El hombre del faro de Tarfaya [2]

Por: | 13 de noviembre de 2013

Casamar_fotografía

Esta entrada ha sido escrita por Larosi Haidar, miembro del grupo de escritores la Generación de la Amistad Saharaui. El texto narra una escena de 1980, cuando estaba finalizando la construcción del nuevo puerto de Tarfaya, apenas 300 metros más al sur del viejo muelle español, por parte de la empresa francesa Adoedin y empezaban a desaparecer para siempre los últimos vestigios españoles del lugar.

Gritos y silbidos llamaron su atención desde la otra parte de la playa, hacia el sur, donde un grupo de mozos semidesnudos jugaban al fútbol ajenos al alboroto y a las polvaredas que a pocos metros de allí originaban los enormes camiones y tractores afanados en procrear un nuevo muelle. Escrutó los toscos y gigantescos pilones de cemento armado amontonados de manera que parecían erigirse en monumento a alguna divinidad desconocida. ¿De dónde provendrán esos pilones?¿Y los trabajadores del enorme muelle? Seguramente de Francia, o vete a saber. Él, el hombre del faro, no sabía nada de todo eso porque nadie le informó. Eso sí, él conoce perfectamente la factoría de Mackenzie, su Casamar, construida por albañiles de su paradisíaca Lanzarote con 30.000 cantos que fueron traídos desde Arrecife y pagados a 15 reales la unidad. Conoce cada metro cuadrado de la construcción, dónde hay que pisar y dónde no, pues la madera del piso de la segunda planta está carcomida por la humedad y el tiempo, convirtiéndose en una mortal trampa para quien se aventure a merodear por las oscuras habitaciones del edificio ocupadas por cientos de palomas europeas que se toman un descanso en su largo viaje hacia el sur.

 

De hecho, él es el único humano de la comarca capaz de pasar revista a los veinticuatro compartimentos de la factoría sin ningún temor a que la traicionera madera lo engulla. No en vano lleva ya más de cuarenta años mimándola, alimentándola, vigilándola..., día y noche, haga calor o haga frío, siempre estuvo allí presto a intervenir en cualquier tarea o acción relacionada con la supervivencia de la Casa de Mar, su Casamar. Cuántas noches pasadas en vela cuando las gigantescas olas del Atlántico en furia se convertían en titánicas garras que se clavaban sin piedad alguna en la espalda pétrea de su venerada construcción. En esos momentos, y a pesar de que desde la diminuta ventana de su habitación veía cómo la luz del faro aparecía y desaparecía con la misma frecuencia de siempre, sólo pensaba en lo desgraciado que sería al día siguiente cuando viera los cantos traídos de Arrecife amontonados en ruina sobre el arrecife verdoso. Se pasaba toda la noche a la escucha, temiendo percibir entre el bramido asesino del Atlántico el agudo grito de agonía de Casamar. Por la mañana, una vez cerciorado de que todo estaba en su sitio y la bella edificación seguía en pie desafiando al mar, él, el hombre del faro, daba las gracias a Dios y se iba a dormir tranquilo.

Volvió a asegurarse de todos los cierres y llaves del sistema del faro, levantó una vez más la vista en dirección del ocaso, Fuerteventura seguía remisa a mostrar su desnudez; la volvió hacia el orto, y las níveas fachadas de estilo colonial del paseo marítimo le enviaron un saludo matutino de aire español que le trasladó décadas atrás, en especial a esa fresca tarde de primavera en la que junto a Breiha y Lud fue testigo del milagro del cinematógrafo. Un español, de esos de pelo amarillo y ojos de gato, manipuló un artefacto y, como por arte de magia, en la enorme pared blanca de la oficina de correos aparecieron soldados de carne y hueso que disparaban, aviones que volaban, barcos que se hundían... Breiha, Lud y él se habían quedado hechizados y desde entonces jamás faltaron a las fabulosas sesiones de cine que cada sábado proyectaba un sargento español. Bajó sigilosamente las delicadas escaleras de madera, sujetando la bombona por la boquilla y dejándola esquiar por inercia sobre los bordes carcomidos de los escalones hasta llegar al piso de la primera planta. Luego, tras repetir la operación para alcanzar la planta baja, se dirigió a su pequeña barquita amarrada a las rocas de las tranquilas aguas del reducido embarcadero. Instaló adecuadamente la bombona vacía y de manera refleja se volvió hacia la imponente fachada de piedra, sus ojos, por enésima vez, lamieron cada una de las letras selladas en la placa testimonial de la pared: Donald Mackenzie Port-Victoria. North Western Africa Company. 1882. Se acomodó en su asiento, colocó los remos y, mientras maniobraba para salir del embarcadero y tras inspeccionar con la vista la pequeña barca, se dijo “necesita un refuerzo, esta tarde la calafatearé”. De cara a su adorada Casamar, remó en dirección a la playa. Tras remar cincuenta metros, pudo ver, como siempre,  el faro radiante que tantas vidas y embarcaciones había salvado a lo largo de un siglo de vida. Ese faro al que se refirió el corresponsal del El Día en 1886 en los siguientes términos: “De noche lució un faro rojo sobre la azotea de la casa de Mackenzie. Es la única luz que brilla en la costa de África desde cabo Espartel hasta el Senegal”. Él, el hombre del faro, de nombre Mojtar, El Elegido, siguió remando parsimoniosamente sonriente y feliz de haber ayudado una vez más en la supervivencia del faro, el faro de Casamar. Y otra vez recordaba las palabras del cabo Garsía tras regalarle el pescado: “Gracias chicos, sois muy buenos. La gente de Tarfaya es muy buena”. Y seguía remando eternamente en su mar de ensueño español hasta que las arenas de la playa, de nuevo, le devolvían a la realidad.  

 

Hay 1 Comentarios

Dos relatos bonitos que nos llevan a ese pasado mágico que fue la factoría Mackenize y el pasado español del puerto de Tarfaya.

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Y… ¿dónde queda el Sáhara?

Sobre el blog

Intentar mostrar la riqueza de la cultura saharaui. Ese es el objetivo de este espacio. Una cultura nacida de la narración oral, de los bellos paisajes del desierto, de las vidas nómadas y el apego a la tierra, de su origen árabe, bereber y musulmán, de sus costumbres únicas y de la relación con España que se remonta a más de un siglo. Una cultura vitalista, condicionada por una historia en pelea por la supervivencia desde 1975. Coordina Sukeina Aali Taleb

Sobre los autores

Sukina Aali-Taleb Hija del exilio, Sukina Aali-Taleb nació en Madrid por casualidad, de padre saharaui y madre gallega. Es miembro del grupo de escritores La Generación de la Amistad Saharaui y coautora del libro "La primavera saharaui, los escritores saharauis con Gdeim Izik", tras los acontecimientos de El Aaiún, en 2010. Periodista y profesora de Lengua Castellana y Literatura en institutos públicos de Madrid. Como no puede ser de otra manera, apoya al Frente POLISARIO en proyectos de ayuda a su pueblo, refugiado y abandonado a su suerte en Tinduf (Argelia), desde hace cuatro décadas.

Roberto MajánRoberto Maján, ilustrador. Le gusta decir que fue el último humano nacido en su pueblo; piensa que eso lo hace especial. Y que su abuela se empeñó en llamarle Roberto en memoria de Robert Kennedy asesinado cuatro días antes. En la época en que nació y se bautizó, el Sahara era español, en el mal sentido de la palabra. El lo sabía por las cartas que recibía de su tío Ramón, destinado allí en su servicio militar. Los sellos que las franqueaban prefiguraron el universo imaginario que tratará de recrear en las imágenes de este blog.

Bahia Mahmud Awah Bahia Mahmud Awah. Escritor, poeta y profesor honorario de Antropología Social en la Universidad Autónoma de Madrid, natural de la República del Sahara Occidental. Nacido en los sesenta en la región sur del Sahara, Tiris, la patria del verso y los eruditos. Cursó estudios superiores entre La Habana y Madrid, donde reside. Pertenece al grupo de Escritores Saharauis en lengua castellana.

Willy Veleta Willy Veleta. Willy Veleta consiguió su licenciatura de periodismo de una universidad estadounidense (ahí queda eso) y ha trabajado en todos los canales privados de TV en España… de los que huyó cuando se dio cuenta de que querían becarios guapos. Ahora es profesor de periodismo en inglés y prepara su tercer libro, una novela sobre los medios.

Liman Boicha Liman Boicha. Se licenció en Periodismo en la Universidad de Oriente en Cuba. Después de una larga ausencia regresó a los campamentos de refugiados saharauis y durante cuatro años trabajó en la Radio Nacional Saharaui. Actualmente reside en Madrid. Ha publicado Los versos de la madera y ha participado en varias antologías de poesía saharaui: Añoranza, Um Draiga, Aaiún, gritando lo que se siente, entre otras. Forma parte del grupo poético Generación de la Amistad Saharaui y es miembro de la Asociación de Escritores por el Sahara-Bubisher.

Larosi Haidar Larosi Haidar. Tras el alto el fuego, se instaló en Granada, donde se licenció y doctoró en Traducción e Interpretación. Actualmente es profesor de esta misma disciplina en la Universidad de Granada y ha publicado varios trabajos relacionados con la cultura saharaui. También ha participado en varias antologías de poesía saharaui.

1000 voces para un poema

SANKARA SIDATI2
Poema de Bahia MH Awah, escritor, poeta y antropólogo. Imagen del archivo RASD, el poeta y diplomático saharaui Mohamed Sidati y el desaparecido líder africano Tomás Sankara en 1982 visitando a la República Saharaui y a los campos de refugiados saharauis. 

África vuelo California BA 279

En homenaje a mis hermanos y hermanas del

África negra que surcan por sus

sueños atravesando desiertos y

océanos por un mundo mejor.

 

Lejos y sin cosechas, allí dejo

mi África sin pan.

 

Repetía una y otra vez cuando despedía

tierra firme, su tambor, su mortero y su viejo arado.

Náufrago,

se marchó en busca de otros horizontes,

y el África atrás despedía, sumergida en tristes tinieblas,

de hambrunas,

de guerras de tripas,

de cayucos y pateras,

hundidos con todas las quimeras de la tribu.

 

El pan que un día partió para traer

costaba tanto como el caviar

del “Masa Time Warner Center de Manhattan”.

 

Bububakar, no dejó de llevar consigo un fardo

lleno de ilusiones,

se lo aconsejó el jefe de los saimara,

se lo aconsejó el chej de los bambara,

se lo aconsejó el patriarca de los zulú,

para que el día de la vuelta,

“si Dios navega

en tu habitual deriva de cada mar

viera su nueva chabola rebosando pan,

trigo, maíz, arados y el timbal de tambores”.

 

Desde mi ventanilla busco África y delibero para sofocar

la ira de mi conciencia.

 

Veo una Europa egoísta,

envuelta en oscuras nubes del porvenir,

veo gigantes rascacielos,

veo chimeneas de fábricas triturar mi virgen maíz,

y veo otras ensayar armas que destruyan

los verdes campos de mis trigales,

y al ver otras y otras aldeas de espigas segadas

el dolor remueve mis intestinos vacíos,

esos de quienes llegan la deriva.

 

Preocupados los ancianos del clan,

dicen, de España esta vez llegan al Atlas

blindados de guerra en vez de granos de cebada

para hacer el cuscús del Rif,

y de Francia estorban la vida muchos soldados,

que no dejan de molestar ¡Eh, tu outre ici!

En pleno vuelo,

no dejo de pensar en el viejo continente,

rezo para que esa humanidad vuelva a emerger

otra vez tras este siglo sin siembras

de maíz,

sin arrozales y sin el sagrado trigo de los hijos de Caín.

 

Ya sobre las nubes del Atlántico

siento franqueadas las fronteras,

y rotos los sueños,

los cayucos no cesarán de atravesar estos mares

porque creen que otro mundo más justo es posible.

¿A dónde vas humanidad de tez blanca?

De ojos miopes, azules, oscuros y verdes,

de hurtados cerebros enfermizos,

de vacíos y retuertos vocabularios

de postizos principios y corruptos amigos,

su mundo es tan alejado,

separado y diferente en valores de lucha,

de África y de la franca libertad al mío.

 

Y como africano le confieso que

ni una vez me inclino a la mano que se besa,

ni en mi corazón tengo lugar para cubrir al malvado.

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El País

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