores atribuyen el primer esbozo unionista al padre del movimiento de emancipación americana, el venezolano Francisco de Miranda, que ya en 1791 propone “formar de la América Unida una gran familia de hermanos”. Entre 1810 y 1865 la llama de unidad se mantiene viva. En la Carta de Jamaica, Bolívar plasma su sueño de una América unida y, al mismo tiempo y con gran lucidez, las dificultades para ver ese sueño cumplido.

Ante la proximidad del fin de las guerras de emancipación, el ímpetu integracionista cobra fuerza. El 7 de diciembre de 1824, dos días antes de que el mariscal Antonio de Sucre pusiera fin al conflicto por la independencia en la batalla de Ayacucho, Bolívar, como presidente de la Gran Colombia (que abarcaba los actuales Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela), propone a los gobiernos de México, Centroamérica (Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua y Costa Rica), Perú, Chile, Brasil y las Provincias Unidas de Buenos Aires a debatir la posibilidad de una confederación.

En junio de 1826 se instaló en la Ciudad de Panamá un congreso al que asistieron casi todos los representantes convocados por Bolívar a excepción de los de Brasil y los del Río de la Plata, por entonces en guerra por la posesión de la Banda Oriental (Uruguay). En poco más de 20 días de sesiones, se acordó la creación de una liga de las repúblicas y una asamblea supranacional, y se selló un pacto de defensa. Sin embargo, el “Tratado de Unión, Liga y Confederación perpetua” que surgió de este congreso fue ratificado tan sólo por la Gran Colombia. Pero como ésta se disolvió en 1830 y las Provincias Unidas de América Central algunos años después, el Congreso de Panamá pasó a la historia. Eso sí, lo hizo como el primer hito en la creación de la mancomunidad latinoamericana.

En plena ebullición de ideas desde todos los rincones ilustrados de América para impulsar la integración, los discursos más encendidos a favor de la unidad comienzan a incorporar el sentimiento antiestadounidense. La relación de admiración y cierto recelo que Bolívar había mantenido con el poderoso vecino del Norte empiezan a tener tintes de desconfianza y temor al sur del río Bravo y, desde luego, a ser motivo de división en el continente. La guerra mexicano-estadounidense (1846-1848), tras la que México pierde la mitad de su territorio, las andanzas del aventurero William Walker en Centroamérica -se autoproclamó presidente de Nicaragua entre 1856 y 1857 y acabó fusilado en Honduras tres años después-, el incidente conocido como de la “tajada de sandía” entre estadounidenses y panameños de 1856, y los intentos por apoderarse de Cuba, avivaron el debate sobre la necesidad de una integración hispanoamericana en contra de la América sajona.  

Pero la guerra de la Triple Alianza de 1865 a 1870 acaba de un mazazo con los ideales de mancomunidad. Paraguay queda prácticamente diezmado en población y territorio tras el brutal conflicto que lo enfrenta a los ejércitos de Brasil, Argentina y Uruguay. Más tarde, en 1879, Chile libra la guerra del Pacífico contra Bolivia y Perú, arrebatando a ambos países importantes trozos del territorio y riquezas naturales. Los bolivianos incluso pierden su salida al mar.

Desde el primer mandato de Lula, Brasil ha liderado la construcción de una mancomunidad latinoamericana política, social y económica que, aunque no responda exactamente al sueño de Bolívar, se acerca bastante. Sería una pena que un proyecto tan ambicioso que ha recorrido tanto camino acabe en vía muerta solo por conflictos o estados de ánimo internos. Brasil no puede darse ese lujo. Tampoco Argentina.

La primera decepción del Libertador

Por: | 14 de octubre de 2011

Campaña admirable bolivar libertadorUna colega venezolana me recordó que un 14 de octubre pero de 1813 a Simón Bolívar le fue otorgado el título de Libertador de Venezuela. Lo aceptó señalando que para él "era más glorioso y satisfactorio que el cetro de todos los imperios de la tierra". Fue un momento de esplendor de la llamada Campaña Admirable con la que Bolívar consiguió la liberación del occidente venezolano y que, junto a los éxitos militares de Santiago Mariño -otro líder surgido de la elite colonial como Bolívar- por el oriente, dio paso a la Segunda República de Venezuela. Además, en el baile en honor de Bolívar que se celebró en la capital, este conoció a Josefina Machado, Pepita, una veinteañera que sería su amante por más de cuatro años.

Hay dos cosas que me vienen a la memoria de esos años de la Segunda República. La primera es la guerra a muerte entre los dos bandos. Tanto realistas como revolucionarios asesinaron, degollaron y mutilaron a infinidad de hombres, mujeres y niños. El pillaje también era corriente. Al igual que Bolívar y su líderes militares, los oficiales españoles como Antonio Zuazola o el caudillo asturiano José Tomás Boves, financiaron la guerra echando mano de las propiedades de los enemigos e hicieron la vista gorda con los crímenes perpetrados por sus subordinados. "Las grandes medidas, para sostener una empresa sin recursos, son indispensables aunque terribles", escribiría el Libertador años después de la guerra a muerte.

La segunda es el decepcionante desenlace de esta etapa para el Libertador. Bolívar aprendió mucho durante la Campaña Admirable sobre estrategia militar, pero mucho más como político. Antes de partir hacia el exilio en Jamaica en mayo de 1815, el Libertador se dio cuenta de que el verdadero desafío esos años no habían sido los españoles o sus aliados, sino los propios revolucionarios americanos. Bolívar había sido derrotado por la rivalidad entre los criollos y la hostilidad de los caudillos. Ambos problemas serán cada vez más acuciantes y lo acompañarán hasta el final de sus días. Afianzarán también en el Libertador la idea de que las cosas solo salen bien cuando logra imponer sus políticas y sus proyectos, una peligrosa creencia que conduce a la dictadura.

Por cierto, Pepita, presionada por su madre, también abandono a Bolívar al final de esta frustrante etapa. "Mi deber de hija me lo impone, Simón", según el relato del historiador José Ignacio García Hamilton. "Él contempló con desolación su rostro claro y sus cabellos renegridos y prefirió, por un resto de orgullo, no contestarle".

Ni vencedores ni vencidos

Por: | 11 de octubre de 2011

Rivera y oribe

Fructuoso Rivera y Manuel Oribe, líderes de los colorados y blancos, los bandos uruguayos enfrentados en la Guerra Grande (1839-1851).

 

En España se escucha con frecuencia en estos días que el conflicto con ETA debe acabar "sin vencedores ni vencidos" y se me ocurrió pensar en la primera vez que leí acerca de esa frase. Me puse a revisar las notas para ese libro que nunca escribí y que he ido recopilando a lo largo del tiempo y ahí estaba: 8 de octubre de 1851, el día en que el general uruguayo Manuel Oribe se rindió ante su par argentino (entrerriano para ser más exactos) Justo José de Urquiza. La llamada "Paz de Octubre", sellada ese día, consagró el lema "ni vencedores ni vencidos" como una amnistía para los dos bandos uruguayos enfrentados: blancos y colorados.

Sobre la trascendencia de ese 8 de octubre, el historiador británico John Lynch escribió: "La liga formada por Brasil, Uruguay y Entre Ríos en mayo de 1851 y a la que más tarde se sumaron Corrientes y Paraguay para derrotar a Juan Manuel de Rosas [caudillo y gobernador de Buenos Aires] logra su primera gran victoria" -Argentine caudillo (SR books)-. También lo hizo el historiador argentino Pacho O'Donell en Juan Manuel de Rosas: el maldito de la historia oficial (Norma Editorial): "Oribe, quien sostuvo una prolongada y secreta entrevista con Urquiza, no ofreció resistencia capitulando el 8 de octubre de 1851, 'desacreditado pero no deshonrado' como él mismo escribirá".

¿Ahora bien, la Guerra Grande, como se la conoce en Uruguay, acabó ese 8 de octubre de hace exactamente 160 años sin "vencedores ni vencidos"?

Uruguay logró por fin su territorio independiente pero quedó devastado tras 12 años de guerra. Perdió su territorio de las Misiones Orientales en manos de Brasil y contrajo fuertes deudas de guerra. Oribe fue durante muchos años denostado por los historiadores de su país hasta que su figura fue reinvindicada por un auténtico caudillo uruguayo del siglo XX, Luis Alberto de Herrera.

Argentina vivió una guerra fratricida. Había argentinos en ambos bandos y el conflicto siguió en tierras porteñas hasta el derrocamiento de Rosas en febrero de 1852, en la batalla de Caseros. Rosas marchó al exilio y murió en Inglaterra. Durante el mandato de Carlos Menem sus restos fueron repatriados y su figura también reinvidicada por los historiadores nacionalistas.

Brasil ganó el territorio de las Misiones Orientales pero perdió para siempre la provincia Cisplatina (Uruguay). Eso sí, aseguró sus fronteras y aplastó el movimiento separatista de Rio Grande do Sul. Unos años antes, el imperio ya había sometido los deseos republicanos de las regiones del norte, la llamada Confederación del Ecuador.

Gran Bretaña y Francia lograron con la independencia uruguaya que las aguas del Río de la Plata fueran internacionales. La libre navegación de los ríos era de vital importancia para el comercio de ambos países. Así, como en muchos otros conflictos, las potencias europeas sacaron provecho de los enfrentamientos entre las facciones locales.

Podría enumerar millones de consecuencias más de la Guerra Grande y de ese 8 de octubre de 1851, pero creo que con esto basta para demostrar que la fecha es una de las más significativas de la historia suramericana y, sobre todo, que eso de que no hay vencedores ni vencidos es puro cuento.

Sobre el autor

, argentino, nacido en el 68, jefe de la sección Internacional de El País y apasionado lector de historia y literatura iberoamericana.

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