La selección italiana tiene algo de Sam Peckinpah. Ya eran tipos crepusculares en 2006, cuando nadie daba un céntimo por ellos, y ganaron. Ahora quedan varios de aquellos veteranos, con cuatro años más en las piernas, junto a un puñado de novatos que no se parecen ni de lejos a los viejos ausentes: nadie vale un Del Piero, ni la mitad de un Totti. Tampoco los veteranos son lo que fueron. Buffon y su hernia al margen, los demás han perdido virtudes y han acentuado sus defectos: el atolondramiento de Camoranesi, la intrascendencia de Zambrotta, el talento de Cannavaro para crear el caos en torno a sí mismo.
Italia acudió a Sudáfrica en circunstancias muy especiales. No presentía el desastre, como Francia, ni sentía la presión de hacer algo grande de una puñetera vez, como Inglaterra o España. Eran los campeones, y al campeón no se le exige ganar de nuevo. Se le exige, si acaso, que caiga con cierta grandeza.
Esa es la vocación de esta selección crepuscular, tan condenada de antemano como el “Grupo salvaje” o la banda del Mayor Dundee: caer con grandeza.
El problema consiste en los rivales del principio. La banda de Lippi puede hacer una última defensa heroica de su área frente a un rival de talla, puede lanzar una última carga encabezada por su único jugador importante, De Rossi, puede forzar una prórroga y saborear por enésima vez la agonía de la serie de penaltis. Pero no está hecha para ganar a un equipo modesto, apañadito y con ganas de pelea. No está hecha para ganar a Paraguay o Nueva Zelanda.
Doy por supuesto que Italia pasará a octavos. Y confío en verles ganar todavía una batalla imposible. Con una sola me conformo. Un Mundial es menos Mundial sin un milagro italiano, y esta gente, salvo De Rossi, está tan mal, tan decrépitos los viejos y tan insustanciales los jóvenes, que no es capaz de vencer jugando al fútbol: o heroicidad milagrosa, o nada.