Esta entrada ha sido escrita por Larosi Haidar, miembro del grupo de escritores la Generación de la Amistad Saharaui. El texto narra una escena de 1980, cuando estaba finalizando la construcción del nuevo puerto de Tarfaya, apenas 300 metros más al sur del viejo muelle español, por parte de la empresa francesa Adoedin y empezaban a desaparecer para siempre los últimos vestigios españoles del lugar.
Gritos y silbidos llamaron su atención desde la otra parte de la playa, hacia el sur, donde un grupo de mozos semidesnudos jugaban al fútbol ajenos al alboroto y a las polvaredas que a pocos metros de allí originaban los enormes camiones y tractores afanados en procrear un nuevo muelle. Escrutó los toscos y gigantescos pilones de cemento armado amontonados de manera que parecían erigirse en monumento a alguna divinidad desconocida. ¿De dónde provendrán esos pilones?¿Y los trabajadores del enorme muelle? Seguramente de Francia, o vete a saber. Él, el hombre del faro, no sabía nada de todo eso porque nadie le informó. Eso sí, él conoce perfectamente la factoría de Mackenzie, su Casamar, construida por albañiles de su paradisíaca Lanzarote con 30.000 cantos que fueron traídos desde Arrecife y pagados a 15 reales la unidad. Conoce cada metro cuadrado de la construcción, dónde hay que pisar y dónde no, pues la madera del piso de la segunda planta está carcomida por la humedad y el tiempo, convirtiéndose en una mortal trampa para quien se aventure a merodear por las oscuras habitaciones del edificio ocupadas por cientos de palomas europeas que se toman un descanso en su largo viaje hacia el sur.
De hecho, él es el único humano de la comarca capaz de pasar revista a los veinticuatro compartimentos de la factoría sin ningún temor a que la traicionera madera lo engulla. No en vano lleva ya más de cuarenta años mimándola, alimentándola, vigilándola..., día y noche, haga calor o haga frío, siempre estuvo allí presto a intervenir en cualquier tarea o acción relacionada con la supervivencia de la Casa de Mar, su Casamar. Cuántas noches pasadas en vela cuando las gigantescas olas del Atlántico en furia se convertían en titánicas garras que se clavaban sin piedad alguna en la espalda pétrea de su venerada construcción. En esos momentos, y a pesar de que desde la diminuta ventana de su habitación veía cómo la luz del faro aparecía y desaparecía con la misma frecuencia de siempre, sólo pensaba en lo desgraciado que sería al día siguiente cuando viera los cantos traídos de Arrecife amontonados en ruina sobre el arrecife verdoso. Se pasaba toda la noche a la escucha, temiendo percibir entre el bramido asesino del Atlántico el agudo grito de agonía de Casamar. Por la mañana, una vez cerciorado de que todo estaba en su sitio y la bella edificación seguía en pie desafiando al mar, él, el hombre del faro, daba las gracias a Dios y se iba a dormir tranquilo.
Volvió a asegurarse de todos los cierres y llaves del sistema del faro, levantó una vez más la vista en dirección del ocaso, Fuerteventura seguía remisa a mostrar su desnudez; la volvió hacia el orto, y las níveas fachadas de estilo colonial del paseo marítimo le enviaron un saludo matutino de aire español que le trasladó décadas atrás, en especial a esa fresca tarde de primavera en la que junto a Breiha y Lud fue testigo del milagro del cinematógrafo. Un español, de esos de pelo amarillo y ojos de gato, manipuló un artefacto y, como por arte de magia, en la enorme pared blanca de la oficina de correos aparecieron soldados de carne y hueso que disparaban, aviones que volaban, barcos que se hundían... Breiha, Lud y él se habían quedado hechizados y desde entonces jamás faltaron a las fabulosas sesiones de cine que cada sábado proyectaba un sargento español. Bajó sigilosamente las delicadas escaleras de madera, sujetando la bombona por la boquilla y dejándola esquiar por inercia sobre los bordes carcomidos de los escalones hasta llegar al piso de la primera planta. Luego, tras repetir la operación para alcanzar la planta baja, se dirigió a su pequeña barquita amarrada a las rocas de las tranquilas aguas del reducido embarcadero. Instaló adecuadamente la bombona vacía y de manera refleja se volvió hacia la imponente fachada de piedra, sus ojos, por enésima vez, lamieron cada una de las letras selladas en la placa testimonial de la pared: Donald Mackenzie Port-Victoria. North Western Africa Company. 1882. Se acomodó en su asiento, colocó los remos y, mientras maniobraba para salir del embarcadero y tras inspeccionar con la vista la pequeña barca, se dijo “necesita un refuerzo, esta tarde la calafatearé”. De cara a su adorada Casamar, remó en dirección a la playa. Tras remar cincuenta metros, pudo ver, como siempre, el faro radiante que tantas vidas y embarcaciones había salvado a lo largo de un siglo de vida. Ese faro al que se refirió el corresponsal del El Día en 1886 en los siguientes términos: “De noche lució un faro rojo sobre la azotea de la casa de Mackenzie. Es la única luz que brilla en la costa de África desde cabo Espartel hasta el Senegal”. Él, el hombre del faro, de nombre Mojtar, El Elegido, siguió remando parsimoniosamente sonriente y feliz de haber ayudado una vez más en la supervivencia del faro, el faro de Casamar. Y otra vez recordaba las palabras del cabo Garsía tras regalarle el pescado: “Gracias chicos, sois muy buenos. La gente de Tarfaya es muy buena”. Y seguía remando eternamente en su mar de ensueño español hasta que las arenas de la playa, de nuevo, le devolvían a la realidad.
Hay 1 Comentarios
Dos relatos bonitos que nos llevan a ese pasado mágico que fue la factoría Mackenize y el pasado español del puerto de Tarfaya.
Publicado por: ali salem iselmu | 13/11/2013 22:42:05