Me gustan casi todos los deportes que existen. Sí, no es una exageración producto de mi lugar de nacimiento. A casi todos les busco y suelo encuentrar su atractivo, que puede estar en sus reglas básicas, escenarios, practicantes, épica o estética. Cuando no entiendo una modalidad deportiva, intento comprenderla, pues muchas veces es más cuestión de conocimiento que de gustos. En mi época de jugador, viajamos en repetidas ocasiones a Estados Unidos, normalmente durante el verano, epoca de béisbol. Hotel donde íbamos, tele que poníamos, partido de béisbol que aparecía. No entendía qué tenía aquel deporte donde los partidos eran interminables, andaban y mascaban tabaco más que corrían y las estadísticas, terreno habitual para un jugador de baloncesto, resultaban indescifrables. Pero algo, además del arriago social, debería tener para que millones de personas acudiesen a los estadios o lo siguiesen por televisión. Un verano decidí estudiarlo y nadie mejor que el mítico Clemson Smith Muñiz, muchos años corresponsal deportivo de El País en Nueva York para darme unas cuantas clases. Me habló de lanzadores que abren y otros que cierran, jugadores míticos, tipos de lanzamientos, bateos y bateadores, carreras hechas y empujadas, tácticas y hasta alguna de las extrañas señas que se suelen hacer. Gracias a Clemson, uno de los deportes que no estaban en la lista de atractivos, se incorporó a ella (animado por el éxito, lo intenté con el criquet, pero he de reconocer que ahí pinché en hueso).
Total, que por una cosa o por otra, es dífícil que no me quede enganchado a cualquier deporte que den por la tele. En estos Juegos hay 39, que no será por falta de oferta. Ahora bien, si tuviese que elegir uno que me cuesta un mundo seguirlo, ese es la Gimnasia. En cualquiera de su variedades. Uff, que sofocón me llevo. Sobre todo en su versión femenina. Le reconozco todos y cada uno de los atractivos que tiene, que son muchos, tantos que es uno de los deportes olímpicos estrella sin ningún género de duda. Pero el motivo de mis dificultades para su observación y deleite es que me genera una tensión casi insoportable. Cada vez que una atleta se dispone a realizar un ejercicio, ya sea un salto, ejercicio de suelo, barras asimétricas y sobre todo barra fija, no soy capaz de disfrutarlo porque tengo el corazón en un puño y temo que cometan un error, coloquen un pie mal y se caigan, les fallen las piernas en el instante decisivo. Pero es que como no se van a caer de la barra, que más que barra parece el filo de un cuchillo de lo estrecha que es.
Ayer me volvió a ocurrir viendo la final de equipos femenina en su versión deportiva. ¡Qué tensión! Se juegan las medallas por décimas y centésimas de punto y del drama surge inevitablemente sobre todo cuando llega la última rotación. Rusia intentaba superar a Estados Unidos en la lucha por el oro en los ejercicios de suelo y Rumanía y las minúsculas chinas disputaban el bronce en el salto. Y una rusa falló, y la siguiente compañera tampoco pudo aguantar la tensión y en la última diagonal con triple tirabuzón (o lo que fuese aquellla pirueta imposible) se le doblaron las piernas al aterrizar y terminó en el suelo. Hala, todas a llorar y uno en su casa con un nudo en la garganta queriendo coger el transportador que usaban en Star Treck para ir a consolarlas. No les fue mejor a las chinas, otras que terminaron llorando. Desatadas las emociones, Estados Unidos hizo un ejercicio casi perfecto y se llevó el oro. Otras que se pusieron a llorar, esta vez de alegría. Ya sé que la tensión emocional radica uno de los enganches que puede tener un deporte, pero la de la gimnasia deportiva femenina resulta demasiada para un tipo sensible como yo.
En fin, cosas del deporte y la competición, generadores casi simultáneos de alegrías y tragedias. Que se lo pregunten a Phelps, el hombre del día, que en un hora pasó de la decepción de perder su distancia favorita por primera vez en unos Juegos al subidón de entrar de nuevo en la historia al ganar su decimonovena medalla en el 4x200 libres. 19 medallas. Qué pasada. ¡Qué abusón! que decíamos en el cole. Mientras tanto, nosotros seguimos a cero, lo que está generando ya cierta ansiedad. Rozando el larguero, eso sí, como Ander Elosegi, que volvió a quedar cuarto por segunda vez y perdiendo la medalla al ser superado por el último participante de la final. Dicen que la telepatía existe, pero la mía debe andar un poco averiada pues me pasé toda su participación deseándole lo peor (no era nada personal, sólo quería que Elosegi se subiese al podium) pero no hubo forma.
Los Juegos reparten alegrías como el que nos ofrece casi siempre la selección de baloncesto, que se desayunó a los australianos y también disgustos como el que se llevó el waterpolo al tener que sufrir a un árbitro que lleva demasiado tiempo sin que le hagan una revisión ocular. O el balonmano, al que Dinamarca les tiene fritos jueguen como jueguen. Ayer lo hicieron como nunca y perdieron como siempre. El final de jornada también ofreció un poco de las dos caras. Mireia Belmonte nos alegró el cuerpo y alimentó otra vez esperanzas y la pareja de voley playa peleó como jabatos ante los campeones estaodounidenses pero terminó doblegándose, eso sí, con todos los honores posibles.
Es el deporte. Es la vida, supongo.