FOTO: Pierre de Meuron
¿Qué le parecía a Mies van der Rohe importante? ¿La naturaleza? ¿El ser humano? ¿O solamente la arquitectura? Esto es lo que se preguntaron los arquitectos suizos Jacques Herzog y Pierre de Meuron cuando visitaron, hace dos años, la mítica casa Farnsworth , en Plano (Illinois).
Lo cuenta Herzog en el libro Engañosas transparencias que acaba de publicar la editorial Gustavo Gili, ilustrado con fotografías tomadas por de Meuron durante esa excursión. A los autores de la Tate Modern les acababan de entregar el premio Mies Crown Hall de las Américas, instaurado por el equipo de Wiel Arets, que ocupa el decanato de la universidad diseñada por Mies, el IIT de Chicago, y la visita les hizo pensar en la “indecisa elevación sobre el suelo” y, sobre todo, en la transparencia: el vidrio, el cristal y el espejo que logran que partes invisibles existan físicamente.
El vidrio y el espejo se han convertido en un material cotidiano, ubicuo, banal. Poco queda de su antigua magia, opina Herzog. Por eso la transparencia de Farnsworth les remite a otras transparencias mágicas como la que corona la ciudad utópica de Bruno Taut, las de Leonidov, o Le Grand Verre de Duchamp.
Jacques Herzog, que es el que escribe el ensayo, parte de la idea discutible de que Farnsworth es un “icono de la arquitectura moderna que admiran todos los jóvenes arquitectos”. Reto a encontrar a proyectistas menores de treinta años (jóvenes de verdad) que señalen esa mítica vivienda como su casa favorita. La generación que la convirtió en icono, me temo, es la del propio Herzog (1950).
Asegura luego que la transparencia dio paso a un discurso social radical, crítico y pesimista en el arte “mientras que en arquitectura se propagaba como medio y expresión de una sociedad abierta en sintonía con la naturaleza”. Que la arquitectura quisiera acercarse a la naturaleza limitando su presencia no hacía sintonizar las formas cúbicas modernas con la naturaleza y mucho menos los grandes prismas de vidrio que han caracterizado la arquitectura convertida en negocio por encima de cualquier otra vocación (incluida la de representar al poder o al genio del arquitecto).
Para Herzog y De Meuron la transparencia se relaciona en arte con la duda y en arquitectura con la admiración. Por eso, ante Farnsworth, se preguntaron: “¿Por qué los grandes arquitectos modernos no lograron reconocer la dimensión psicológica como potencial para una arquitectura más humana y, al mismo tiempo, más radical? Justamente un encargo tan ideal como la casa Farnsworth se hubiera prestado a aspirar algo más que a la pureza de la construcción. El descontento y el malestar de la propietaria –además de sus conocidos conflictos personales- tienen que ver con la falta de voluntad y con la incapacidad de Mies de querer entender la dimensión psicológica de la arquitectura e integrarla en su proyecto”.
Para una vez que un gran arquitecto, Jacques Herzog, en este caso, hace autocrítica, aunque sea por vía de otro grande, no parece oportuno recurrir al y tú más. Pero sí parecería de justicia cuestionar a Herzog y De Meuron sobre esa dimensión psicológica de la que hablan de sus propios proyectos.
El propio Herzog parece querer responder a esa pregunta cuando en el ensayo indica que la casa “en el lugar solitario en medio del bosque para la doctora soltera” debería haber sido un refugio abrigado respecto al exterior y privado en el interior, divisible. Habla de una casa que desapareciese en la naturaleza, un objeto camuflado que no delatase a su autor. Acogedora, “tradicional y por ello universal”.
“Semejante diseño no puede ser el resultado de un simple proceso de proyecto y de intercambio con la propietaria, es más bien la manifestación de la voluntad y la convicción de tener que crear algo grande y de aprovechar el momento para hacerlo: arquitectura pura, esencia, nada superfluo, ninguna huella de autoría, intemporalidad, eternidad, belleza”, escribe Herzog. ¿De verdad es posible que el autor del Caixa-Fórum Madrid no vea en Farnsworth ninguna huella de autoría?
Esa belleza “despegada de la tierra” está basada en la falta de solidez: revestimientos por encima de solideces. Sin embargo, Herzog recuerda que en su discurso de ingreso como director de lo que hoy es el Illinois Institute of Technology de Chicago, en el año 1938, Mies se refirió al calor que irradian las viejas construcciones. Esa incoherencia incomoda a Herzog. Más que de unión entre arquitectura y naturaleza, la casa Farnsworth habla de opuestos. Mies defendía que su arquitectura debía “llevar su propia vida”. Herzog argumenta que también la naturaleza debe poder hacerlo. Sin embargo, admite que la casa intensifica los estímulos visuales de la naturaleza. Y eso la lleva a intensificar también las condiciones climáticas. Concluye que la naturaleza le interesa a Mies como decoración.
“Mies miraba sus croquis, planos y maquetas, pero sólo vería lo que quería ver. Lo que ya sabía”. Por eso Herzog llega a ver un espacio fantasmal en la mítica plataforma que eleva la vivienda sobre el suelo del bosque (y que por eso tiene un uso). Tanto es así que termina por calificar la casa de escaparate y vitrina para Edith Farnsworth, la nefróloga que la encargó.
Así las cosas, la lectura de este descarnado ensayo apunta a un clásico: los edificios no pueden juzgarse no ya sin visitarse, sobre todo sin habitarse. También apunta al fin de lo intocable. Cuando el año pasado en una mesa redonda celebrada en Madrid para dialogar sobre un libro que recogía tres proyectos de Álvaro Siza señalé cómo el portugués levantó los vestuarios de madera de su piscina en Leça da Palmeira para que el recinto pudiera limpiarse con un manguerazo, Rafael Moneo, presente en el debate junto a Souto de Moura, Juhani Pallasmaa y David Cohn, solicitó reconducir la discusión hacia temas más elevados. ¿Qué puede ser más elevado que comunicar comprensión por encima de imposición? ¿qué puede serlo más que pensar en quienes deben usar la arquitectura y que esta se mantenga con poco esfuerzo a lo largo del tiempo?
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