Cada vez hay más ciudades con una especie de bolsa urbana donde va a parar todo lo que no logra hacerse espacio en otro sitio: los juegos infantiles, las reuniones de los adolescentes, el paseo, los ratos perdidos de los jubilados… El arquitecto Francesco Careri cuenta en el libro Pasear, Detenerse (Gustavo Gili) que en su ciudad, Roma, las micro-transformaciones y los proyectos de recuperación están a un paso de la Roma más turística. En mayo de 1999 refugiados kurdos levantaron junto al Coliseo un poblado de cartón que bautizaron como Cartonia. Cuando fue desmantelado, la convivencia entre kurdos y una comunidad de arquitectos, artistas e investigadores resultó en Ararat, junto al antiguo matadero de la ciudad. Entre 1999 y 2002 allí se celebraron los Grandes Juegos Colectivos y se repartieron carnets de No Identidad. Hoy ese campamento, que tomó el nombre de la montaña sagrada de los kurdos, la que acogió el Arca de Noé, es parada obligada para los refugiados kurdos en tránsito por Europa. Han pasado más de tres mil y el antiguo asfalto es hoy un huerto.
El autor del libro Walkspaces, que defiende el caminar como práctica artística, considera que en estos lugares indefinidos por su constante redefinición es donde la ciudad se quita la máscara, se muestra desnuda y se atreve a ser lo que todavía no sabe ser. Seguramente por eso el grupo de investigación que dirige en la Università degli Studi Roma Tre se llama Laboratorio de Artes Cívicas. También se llama así la asignatura que él imparte y que define como “una disciplina híbrida, a caballo entre la arquitectura y el arte público.
En este libro, recuerda que fue el biólogo Patrick Geddes quien en 1913 creó "Civics", un curso universitario para una disciplina que todavía no existe: el urbanismo itinerante, una ciencia que propone una inmersión en los pliegues de la ciudad. Convencido de que la ciudad debía producirse de abajo a arriba, Geddes defendía caminarla para conocerla. Leyendo sobre Careri y sobre Geddes, recordé a unos ancianos que se reunían a diario en la falda del Gianicolo para jugar a petanca en un claro entre los arbustos junto a la carretera que conduce la Academia de España en Roma, donde viví un curso a mediados de los noventa.
El propio Careri explica en su nuevo libro que una vez visitó a Constant en su estudio de Ámsterdam. Le preguntó por los gitanos que tanto habían influido su razonamiento arquitectónico. Y Constant le señaló una ventana tapiada con cartones. Le dijo que hasta hacía unos años allá acampaban gitanos. Que hacían fiestas y hogueras. Que se hizo amigo de algunos de ellos. Y que cuando los obligaron a irse para dejar el terreno libre para transformar el barrio, él decidió tapiar la ventana: ya no le quedaba nada interesante que mirar.
Careri denuncia un urbanismo “del desprecio que arroja al vertedero a los nómadas a la espera de que suba el valor de los terrenos”. Y defiende que el arte no da miedo ni a los habitantes ni al poder, que es acogido como una actividad inocua, quizá inútil, desprovista de poder. En eso reside su mayor fuerza. “El arte es capaz de tomar la ciudad por sorpresa de forma indirecta, lúdica y no funcional”. “Es capaz de entender los valores simbólicos de la ciudad y de producir acciones a menudo más útiles que la planificación y la construcción física de lugares”.
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