Fotografía de Santiago Barrio de la serie El teatro de las dunas
Ruge el viento tras la lona de la jaima. Hoy ha sido un día más de calor. En su interior, nuestro hombre saca una libreta donde anota recuerdos, inventa historias y relata la vida en el campamento. A veces le gusta pensar cómo era la vida en la ciudad, el ajetreo, el ruido, sus gentes y el olor a mar. Escribe a mano para luego trasladarlo al bloc de notas de su Samsung Galaxy, con paciencia y esmero. Y entonces, cuando todos duermen, mientras los escarabajos excavan túneles en la tierra, camina hasta un lugar elevado en busca de un poco de cobertura. Consigue enviarnos su crónica, su relato, su historia. Memoria viva de todo un pueblo que deja escapar los días en un campamento de refugiados en el más inhóspito de todos los desiertos. Mi admiración y respeto a nuestro compañero, Mohamidi Fakal-la, un valiente caballero del desierto.
Esta entrada ha sido escrita por Mohamidi Fakal-la desde los campamentos de refugiados saharauis.
Descendía de las cimas de las dunas todas las mañanas, en el momento mismo en que los rayos de sol se igualaban a la altura de las raquíticas palmeras de Sidi Buya. Pasaba la noche a solas entre el aullido de los zorros y el amortiguado golpe de las olas en la cara de las dunas. Mugriento y con la chilaba al hombro recorría la ciudad de punta a punta. Y a mediodía llegaba con el rancho en un cubo de metal que recordaba a los del ejército, afincado al borde sur del río, a media legua de la improvisada alcántara de madera por encima de la Saguia en los días de la riada. Llegaba sudoroso y con ganas de comer en el incómodo furgón -chatarra- abandonado frente a la oficina de Iberia y de correos. Allí se quedaba quieto mirando a los transeúntes, nativos e ibéricos, con la inteligencia de un felino esperando a que alguien saliese con un encomendado o bulto sellado desde la otra orilla del mar, a fin de llevarlo a la espaldas y a cambio de unas pesetas acuñadas con la esfinge del General y el escudo de la metrópoli.
Conocía de sobra a la gente de la ciudad y señalaba sin titubeos con su lengua materna a los forasteros recién llegados, a los reclutas que pisaban por primera vez esas calles. Posaba firmemente con turistas que le pedían un retrato recordatorio de su estancia en el África occidental. Se mostraba siempre tranquilo, comportándose bien con todos, hasta con los ingenuos niños del barrio. A veces en la plaza principal, cerca de la iglesia católica de San Francisco, colindante con el antiguo hospital, se sentaba ensimismado bajo la copa de los árboles en compañía del cristiano ambulante que pregonaba los helados y mantecados.
El caballero de la ciudad defendía con modestia una urbe que le dio simpatía y seguridad. Para él la ciudad era el regazo de sus antepasados y el objeto de las oraciones de sus santos más allegados. A pesar de que algunos residentes del casco viejo sólo le asociaban a una familia de adiestrados pescadores de la zona sur. Afirmaban que había llegado muy joven a la ciudad con un mercader mauritano que viajaba con destino a río Draa. En la ciudad se quedó hasta convertirse con el tiempo en su caballero andante y en uno de los personajes afamados en el entorno urbano y social. Se identificaba con orgullo con los blancos muros de un poblado de retoque arquitectónico canario y orgullo híbrido de moros sevillanos.
No era mendigo ni vagabundo, prefería ser llamado el hombre más honrado que vela por las calles, las plazas y los zocos, cuando la ciudad duerme y despierta en paz consigo misma. Y si un día no se le encontraba deambulando por las calles, era fácil seguir su rastro pues siempre terminaba en la costa en compañía de los zorros en su último baile en la soledad. Así era Ahmed (Salek), y así era el caballero de la ciudad.
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