Casamar, 23/08/2008. Grabado en arena de la artista saharaui Harima Mohamed
Esta entrada ha sido escrita por Larosi Haidar, miembro del grupo de escritores la Generación de la Amistad Saharaui. El texto narra una escena de 1980, cuando estaba finalizando la construcción del nuevo puerto de Tarfaya, apenas 300 metros más al sur del viejo muelle español, por parte de la empresa francesa Adoedin y empezaban a desaparecer para siempre los últimos vestigios españoles del lugar.
Tarfaya, o Villa Bens como la llamaban los españoles, es un diminuto pueblo costero situado en la costa noroccidental de África, vigilando impasiblemente el célebre cementerio de barcos que se extiende ante los cimientos arenosos de Cabo Juby. Desde tiempos remotos, su costa era temida por toda suerte de marinos, pues su profundidad parecía variar por arte de magia en un santiamén, haciendo caer a las desafortunadas naves en una trampa mortal que las convertía en pocas horas en un pecio aguado y tullido que grita ayuda en las arenosas playas del silente testigo de casitas blancas. Y lo misterioso del caso es que Tarfaya tiene un faro, sí, y lo tiene desde 1882, que fue cuando el inglés Donald Mackenzie hizo construir un fondeadero al que llamó Puerto Victoria. Hoy en día, se pueden ver todavía los vestigios de aquel ambicioso proyecto inglés que murió nada más nacer, quedando únicamente el edificio resquebrajado que sostiene el vetusto faro en su esquina posterior derecha. Cada quince días, un resignado barquero perteneciente a las tribus de la zona, aquellas que sellaron un pacto de hermandad con los primeros españoles que se instalaron en el territorio, rema al son de las sonrientes olas del terrible Atlántico y se dirige ensimismado al soñoliento arrecife verdoso sobre el cual se yergue la cansada Casamar, que es el nombre que le dieron los españoles al edificio de Mackenzie y que hasta hoy en día siguen conservando los habitantes autóctonos del lugar. Una vez allí, se dispone a cambiar la enorme bombona de gas mientras sus ojos lacrimosos escrutan el inmenso horizonte marino en busca de un sueño ya perdido pero no olvidado; en busca de la imagen milagrosa de una isla paradisíaca que desde edades remotas había sido divisada por sus ancestros cuando el tiempo y el mar lo permitían.
Escruta una y otra vez pero sólo logra percibir alguna que otra embarcación tambaleándose en los brazos del mar, apenas un puntito borroso e intranquilo en la línea del ocaso, sin embargo, ella, Fuerteventura, no aparece. Baja los ojos para cerciorarse de que el arrecife sigue igual: las numerosas fosas donde reinan la morena y la anguila, los tranquilos charcos donde se hospedan las langostas rezagadas rodeadas de un sinfín de peces que imitan al arco iris, las gaviotas que vigilan serenas desde lo alto de los mojones rocosos que marcan el lugar. Cuando termina de sujetar la nueva bombona en su nicho, vuelve la vista en dirección opuesta, hacia su pueblecito natal con nombre de árbol, Tarfaya, árbol de tamarisco. En la parte norte, apenas percibe medio ahogadas ya en las amenazantes arenas trigueñas, un pequeño grupo de casitas coloreadas que se desliga desafiante del resto de la villa e, incluso, tiene nombre propio: Albueblo. Su mente se retroalimenta instintivamente de imágenes de su infancia, de cuando tenía diez años y debía levantarse temprano para ayudar a su padre en la pesca durante dos horas, para luego dirigirse a la escuela española donde recibiría clases de un maestro cristiano de pelo amarillo y ojos de gato. Por aquel entonces, él vivía en esas casitas ahora coloreadas coquetamente y a las que la administración española denominaba “el pueblo de pescadores”. Con el paso de los años, la denominación fue variando y perdiendo peso paulatinamente hasta convertirse en lo que es ahora: Albueblo.
Al sur, como un eterno espejismo, se yergue coronando una dócil colina el matadero municipal donde acaban sus días las reses cebadas, durante meses, para tal menester. Hacia el norte y a unos doscientos metros del matadero, yace la macabra, el cementerio musulmán inundado de piedras y recipientes carentes de edad y color. Siguiendo la misma línea imaginaria, hacia el norte y a unos trescientos metros, se encuentra camuflado y medio asediado por nuevas construcciones el viejo cementerio español, del que únicamente restan los nichos huecos y abandonados y un sinfín de lápidas troceadas y desparramadas por todo el camposanto. Desde aquí y mirando exactamente hacia el levante, se levanta orgullosa la casa de uno de los hijos del legendario Chej Ma Lainín. Más hacia el norte, se extiende la pista de aterrizaje que un día se vio acariciada por el avión de Saint-Exupéry, el padre de El principito. En este momento, desde lo alto de la construcción de Mackenzie, la mirada del hombre del faro pareció ver, cuarenta años después, al escritor y piloto francés metido en una vieja piel de león traída de no se sabe dónde, posando sobre las dunas del lugar para que sus compañeros le fotografiasen. Mas la imagen desapareció para ceder su sitio al gigantesco hangar que domina el nuevo aeródromo. Una sonrisa iluminó el semblante cansado del hombre del faro al posar sus ojos sobre la enorme construcción que ocupa gran parte del paseo marítimo. Es la antigua ciudadela española en cuyo recinto se resguardaban todas las oficinas y funcionarios, el hospital, el taller, las caballerizas..., y donde de pequeño, él, junto a sus inseparables amigos Breiha y Lud, se las arreglaban para introducirse y alcanzar la farmacia del hospital. Una vez allí, rodeados de maravillosas cajitas de milagrosos medicamentos, botes y frascos de todos los colores y tamaños, se emborrachaban bebiendo hasta reventar de las enormes botellas del dulce jarabe color miel. Y la dulce sonrisa se convirtió en amarga mueca cuando sus ojos se posaron, por accidente, sobre una de las cuatro atalayas que custodian actualmente el recinto. Cuatro soldados armados con viejos fusiles de repetición modelo 36 se distinguen, tristemente embutidos en sus amenazantes uniformes verduzcos, barriendo las proximidades y prestos a dar la alarma ante cualquier indicio de peligro. Levantó la vista dirigiéndola hacia el infinito celeste, soltó inconscientemente un “Dios nos salve de guerras” y escurrió la vista en sentido del viejo muelle español, roído por el tiempo y arrodillado ante las inclementes aguas del Atlántico. Cuántas tardes de estío las pasó acariciando su sedal sumergido en las mansas aguas defendidas por el muelle; su sedal que, a falta de caña, estaba enrollado a un bote vacío de insecticida. Cuántas veces, junto a Breiha y Lud, se mofaron de la mala fortuna del cabo Garsía que se pasaba el santo día amarrado a su caña de pescar sin apenas pescar nada. Al atardecer, cuando ya tenían que volver a casa, le daban a Garsía la mayor parte de lo que habían pescado y se morían de risa al ver la cara de contento que ponía. Al fin y al cabo, ellos eran hijos de pescadores y ya se encargaban sus padres de proveer sus hogares de mucho y buen pescado.
(Fin primera parte)
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