Como saharauis que hablamos, pensamos y hasta soñamos en español, con motivo del IV centenario de la muerte de Miguel de Cervantes, a lo largo del mes de abril realizaremos nuestro pequeño homenaje al gran escritor. Esta entrada ha sido escrita por el poeta Chejdan Mahmud Yazid, miembro de la Generación de la Amistad Saharaui.
La dulce Fátima
Hubiese Don Mahmud (yo, en adelante), no acudido al muelle de El Aaiún a despedir a las tropas y personal español cuando abandonaban el Sahara Occidental. El cuenco de color negro, rebosante de leche de camella recién ordeñada, lo sostenía entre mis dos manos; otro compañero, en realidad varios, de manera alternativa, sostenían entre las manos o un cuenco lleno de leche o un plato de dátiles.
Pero a mí se me saltaban las lágrimas en aquel momento. Mis 6 años de edad los había vivido intensamente junto a mis inseparables amigos y ahora los veía irse. Una historia terrible e injusta iba a empezar, justo después de mis infantiles lágrimas.
Todos mis amigos y yo estuvimos jugando la noche anterior, pero también sabíamos de la separación, quién nos diría el porqué, y por cuánto tiempo, ni siquiera ellos preparaban su propio equipaje, y qué más da. El día de la partida yo los buscaba con la mirada cuando abordaban el barco cogidos de la mano de sus familiares. Porque Antonio, mi mejor amigo, también partía con ellos y Fátima, Guaci, Aytami, Ayoze.
Por eso el cuenco de leche y los dátiles que les ofrecía como despedida me sabían a dulzura y bienestar, dentro de poco tiempo los volvería a ver y a jugar con ellos sin lugar a dudas, además todos eran canariones, ese lugar del que ellos me hablaban con infinita ternura. Porque ese paraíso apenas queda a dos palmos de mi tierra.
Una y otra vez, en esos breves momentos, discontinuos, ininterrumpidos, de miradas y corazones ansiosos, cuando el griterío y los empujones de los viajeros eran más que saludos, se cruzaba el ayer y el anteayer, nuestros juegos, nuestras lecturas y largas charlas en la casa de Antonio.
Fátima siempre traía consigo un libro muy bien cuidado del Quijote que ella había leído y releído, cierto que ninguno de nosotros lo había hecho pero, eso sí, lo teníamos más que conocido. Ella se empeñaba en contarnos lo loco que era el tal Don Quijote de la Mancha, pero nosotros también tomábamos a la chiquilla como otra loca, a pesar de su fina belleza. Nos gustaba a todos, pero nadie se atrevía a confesarlo, ni mucho menos a ella, porque eso significaba entre otras cosas, tragarse ese enorme libro que realmente a nuestra edad y manera de ser, se nos hacía harto imposible.
Ella nos decía que Don Quijote era bueno, tan bueno que arriesgaba su propia vida para defender lo que él creía verdad y justicia, nos decía que incluso ella misma sería capaz de hacer lo mismo. Era tanto su convencimiento de la inmensidad y generosidad de las personas, que se le saltaban las lágrimas al pronunciarse al respecto en cualquier ocasión. Y nosotros, algunos cabizbajos y otros medio risueños, la escuchábamos con ganas de mandarla a callar, sin embargo su belleza nos imponía más.
Le hubiere yo el día de la partida confesado que también me gustaba el Quijote o, tal vez en honor a la verdad, que me empezó a gustar gracias a ella. Nos contaba a Antonio y a mí, que el flaco Don Quijote de la Mancha era su ídolo, tal como ella creía en la belleza, y claro, nosotros en treinta y tres la escuchábamos, quizás en el fondo deseábamos en aquellos instantes ser tan flacos o tan locos para gustarle a ella.
Corrí a por ellos, sí, corrí como poseído, no sabía qué demonios me pasaba, todo el gentío presente reparaba en mi locura, excepto a quienes iba dirigida mi ira, Fátima, Antonio, Ayoce... mis inseparables amigos, hermanos, mi amada a la que nunca le había confesado que la quería. Mi traje casi voló, el cuenco se me desapareció de las manos. Solo quería brindarles mi último adiós, llanamente despedirme, verlos por última vez, pero de nada sirvió mi alocada carrera, alguien de los presentes me agarró y truncó mi desairada carrera y, con un breve azote, me puso en las manos de mi madre. Ese día yo tenía puesto mi traje típico saharaui, mi darraa azul y mis sandalias de cuero, vestía realmente de gala, mi madre lo había dispuesto todo, era la primera vez que yo no reparaba en mi fabuloso traje, porque eran contadas las veces que celebrábamos algo y desde luego mi madre y familia sí tenían algo grande que celebrar.
Quizás mi falta de atención a la lectura o mi poco interés o esa niña tan hermosa. Fuere como fuere, días después de la marcha de todos los españoles un amigo saharaui de la pandilla me dijo que “Don Quijote de la Mancha” tenía dos partes. Con tal sorpresa, me apresuré a hacerme con él, mi ilusión era creciente y mi corazón se agitaba como nunca, pensaba por primera vez en mi vida regalar algo grande a una persona. Quién me diría a mí que ella sabía de la existencia de esa segunda parte de su libro preferido. Me invadía la dicha, pero antes... antes lo leería yo, tal vez con la ilusión de compartirlo con ella, sí, empecé a leerlo. Cierto que después tuve que leer también la primera parte, me importaba un carajo el orden. Luego hice el encargo a mi padre de mandarlo a Fátima. Días más tarde mi padre se sumó al ejército y cayó mártir. Apenas me dio tiempo de preguntarle por mi encargo.
Hay 1 Comentarios
Muchas gracias por este relato, leí algo parecido en http://www.lamanodefatima.net/
Un saludo
Publicado por: el ojo de fatima | 07/07/2016 9:54:49