El susurro de las nubes alcanzaba el Corazón de Zaa-zaiat mientras que en otras regiones del Sahara la sequía había diezmado rebaños y devorado hasta el matiz verde que había en los árboles, y algunos animales dejaban para siempre sus esqueletos como señales bajo las ramas de las acacias espinosas.
Dos años esperó el marido y dos años esperó Trel-lu, pero todo seguía igual, como la primera noche, cuando Trel-lu acató la voluntad paterna de casarse con su primo. Ella lo repudió en secreto y nunca se acercó a su lecho. En las noches en las que él aparecía, ella se acostaba la última, se llevaba unas mantas de la jaima y se dormía en la cocina. Por la mañana se despertaba la primera para que nadie sospechara. Jamás el marido intentó obligarla, pensando que con paciencia podría ablandarla.
Algunas tardes, cuando el rebaño regresaba de vuelta al campamento, las mujeres se preguntaban, colmadas de satisfacción al ver sus rebaños engordar y multiplicarse, cuándo llegaría la lluvia de la vida a Trel-lu. En una ocasión una de las mujeres del frig le confió que el mejor remedio para tener hijos, cuando fallaban todos los intentos, era tragar una mariposa viva.
Un día Trel-lu vio a la mujer que le confió el secreto de la fecundidad, esperándola sentada sobre la cresta de una duna.
En el camino, dijo la mujer después de los saludos, vi una mariposa y me acordé de ti. No me pude resistir y la atrapé. Con el índice sostenía con mucha delicadeza las alas de la mariposa y la extendía ofreciéndosela a Trel-lu. Una hermosa mariposa de color marrón con puntos negros.
Trel-lu se quedó perpleja ante aquel ofrecimiento y sin saber cómo ni por qué, sintió que una fuerza extraña, irresistible la lanzaba a coger la mariposa. La sostuvo un instante delante de sus ojos y la introdujo en su boca. La mariposa forcejeó en un último y desesperado intento por recuperar su alegría, sus sueños, su libertad, antes de extinguirse definitivamente su luz.
El día siguiente por la tarde, otra más del rosario de tardes sin novedad, enfermas de tanta serenidad, cuando Trel-lu volvía de su paseo por la duna cerca del frig, vio asomarse a lo lejos, en la inmensidad, a un hombre encima de su dromedario. Muchas veces había visto esa imagen y ya le resultaba indiferente, pero esta vez el corazón le dio un vuelco y una agitada mezcla de premonición y angustia le sacudió el cuerpo.
Volvió a su jaima y fingió desinterés, como casi siempre hacían las mujeres de la badía cuando se acercaba al campamento un recién llegado.
La jaima de Trel-lu era la más alejada y estaba sola, su marido se encontraba de viaje hacía un par de meses y no había vuelto.
El recién llegado guió el animal hasta la jaima que más cerca le quedaba, y que era la de Trel-lu. Desde lejos saludó y el saludo le fue devuelto desde la jaima. Entró. La mujer le invitó a sentarse y cuando le ofreció de beber –en aquel instante el joven se quitaba el turbante para limpiar su frente del sudor- el corazón se le aceleró y estuvo a punto de caerle de las manos el cuenco de leche. “Conozco a este hombre, no sé de dónde, pero le conozco", pensó Trel-lu.
El recién llegado era alto y delgado, con la piel quemada por el duro sol. "A esta chica la conozco, no sé de dónde, pero la conozco", musitó entre dientes cuando la observó detenidamente. Su nombre era Buh, y se trataba de un buscador de pasto. Habló poco, pero su voz caía y se derramaba limpia y gustosa en los oídos de ella. Tenía un brillo especial en la mirada que cautivaba a Trel-lu. Con inusual alegría se sentó a preparar el té.
Después de dos años de tedio, el mundo entero se convirtió para Trel-lu en aquellos ojos, en aquella mirada. De su cuerpo, tantos años adormecido, brotaban espigas, pájaros y sonrisas... Sentados frente a frente los dos se miraban, con disimulo al principio, con más atrevimiento después: se sostenían las miradas durante un largo rato hasta que uno de los dos no lo resistía y bajaba los ojos. Siguieron con aquel juego seductor hasta que entraron en la jaima más personas de las jaimas vecinas que se sumaban a la ceremonia para enterarse de las buenas nuevas. Después, ignorando a todos, Trel-lu y Buh siguieron escribiendo en el aire un jeroglífico que sólo dos corazones que se buscaban sin buscarse, que entraban en sintonía sin sembrarse ni cosecharse, podían descifrar.
Durante la cena el joven habló de la sequía y de las caravanas de familias que se dirigían hacia aquella región en busca de pasto. No eran noticias alegres, pero él quiso ponerles sobre aviso: Vendrá más gente y el pasto se agotará antes de llegar el verano. Una noticia preocupante para todos los que le escuchaban y llena de significados ocultos para Trel-lu.
Aquella noche, la de su llegada, Buh prefirió dormir fuera, a la intemperie. "Para dormir necesito contar las estrellas", se excusó. Sin embargo, otras personas se quedaron a pernoctar en la jaima de Trel-lu.
Antes de salir hacia su cama de piedras y su techo de vía láctea, Buh escudriñó el lecho de Trel-lu y, cuando todos dormían, volvió a entrar sigilosamente y asomó su cabeza como un lagarto se asoma al presentir una amenaza cerca de su madriguera. Buh tocó la esquina de la estera y se postró allí durante un tiempo que le pareció interminable, inmóvil. Después dilató las ventanas de su nariz y buscó el olor de Trel-lu y lo almacenó en su cerebro. Avanzó hacia el peligro. Hacia aquel destino desconocido que le atraía y le quemaba más que el calor de todos los fuegos. Tocó una almohada y se le cortó la respiración creyendo que era alguien que dormía allí y se iba a dar cuenta de su presencia; imaginó lo peor y por un momento desfalleció. Iba a retroceder, pero por fin se recuperó y siguió su camino, poco a poco, con sigilo. La fragancia de Trel-lu aparecía y se difuminaba entre el olor de leña e incienso. Avanzó hasta alcanzar el peligro. Y el peligro le esperaba, en su lecho cubierto de noche, de ansiedad, miedo y deseo...
Las manos se encontraron y conversaron en el silencio más absoluto, igual que los corazones, las pieles y los alientos.
El padre de Trel-lu despertó sobresaltado por una pesadilla, se levantó y desde su jaima vio la silueta de Buh salir por debajo de la jaima de Trel-lu.
Por la mañana, bien temprano, Buh se despidió, subió encima de su dromedario y continuó su camino.
Pocos días después regresó el marido de Trel-lu. Esta vez ella no fue a dormir a la pequeña jaima-cocina. Por primera vez compartió con él las mismas mantas.
Unos meses después Trel-lu estaba embarazada.
Fue la mariposa, la magia de la mariposa, decía la mujer que le confió el remedio.
Todo está en la mano de Dios y por qué no iba a ser a través de la baraka de una mariposa, asentían otras mujeres.
El padre de Trel-lu no paraba de darle vueltas a la imagen de Buh saliendo debajo de la jaima de su hija, pero, al mismo tiempo, revoloteaba junto a aquella turbadora visión la mariposa de la que hablaban las mujeres.
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